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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Desfiladero de la Absolucion (102 page)

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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La situación había dado la vuelta para los adventistas y ahora estaba claramente en su contra. Escorpio notó sus fuerzas redobladas, tirando de reservas que no sabía que tenía. Sabía que lo pagaría más tarde, pero por ahora se sentía bien obligando al enemigo a retirarse, causando, como había prometido el Capitán, algunos destrozos. El arma de proyectiles no estaba diseñada para los cerdos, pero eso no impidió que encontrase la forma de dispararla. Más tarde pudo cambiarla por una pistola de a bordo para cerdos. Entonces, como solía decir en Ciudad Abismo, tenía la sartén por el mango.

—Haz lo que tengas que hacer —le dijo el Capitán—, puedo aguantar un poco más de dolor por ahora.

Avanzando por la nave, siguiendo al Capitán, pronto se encontraron con los supervivientes de la División de Seguridad. Estaban conmocionados por la batalla, confusos y desorganizados, pero viéndolo, se recuperaron al comprobar que la nave no había caído en manos de los adventistas todavía. Y cuando se extendió la noticia de que el Capitán estaba ayudando, lucharon como fieras. La naturaleza de la batalla cambiaba de un minuto al otro. Ahora ya no era cuestión de asegurar el control de la nave, sino de erradicar los focos restantes de resistencia adventista, parapetados en zonas de la nave en las que el Capitán tenía un control limitado.

—Podría matarlos ahora —le dijo a Escorpio—. No puedo reformar esas partes de mi anatomía, pero puedo despresurizarlas o inundarlas. Simplemente me llevará un poco más de tiempo de lo habitual. Incluso podría usar contra ellos las armas hipométricas.

—¿Dentro de ti? —preguntó Escorpio, recordando la última vez que eso había sucedido durante los ejercicios de calibración.

—Lo haría con mucho cuidado.

Escorpio apretó con fuerza su pistola. Su corazón le martilleaba en el pecho, su vista y oído no estaban mejor que cuando fue resucitado, pero nada de eso le importaba ahora.

—Yo me encargo de ellos —dijo—. Ya has hecho bastante por hoy, Capitán.

—Lo dejo en tus manos entonces —dijo el traje, retirándose a través de una apertura perfecta que acababa de abrirse en la pared. La pared se volvió a cerrar sola. Era como si el Capitán nunca hubiera estado allí junto a él.

Más allá de la
Nostalgia por el Infinito
la diversificada atención del Capitán estaba al menos en parte ocupada con el progreso del arma caché. Incluso mientras la batalla arreciaba en su interior, incluso mientras la nave volvía poco a poco al control habitual, él estaba atento al arma, ansioso por que no resultase un desperdicio. Durante años había transportado las cuarenta armas caché en su interior, atesorándolas contra los intentos de robo o de destruirlas. Su grado de transformación era mucho menor que el de ahora, pero aun así sentía un estrecho vínculo hacia las armas que habían jugado un papel principal en su historia reciente. Además, las propias armas habían sido los juguetes favoritos de la última triunviro, Ilia Volyova. Aún apreciaba a la triunviro, a pesar de lo que le había hecho. Mientras recordase a Ilia (quien siempre había encontrado el tiempo para hablar con el Capitán, incluso en sus momentos menos comunicativos) no tenía intenciones de decepcionarla malgastando el último de sus oscuros juguetes.

La telemetría del arma caché le llegaba a través de múltiples canales seguros. El Capitán ya había colocado diminutos satélites espía con cámaras alrededor de su casco durante la fase más salvaje del asalto de la Guardia de la Catedral. Ahora, el mismo enjambre de ojos le permitía una comunicación continua con el arma, incluso mientras la
Nostalgia por el Infinito
giraba por la otra cara de Hela.

Haldora, visto desde la perspectiva del arma caché, ocupaba la mitad del cielo. El gigante gaseoso era un mastodonte a rayas de frío primario que rezumaba una química exótica y con bandas de color tan anchas que se podría sumergir un mundo rocoso en ellas. Parecía muy real: todos los sensores del arnés del arma caché recibían exactamente lo que se esperaba en las cercanías de un gigante gaseoso. Podía olfatear la cruel fuerza de su campo magnético, notar la dura aguanieve de partículas arrastradas por ese campo. Incluso con el máximo aumento, las espirales y ráfagas de su atmósfera parecían completamente convincentes.

El Capitán había escuchado la conversación de los humanos a su cargo, sus especulaciones en cuanto a la naturaleza del enigma de Haldora. Sabía lo que esperaban encontrar tras la máscara del mundo: un mecanismo para hacer señales entre realidades contiguas, universos enteros que ondeaban como lazos, mundos membrana adyacentes en la realidad dimensional superior del volumen: una especie de radio capaz de sintonizar el rumor de los gravitones. Los detalles, por el momento, no eran importantes. Lo que ahora necesitaban era contactar con las entidades del otro lado lo más rápido posible. El sarcófago en la
Lady Morwenna
era un medio posible, quizás el más fácil puesto que ya estaba abierto; pero no era fiable. Si Quaiche lo destruía, entonces tendrían que encontrar otro medio para contactar con las sombras. Quaiche había esperado hasta que sucediera otra desaparición antes de enviar una sonda al planeta. Ellos no disponían de tanto tiempo. Tenían que provocar una desaparición, revelar la máquina ellos mismos.

