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Authors: Maite Carranza

El desierto de hielo (19 page)

BOOK: El desierto de hielo
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Gunnar se partía de la risa; yo no. De pronto había recordado la trágica historia del monte Domen. Qué ingenua había sido. ¿Cómo no lo había relacionado con la historia de la noche de Beltebre? Pero Gunnar azuzaba al pobre camarero fingiendo un enorme interés en el relato.

—¿Alguien las vio?

—Pues claro, toda la población de Vardo las veía invierno tras invierno y esa noche las madres escondían a sus niños para que las brujas no les contagiasen el mal de ojo, y los pastores guardaban sus rebaños para que no muriesen de peste.

Eran Omar. Hablaba de las citas anuales en el monte escandinavo de las Omar, que habían reunido a miles de ellas en los tiempos antiguos. Hasta que sucedió la tragedia.

—Una noche, hace ya más de trescientos cincuenta inviernos, un joven capitán destinado a la región reunió a los hombre más valientes de Vardo y les propuso desenmascararlas de una vez para acabar con ellas.

Yo quería irme sin escuchar aquella historia triste, pero Gunnar tomaba cucharada tras cucharada de su plato humeante y atendía socarrón y curioso a las explicaciones del atribulado camarero.

—¿Les tendieron una trampa?

—Efectivamente. Eso hicieron. Mientras estaban celebrando su horrible fiesta subieron en silencio el monte armados con brochas y pinturas. Y en medio del desconcierto se lanzaron sobre ellas pintando a todas las que pudieron. Luego hicieron correr la noticia de que todas las mujeres pintadas eran brujas y tenían que ser quemadas en la hoguera. ¿Y saben quién fue la primera?

Yo lo sabía y me tapé los oídos. Gunnar ni se inmutaba.

—¿Cuál fue la primera bruja que quemaron?

—La mujer del capitán del ejército que comandó la expedición. Se llamaba Bridget y era muy poderosa y muy mala. Había embrujado al capitán. Él mismo encendió la pira con su antorcha, pero la bruja comenzó a cantar, él no pudo resistir su llamada maligna y se lanzó al fuego con ella.

La historia que yo conocía era diferente. Hablaba de un pobre amante desesperado y culpabilizado que dudaba entre su honor como miembro del ejército y su amor por aquella hermosa bruja Omar. Acabó lanzándose a las llamas por amor.

—Y entonces ocurrió lo peor.

—¿Lo peor? —preguntó Gunnar curioso.

—Mientras la bruja y su capitán se quemaban, ella maldijo a gritos el monte Domen.

Se me hizo un nudo en la garganta. Esa maldición no la conocía. ¿La bella y arrogante Bridget, quemada junto a su capitán, había lanzado un conjuro contra el monte Domen antes de morir?

—¿Y cuál fue la maldición?

El camarero los miró con una cierta lástima.

—No sé si decirla, parecen tan enamorados.

Yo rogué que callara.

—Prefiero no saberlo.

—Yo sí —se arriesgó Gunnar, bravucón.

—Maldijo a todos los amantes que se reunieran en el monte la noche de Beltebre. Serían tan infelices como ella y su capitán.

Me levanté corriendo de la mesa sin poder aguantar ni una cucharada de sopa más en el estómago. La historia me había removido las tripas y lo vomité todo, hasta la última gota. Regresé pálida y ojerosa y encontré a Gunnar solo, sorbiendo su última cucharada.

—Lo siento, creía que te divertía.

—No me gustan nada esas historias de brujas quemadas. ¿La conocías?

—No, pero sabía que el monte Domen estaba embrujado.

—¿Lo sabías?

—Es una leyenda.

—¿Y me llevaste a sabiendas de la maldición?

—No, te llevé porque sabía que estaríamos solos, tú y yo. Nadie pone los pies en el monte Domen por culpa de la leyenda de las brujas.

—No me gusta.

