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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

El desierto y su semilla (22 page)

BOOK: El desierto y su semilla
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* * *

Dina interrumpió el monólogo de la vieja. Sin decir palabra, la tía se fue a algún cuarto. Comimos la carne seca, los dos en la sala, en silencio pero con ganas, bajo la mirada atenta que desde un póster nos dirigía Paul Newman. Después tomé unos whiskys. Consideré que, si no fuese por mi viaje del día siguiente, ésta hubiera sido una buena oportunidad para cambiar nuestras relaciones: un par de besos, dos palabras… y Dina se olvidaría por completo de la aparición nocturna y evanescente que durante veinte meses había sido para mí. No era una mujer voluptuosa; estaba seguro de que a ella no le costaría convertirse, por indolencia y simpatía, en una compañera fiel. Pero debía confesarme a mí mismo que la cualidad que más me atraía en ella resultaba precisamente esa evanescencia nocturna que me liberaba de todo compromiso. Consideraba, en aquellos tiempos, que había cumplido totalmente con Dina: jamás le había pedido ayuda.

Me besó y se desnudó. Tenía piernas y brazos largos, pero un cuerpo compacto en el que los volúmenes y oquedades se presentaban con timidez, creando sombras y modelados suaves pero firmes. Todo en ella era materia positiva, que no necesitaba abismos que la sostuviesen. Su piel se extendía con firmeza, en espera de la caricia, una caricia que producía en mí el efecto parecido al que sentía al palpar con los ojos cerrados una estatua pulida. Pero el cuerpo de Dina no era de mármol ni ninguna otra roca; casi me sorprendió cuando lo toqué y cedió allí donde mi dedo apretó, en el extremo superior del esternón.

En la salita, entre muebles tapizados con plásticos de colores chillones que parecían hechos con la intención de rechazar cualquier cosa tibia que se les acercase, el cuerpo de Dina se destacaba por contraste, por su disposición para aceptar todo, y la certeza de poder recibirlo todo. La miré con detenimiento: una cara que sostenía su presencia ante la desnudez, tan leve y notable, al mismo tiempo, que lograba el equilibrio con el cuerpo. Por un giro de su cabeza, se destacó en ella, como un flechazo, el tendón que en el cuello unía el rostro con el pecho, transportando el alto triángulo que formaban los ojos y la boca a otro mayor, pero de proporciones parecidas, formado por los pezones y el ombligo. Mi mirada saltaba de la cara al cuerpo y del cuerpo a la cara… Los artistas son víctimas de los géneros —me dije en mente—, ningún pintor había logrado el equilibrio entre retrato y desnudo que conseguía Dina.

Detuve mis ojos en su cara. En el ceño, ceja y arco coincidían, pero cerca de la sien se separaban un poco y el hueso mostraba allí su perfil inmediatamente debajo de la piel fina. Los párpados no necesitaban maquillaje: las órbitas huesudas sombreaban naturalmente, en cuanto la luz se inclinaba, los ojos hundidos.

Dina era una mujer a la que le gustaba acodarse apenas encontraba la oportunidad. Muchas veces la había visto recostada sobre el pequeño mostrador del bar o sobre una saliente del muro del Corso, mientras un cliente le hablaba. Cuando se acodaba, sus dos hombros se elevaban hasta muy cerca de las mejillas y se podía apreciar entonces su cuerpo, tan a contramano de las divas neorrealistas en boga por esos años de abundancia. Había que tener coraje para trabajar entonces con ese cuerpo. Callejeaba con un aire desvalido, quijotesco, pero por suerte tenía poca competencia en ese sector tranquilo y alejado del centro.

Un día, en el bar, a poco de conocerla, en uno de esos acodamientos —esta vez sobre el
juke-box
en el que sonaban las nostalgias de «Aquel muchacho de la vía Gluck» entonadas por un desganado Celentano— me fijé en su brazo, primero; en un fragmento del mismo, después, hasta que el foco se hizo tan pequeño que se convirtió en una plano sin referencias. Así pude apreciar la naturaleza de esa piel, pálida, predispuesta a reanimarse, con una cualidad hipnótica que invitaba a no pensar. Desde ese día, me acostumbré a mirar fragmentos de ella, haciendo abstracción de su cuerpo. Pero en la salita de su departamento, después de comerme el suculento bife envigorizante y reseco, miré por primera vez su cuerpo como totalidad.

Me di cuenta, con alarma, que yo era el único que testimoniaba ese momento. La impresión del cuerpo de Dina, que ya había traspasado mis ojos para filtrarse en mi memoria, se convirtió en una responsabilidad, pacto que sin palabras ni firmas me ligaba para toda la vida con esa imagen. Barrunté que algo parecido debía esconderse detrás de todo compromiso de fidelidad: imágenes del otro que sólo nosotros presenciamos y que nos hacen testigos y depositarios de lo más valioso y frágil de esa persona, su existencia contingente, que necesita de nuestro testimonio para no desaparecer. Una obligación de vivir conservando los mejores momentos del ser que amamos. No me sentí cómodo.