El arma comenzó a ralentizar su marcha, adoptando la posición de disparo. En su interior se realizaban solemnes preparaciones. Procesos físicos arcanos comenzaron a producirse: secuencias de reacciones, al principio diminutas pero que iban creciendo hacia una irreversible cascada. Los sentimientos dominantes del aparato habían entrado en un estado de silenciosa aceptación. Después de tantos años de pasividad, ahora iba a hacer aquello para lo que había sido creada. El hecho de que moriría en el proceso no le preocupaba en absoluto. Únicamente sentía un microscópico atisbo de pena al saber que era la última de las de su clase y que no habría ninguna otra arma caché en los alrededores para ser testigo de su furibunda proclamación.

Era lo único que sus dueños humanos nunca llegaron a comprender acerca de ellas: las armas caché eran sumamente vanidosas.

Escorpio estaba sentado a la mesa de conferencias con el ceño fruncido. Estaba solo, excepto por un puñado de notables. Valensin estaba curándole las heridas. Había desplegado un pequeño museo de equipamiento médico anticuado sobre una tela manchada de sangre frente al cerdo, incluyendo vendajes, escalpelos, tijeras, agujas y diversas botellas con ungüentos y productos esterilizantes. El Doctor ya le había cortado parte de la túnica, dejando a la vista las heridas gemelas provocadas por los cuchillos arrojadizos adventistas que lo habían clavado a la pared.

—Tienes suerte —dijo Valensin una vez hubo limpiado la mayoría de la sangre y había empezado a cerrar las heridas entrantes y salientes con un linimento adhesivo—. Sabía lo que hacía. Probablemente no quería matarte.

—¿Y por eso tengo suerte? ¿Acaso no es muy mala suerte terminar ensartado en la pared? Vamos, digo yo.

—Lo que quiero decir es que podría haber sido peor. Me da la impresión de que tenían órdenes de limitar al máximo el número de víctimas, dentro de lo posible.

—Cuéntaselo a Orca.

—Sí, lo del gas nervioso ha sido una desgracia. Obviamente, en un momento dado estaban dispuestos a matar, pero en general parece que se consideraran en una misión santa, como los cruzados. La espada debía usarse solo como último recurso. Pero seguramente sabían que se derramaría sangre.

Urton se apoyó sobre la mesa. Tenía el brazo en cabestrillo y un intenso moratón en la mejilla derecha. Exceptuando eso, estaba ilesa.

—La cuestión es ¿qué va a pasar ahora? No podemos quedarnos aquí sentados sin reaccionar, Escorp. Tenemos que devolvérsela a Quaiche.

El cerdo hizo una mueca de dolor mientras Valensin le unía los dos trozos de piel, aplicando un cordón de adhesivo.

—Esa idea ya se me había pasado por la cabeza, créeme.

—¿Y? —preguntó Jaccottet.

—Nada me gustaría más que descargar todas nuestras defensas del casco sobre esa jodida catedral y reducirla a una humeante pila de escombros, pero no es posible, al menos no mientras tengamos a alguien de los nuestros a bordo.

—Si pudiéramos enviarles un mensaje a Vasko y a Khouri —dijo Urton—, podrían empezar el ataque ellos. O al menos podrían ponerse a salvo.

Escorpio suspiró. De entre todos ellos, ¿por qué le tocaba a él, precisamente el que menos capacidad tenía para planificar por adelantado, hacer las objeciones?

—No se trata de vengarnos —dijo—. Creedme, soy muy vengativo, yo inventé la venganza. —Hizo una pausa, recuperando el aliento mientras Valensin se afanaba con la otra herida, cortando con las tijeras el cuero y la sangre seca—. Pero vinimos aquí por un motivo. No sé qué quería Quaiche de nuestra nave, y tampoco parece que ninguno de los adventistas que han sobrevivido tenga tampoco mucha idea. En mi opinión, nos hemos visto envueltos en una lucha de poderes locales, algo que probablemente esté relacionado con la sombras. Por muy tentador que parezca buscar venganza ahora, sería lo peor que podríamos hacer teniendo en cuenta el objetivo de nuestra misión. Aún tenemos que contactar con las sombras, y la ruta más rápida hacia ellas es a través del sarcófago de metal que se encuentra en el interior de la
Lady Morwenna
. Eso, compañeros, es en lo que tenemos que centrarnos, no en darle a Quaiche la paliza que sin duda se merece por traicionarnos. Eso podemos hacerlo más tarde, una vez hayamos establecido el contacto con las sombras. Creedme, yo estaré en primera línea de fuego y no me limitaré a causar el menor número de víctimas mortales.