—Ahora me dirás que crees en las leyendas.

No sabía cómo decirle a Gunnar que esas mujeres existieron y murieron por culpa de irresponsables como el camarero, que hubiera jurado sin dudarlo haberlas visto degollando renos o raptando niños. Esas mujeres eran Omar que celebraban pacíficamente sus rituales de purificación año tras año. Eran comadronas, herboristas, poetisas y músicas, mujeres sensibles, inteligentes, preparadas y dispuestas a ayudar a las demás mujeres, como las pobres amigas de Helga, que vivían encerradas en sus casas, a merced del humor de su guerrero vikingo.

No podía decirle todo eso a Gunnar porque no me hubiera entendido. Pero Gunnar no era tonto y percibía que se había equivocado.

—Lo siento.

—Gracias de todas formas, ya sé que lo hiciste por mí.

Lo hizo por complacerme, pero por culpa de eso había provocado que la maldición de un amor infeliz cayese sobre nuestras cabezas. Y si eso era cierto, si Bridget había conjurado el sortilegio antes de morir, nadie excepto su espíritu podría anularlo.

A la mañana siguiente la maldición comenzó a manifestarse. El dueño del hotel devolvió su pasaporte a Gunnar, pero fingió haber extraviado el mío.

—Lo siento, no lo encuentro ahora. Si son tan amables de esperar un poco...

Yo palidecí y miré a Gunnar suplicante. Me entendió y me sacó del apuro.

—Teníamos pensado pasar a Finlandia y necesitaremos el pasaporte.

—Es que el encargado de noche no está y no sé dónde lo ha puesto —mintió el dueño.

Gunnar miró el reloj.

—Bueno, pues aprovecharemos para hacer una excursión a la isla y regresaremos para la cena. ¿Le parece que ya lo habrán encontrado?

El dueño sonrió.

—Seguro.

Salí del hotel con las piernas temblorosas. Gunnar tenía claro lo que debíamos hacer.

—Vámonos de aquí.

—¿Qué crees que ha pasado?

—Tu pasaporte lo tiene la policía y estarán contrastando tus datos con los que tiene la Interpol. Es posible que acaben por cruzar tu foto con tu auténtico nombre y que en ese caso te retengan.

—Pero... ¿por qué?

—Tu aspecto de niña no les ha convencido o han descubierto algo raro en tu pasaporte falso o... A lo mejor hay una orden de búsqueda y captura contra ti. Quién sabe.

Me quería morir.

—¿Y qué haremos? ¿Cómo saldremos del país?

—Por barco.

—Pero me pedirán la documentación.

—Donde yo te llevo no.

Confié plenamente en Gunnar y nos alejamos del fatídico monte Domen sin recoger mi documentación falsa. Atrás quedó mi nombre, Lorena Casas, y mi supuesta edad, veintidós años.

Nos detuvimos en un campamento de verano sami para comprar provisiones. Los sami eran los ancestrales pobladores de aquellas tierras yermas que habían sido arrinconados y desplazados a lo largo de los siglos. Son muy diferentes a los escandinavos de origen germánico y eslavo. Tienen un aspecto oriental, pelo negro y ojos rasgados, baja estatura y complexión robusta, y hablan una lengua que proviene de los Urales.

Nos perdimos entre el laberinto de tiendas. Los sami se trasladaban junto a sus rebaños en busca de pastos frescos y los niños corrían y jugueteaban con los perros samoyedos rodeados por nubes de mosquitos sin inmutarse. Yo, en cambio, cada día tenía nuevas picaduras y algunas de ellas hinchadas y dolorosas. Gunnar propuso proveernos de ropa de abrigo artesanal.

—Es la mejor, la que más aisla y protege.

Ellos mismos curtían pieles de reno y armiño, y cosían luego prácticos ropajes invernales: abrigos, pantalones y botas, que más tarde agradecí.