Mientras estuvo de pie, desvistiéndose, Dina se mostró delgada, casi sin volúmenes, pero al recostarse sobre el sofá, le nacieron curvas de sensualidad imprevista, y el triángulo de ombligo y pezones se convirtió en una vela tensada, con sus músculos bien marcados en el abdomen y elongados en los brazos. En cada movimiento, en cada torsión, aparecía fugazmente una venus nueva, por un momento con el dorso de la pierna apretado contra el muslo, por otro, con el vientre que se abultaba al levantar las rodillas. Entonces, unos pequeños rollos de piel e insospechada gordura resonaban ante cualquier movimiento del resto del cuerpo.

Al acodarse sobre la tela, verde, rígida, amarilla y artificial, surgió una cadera poderosa allí donde antes parecía esconderse sólo la delgadez. Me pregunté cómo podía curvarse tanto y con tanta flexibilidad un hueso y su piel. La pelvis se había convertido en el trazo dominante que desencadenaba las formas del resto del cuerpo. El muslo había cobrado coherencia por proximidad a la cadera, le hacía eco a un ritmo que anunciaba o resolvía el trazo poderoso e iluminado del sacroilíaco según los ojos se fijasen primero en la cadera y después en el muslo, o a la inversa. En cualquier dirección que tomase la mirada, cada forma del cuerpo de Dina invitaba a comprender la próxima. Así supe que la belleza es totalidad, continuidad que se desarrolla en todas las posibilidades.

Una vez recostada sobre el sofá, se apoyó sobre un codo, mientras su brazo libre caía sobre la cintura, con la mano apoyada en el tapizado. Quise conservar también ese instante. Los dos pasos que nos separaban producían una Dina entera, completa y nueva. Quedamos suspendidos unos segundos.

Después, tuvo un momento de abandono y se tendió, levantando el brazo que antes descansaba sobre la cadera y que, en ese momento de apertura de su cuerpo, quedó casi pegado a la mejilla. Una sombra modeladora cubría esa parte de la cara de Dina; otra más clara recorría el brazo, pero en ambas, la tonalidad pálida de la carne vencía a la oscuridad y se trasparentaba como un desafío silencioso… sin colgajos que confundiesen brazo con mejilla.

Desvié mi mirada, primero hacia el sofá, después hacia la vulva de Dina, que, con, el vientre y los muslos, absorbían la luz de un velador encendido sobre una mesita, al lado del sofá, a los pies de la mujer. Miré nuevamente todo su cuerpo. «Si la beso, aniquilo este instante único y este sentimiento lírico que me inspira.»

No estaba frente a un cuerpo perfecto y suspendido fuera del tiempo: llevaba una cicatriz de vacuna; tenía demasiado marcados los abdominales, por causa de su trabajo; la ropa interior dejó una línea de color rosa viejo apenas por debajo del ombligo; le habían salido callos en los pies, de tanto estar parada en el Corso de Porta Vigentina, pero el conjunto en sí permanecía alejado de la historia de los detalles.

Había cometido un error al concentrarme sólo en una pequeña fracción de piel del brazo, aquel día en que la vi acodada en el bar, y estaba cometiendo otro error al fijarme en callos y vacunas. Dina era infragmentable; resultaba inútil tratar de deducir algo de sus labios o de sus músculos abdominales, porque ella era el principio mismo de la unidad. Cada parte de su cuerpo existía tomando en consideración a la que la continuaba. Recordé mi Nietzsche: «tu cuerpo no dice “yo” mas actúa como Yo». Era con toda ella con lo que yo tenía que actuar, no con sus fantasmagorías ni fragmentos de su piel. Sentí calor y el pantalón tenso. Di un paso en su dirección.

Dina comprendió que yo estaba conmovido. Cerró sus ojos y acercó sus labios. Tomé de mi bolsillo la navaja. La saqué sin vacilar y le corté un pómulo. Pude ver el hueso por un segundo, antes de que se cubriese de sangre. También tuve tiempo de aplicar un segundo corte en la cara, antes de que Dina abriese los ojos horrorizada, no por las heridas, sino porque no entendía lo que estaba ocurriendo. Recuerdo que en aquel momento pensé que sus cicatrices serían vistosas, pero no graves.

Le pregunté qué comisión le habían dado aquella vez en la tratoría, cuando me estafaron con la historia de
l’etto
. Ella enterró la cara en el sofá hostil, que no absorbió su sangre.