Nadie dijo nada durante un instante. Hubo un momento de silencio en la sala. Le recordó algo, pero tardó un rato en recordar qué. Cuando lo hizo, casi se estremeció por el recuerdo: Clavain. Siempre había una pausa similar cuando el anciano terminaba uno de sus provocadores monólogos.

—Aun así, podemos atacar la catedral —dijo Urton en voz baja—. Tenemos tiempo. Hemos sufrido bajas, pero tenemos lanzaderas operativas. ¿Qué te parece, Escorp, un asalto de precisión sobre la
Lady Morwenna
? Visto y no visto, rescatamos el sarcófago y a nuestra gente.

—Sería peligroso —dijo otro agente de la División—. No son solo Vasko y Khouri de quienes debemos preocuparnos, también está Aura, ¿qué ocurriría si Quaiche sospecha que es de los nuestros?

—No lo hará —dijo Urton—. No tiene motivos para sospechar.

Escorpio se zafó de Valensin lo suficiente como para levantar la manga y comprobar los restos de plástico y metal de su comunicador. No recordaba cuándo se había roto, al igual que tampoco recordaba de dónde procedían el resto de cardenales y cortes.

—Que alguien me consiga una comunicación con la catedral —dijo—. Quiero hablar con el hombre que está al mando.

—No sueles recurrir a las negociaciones —dijo Urton—. Siempre dices que lo único que te habían reportado era un universo de dolor.

—Lo malo —reconoció Escorpio a su pesar— es que a veces es lo mejor que nos queda.

—En este caso, te equivocas —dijo Urton—. No es la mejor forma de manejar esta situación.

—¿Me equivoco igual que cuando dije que era una mala idea dejar subir a bordo a esos veinte adventistas? Creo que aquello no fue idea mía, si no recuerdo mal.

—Lograron pasar tus controles de seguridad —dijo Urton.

—No me habríais dejado examinarlos tan concienzudamente como hubiera querido.

Urton miró a sus colegas.

—Mira, te estamos agradecidos por tu ayuda para recuperar el control. Profundamente agradecidos, pero ahora que la situación vuelve a ser estable, sería mejor que…

La nave gimió. Alguien deslizó un comunicador sobre la pulida mesa. Escorpio lo alcanzó y se lo colocó en la muñeca para llamar a Vasko.

Superficie de Hela, 2727

Grelier entró en la buhardilla y tardó un momento en familiarizarse con la escena que tenía delante. En apariencia, la habitación estaba casi como la había dejado, salvo que ahora contenía algunos invitados más, un hombre y una mujer algo más mayor, retenidos por un pequeño destacamento de la Guardia de la Catedral. Los invitados (que, como advirtió, pertenecían a la nave ultra), lo miraron como si esperasen una explicación. Grelier simplemente se pasó la mano por su blanca mata de pelo y dejó su bastón junto a la puerta. Había muchas cosas que deseaba contar, pero no podía explicar lo que estaba pasando allí.

—Me voy unas pocas horas y menudo lío armas —comentó.

—Siéntate —dijo el deán.

Grelier ignoró su invitación. Hizo lo que solía hacer cuando llegaba a la buhardilla, que era atender los ojos del deán. Abrió el botiquín de la pared y sacó su habitual parafernalia de bastoncillos y ungüentos.

—Ahora no, Grelier.

—Ahora es tan buen momento como cualquier otro —dijo él—. Las infecciones no van a dejar de propagarse simplemente porque sea un momento inoportuno para tratarlas.

—¿Dónde has estado, Grelier?

—Lo primero es lo primero. —El inspector general de Sanidad se inclinó sobre el deán, inspeccionando los puntos en los que los ganchos del aparato se fijaban a la delicada piel de los párpados de Quaiche—. Puede que sea solo mi imaginación, pero me parece que había algo de tensión en el ambiente cuando he entrado.

—No están muy entusiasmados con la idea de que atraviese el puente con la catedral.

—Yo tampoco —dijo Grelier—, y a mí no me retienes a punta de pistola.

—Es un poco más complicado.

—Estoy seguro de ello. —Ahora más que nunca se alegraba de haber dejado su lanzadera lista para emprender el vuelo de inmediato—. Bueno, ¿alguien puede explicarse? ¿O es que se trata de un nuevo juego de salón en el que tengo veinte oportunidades de adivinarlo?

—Ha asaltado nuestra nave —dijo el hombre.

Grelier se giró para mirarlo a la cara mientras seguía limpiando los ojos del deán.

—¿Cómo dice?

—Los delegados adventistas eran una trampa —explicó el hombre—. Fueron enviados allí para hacerse con el control de la
Nostalgia por el Infinito
.


Nostalgia por el Infinito
—dijo Grelier—, ese nombre no cesa de surgir últimamente.

Ahora era el hombre quien parecía extrañado.

—¿Cómo dice?

—Habíais estado aquí antes, ¿verdad? Hace unos nueve años.

Los dos prisioneros intercambiaron miradas. Hicieron lo posible por disimular, pero Grelier estaba esperando algún tipo de respuesta.

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