—Compraré carne de reno —murmuró Gunnar.

Y entró en una tienda donde fue hospitalariamente recibido por el que parecía ser el jefe de la comunidad.

Me dejó regateando el precio de una bonita gorra de armiño con un par de chavalines listos como el hambre. Y de pronto oí hablar en la lengua antigua. La lengua de las Omar. Me di la vuelta y me topé cara a cara con una vieja y venerable nutria. Era una bruja Omar de cabello blanco y ojos rasgados llenos de sabiduría. Se acercó a mí, susurrante, y me tomó por el brazo con una mano nervuda y acerada como una garra. Los niños dieron media vuelta y salieron corriendo. La respetaban y la temían. Posiblemente fuese conocida como la hechicera de la comunidad y eso los intimidase.

Yo me había quedado paralizada de la sorpresa. Lo último que esperaba encontrar era otra emisaria de mi madre. Y ahí estaba, reteniéndome y amenazándome.

—Selene, entrégate a la vieja Paltoö. Entrégate a la justicia Omar.

Fingí no comprenderla.

—No huyas, Selene, será peor.

Le negué el saludo que me brindaba, pero la vieja nutria me retorció el brazo con fuerza y contempló mi muñeca.

—Ha probado tu sangre, acabará contigo.

—¿Quién? —pregunté asustada.

—Baalat.

Me estremecí. No podía creerla, no podía hacerle caso. La vieja Omar insistió.

—Igual que Meritxell.

¡¿Qué estaba diciendo aquella nutria Omar?! Intenté desasirme, pero la vieja Paltoö tenía la fuerza de cien mujeres y me hizo lanzar un grito de dolor.

—Regresa con Deméter, tu clan te busca.

—Soy inocente, yo no maté a Meritxell.

—Baalat te persigue, ha dado contigo, niña. Únete al coven y lucharemos contra ellas.

—No quiero luchar contra nadie. Soy una mortal.

—No lo eres, Selene, eres una bruja. No me obligues a utilizar mi fuerza contra ti.

Y la vieja Paltoö sacó su atame y me lo mostró amenazadoramente. Me aterró, la imagen del atame hizo que me flaquearan las piernas. El atame era el arma que mató a Meritxell y ahora la nutria me amenazaba con clavármelo.

Forcejeamos, sentía los tentáculos de su fuerza presionándome e intentando imponerme de nuevo mi escudo, y me sentí prisionera e incapaz de huir. Paltoö me estaba conjurando y atándome con fuertes cuerdas. Había caído prisionera de las Omar. Deméter por fin había usado la fuerza contra mí. Apenas podía moverme, pero grité:

—¡Gunnar!

Fue lo único que atiné a decir.

Y Gunnar salió al instante de la tienda del jefe Aläk cargado de carne seca. Al verme peleando con la anciana que sostenía el cuchillo corrió hacia nosotras y, en un par de zancadas y sin atender a razones, arrebató el atame de manos de la vieja Paltoö, la separó de mí de un empujón y la contuvo.

—Quieta.

Me quedé fascinada. Estaba libre, podía mover los brazos y las piernas sin problemas. Gunnar había roto el embrujo que Paltoö estaba tejiendo, como una telaraña, alrededor de mi cuerpo.

—Vámonos de aquí —le supliqué acobardada, sin atreverme a mirar a Paltoö.

Gunnar me protegía con su brazo.

—¿Te ha hecho daño?

—No, pero vámonos.

—¿Lo quieres? —me preguntó ofreciéndome el cuchillo.

Gunnar creía erróneamente que me peleaba por el atame, pero si se lo dejaba a la vieja Paltoö, ésta podría utilizarlo en mi contra.

—Sí, quería comprarlo.

Sin dejar de abrazarme, él mismo le lanzó unas monedas a la hechicera, que, con los ojillos entornados, canturreaba entre dientes alguna letanía, seguramente para avisar a las Omar de mi presencia.

Gunnar me vio tan alterada que me dio a beber un poco de licor, me hizo respirar profundamente y luego arrancó el vehículo. Conducía con sumo cuidado y mirándome de reojo para comprobar que estuviese bien. Pero yo no respiré tranquila hasta que pasaron unas horas y nos distanciamos lo suficiente de la nutria Omar.

En mi mano aún sostenía el atame, y tentada estuve de lanzarlo por la ventanilla. Sin embargo, si lo tiraba, Gunnar no entendería nada. Así pues, lo guardé en mi bolsa y, al hacerlo, Gunnar me sonrió condescendiente.

—¿Es un cuchillo encantado?

Me quedé pasmada. ¿Cómo lo sabía?

—¿Por qué?

—Esa mujer era la hechicera. Es mejor no enemistarse con ellas, son peligrosas.

—Gracias por sacarme del apuro.

—Y tú procura no meterte en más líos. Recuerda que escapamos de la policía.

Gunnar tenía razón, pero yo también, aunque no podía decirle que esa mujer era una bruja Omar enviada por mi madre para detenerme. Me sentía impotente.

—No quiero ver a más mujeres a mi alrededor. Las odio.

—No las verás durante mucho tiempo.

—¿Por qué?

—Embarcamos en un ballenero.

—¿Un ballenero?

—Es la única manera de trasladarnos a Islandia sin documentación.

—Pero...

—¿No recuerdas que somos fugitivos?

Y en su interrogación retórica, un reproche implícito me hizo callar. ¿Acaso Gunnar dudaba de mi inocencia?

Capítulo 8: El ballenero

Nunca había estado a favor de la caza de ballenas. Es más, había participado en manifestaciones contra esa pesca que amenazaba con exterminar a los mayores mamíferos acuáticos del planeta. Pero Gunnar me convenció de que la pesca de las minke era diferente.

—Es una pesca tradicional, familiar, que se ha practicado desde siempre en la costa noruega.

—¿Y eso mata menos a las pobres ballenas?

—Claro. Se pescan menos y se aprovecha todo: la carne, la grasa, el aceite y las barbas.

—No, si al final los cazadores de ballenas van a ser buena gente y todo...

—No te confundas. Los que casi han exterminado a las ballenas son los pesqueros industriales, que encima sólo aprovechan el aceite y lanzan el resto al mar. Eso es un desperdicio.

—¿Las minke, dices? —pregunté con cautela.

—Es la ballena barbuda más pequeña de todas, menos de diez metros. Como tres vacas. Con ella se alimenta una familia todo el invierno.

En realidad no había mucha diferencia con nuestra matanza del cerdo.

—¿Sufren?

—Los fusiles de arpones actuales no tienen nada que ver con los antiguos arpones, que simplemente las herían; su agonía era muy larga. En cambio, ahora mueren casi instantáneamente.

Me convenció de la eficacia de los nuevos métodos.

—¿Y nos llevarán a Islandia?

—Ése es el trato. Se desviarán de su ruta para dejarnos en Rejkiavik, sin pasar por aduanas ni declarar a la policía, y así se aprovisionarán para el regreso.

Embarcamos esa misma tarde en Reine, un delicioso puerto, al abrigo de los vientos, conocido como la perla de las Lofoten. El encanto de sus montañas y sus costas pobladas por gnomos y pescadores se contagiaba a los balleneros.

En lugar de hombres rudos y tatuados que escupían sobre los tablones de madera del buque, me encontré con una tripulación risueña, afeitada y joven. Se presentaron por sus nombres y, como todos se parecían en las efes y en los ojos azules y eran igual de encantadores, rubios y esbeltos, me parecieron los hermanos pequeños de Gunnar, un ejército de vikingos angélicos. Acabé por bautizarlos como los bersekers del mar. Eran casi divinos, sólo les faltaban las alas blancas para echarse a volar.

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