X

Voice assumes mouth, eye, and finally face, a chain that is manifest in the etymology of the trope’s name, «prosopon poien», to confer a mask or a face (prosopon). Prosopopeia is the trope of autobiography, by which one’s name (…) is made as intelligible and memorable as a face. Our topic deals with the giving and taking away of faces, with face and deface, «figure», figuration and disfiguration.

Paul de Man

(La voz asume la boca, el ojo y finalmente la cara, una cadena que es manifiesta en la etimología del nombre del tropo, «prosopon poien», conferir una máscara o una cara [«prosopon»]. Prosopopeya es el tropo de la autobiografía, por el cual el propio nombre (…) se convierte en tan inteligible y memorable como la cara. Nuestro tema se vincula con el dar y el quitar caras, con cara y descaro, «figura», figuración y desfiguración.)

Viajamos con Eligia al día siguiente. Atrás, abajo, quedaba Milán, misteriosa y mía. En nuestro país, los tratamientos se prolongaron durante varios años más: una cicatriz que se pulía, retoques quirúrgicos en las manos para que pudiese extender con comodidad.

Todos elogiaban el trabajo del profesor Calcaterra, principalmente los médicos locales, que escribían a Italia para pedir la secuencia fotográfica. Eligia era —también— una ilustración en algún tratado de cirugía, con cintita negra sobre los ojos para que no se la reconociese, o planos detalle que sólo mostraban fragmentos de su cara.

En la calle flotaba otro aire, distinto de las alabanzas doctorales. Los chicos seguían fijando sus ojos en la piel de parches desentonados, en la forma desmoldada de su cara, mientras los adultos prorrumpían en una catarata de elogios —evidentemente forzada— sobre lo bonita que había quedado. A pesar de que la familia le ofreció mudarse, prefirió instalarse en el departamento donde habíamos vivido Arón y yo. Por mi parte, me mudé a un departamento de un ambiente —pieza de soltero— a tres cuadras de donde vivía Eligia.

Con el empuje que todos le conocían, se sumó otra vez a la vida política, siempre fiel a las ideas de desarrollo racional de la educación. La historia le jugó un enroque curioso. Se reveló en el 71 que el cadáver hermoso e intacto de la mujer del General no había sido arrojado al río, como se anunció en 1965, sino que permaneció escondido en Milán, en un sepulcro anónimo, no muy lejos de la clínica. Ambas habían estado a miles de kilómetros de su patria: una, perfecta, eterna, enterrada a escondidas y bajo falso nombre; otra, destrozada, ansiosa de trabajar, tratando de regenerar su propio cuerpo bajo la mirada asombrada de todos.

El partido político de Eligia se alió, en las luchas electorales que siguieron, con el del viudo General. A ella la designaron para hacer campaña en la provincia de las sierras en donde el padre de Eligia había sido gobernador, caudillo… y primer y acérrimo enemigo del General.

Eligia se había planteado el dilema entre la memoria de su padre y la certeza de que nada se podría lograr sin el apoyo popular. «Voy a ir a las sierras para hacer campaña en favor del frente generalista —me dijo—. El partido de papá (opositor declarado también del pequeño partido de tecnócratas de Eligia) me va a atacar con todo, pero no veo otra salida… Ahora es el momento de las reconciliaciones y las alianzas…» Corría 1973.

El mapa político de mi país hervía después de seis años de gobierno de facto. Se intentaban nuevas combinaciones, pactos, aparecían fuerzas inesperadas. Yo, como siempre, no opiné ni actué; cada acontecimiento me desconcertaba más. De mi país, mejor no hablar, como me había recomendado Eligia en la cárcel, cuando yo tenía diez años. Mejor no mencionar nada.

El mapa político de mi familia tendía a convertirse en un laberinto móvil: los padres de Arón habían sido conservadores; él, anarcoindividualista stirneano; el padre de Eligia, constitucionalista y furibundo antigeneralista; ella, desarrollista y por lo tanto, miembro del frente que comandaba el General.

La acompañé al acto de apertura de la campaña en su provincia. Habló en un pueblo pequeño. Cada uno de los partidos y partiditos del frente electoral había anotado su orador, de manera que la lista era interminable. Cuando le tocó el turno a ella, pronunció un discurso parco, citó cifras detalladas con las que demostró cómo la educación había retrocedido durante los gobiernos de facto. El público no prestó atención a sus palabras, y cuando mencionó el «aumento del índice de repitencia primaria» como dato contundente contra el gobierno de facto, algunas sonrisas se cruzaron entre los espectadores, mezcladas con cabeceadas somnolientas y resoplidos de fastidio.

El público estaba sólo interesado en el coraje de la oradora, que daba la cara a la adversidad, lo cual era considerado como una virtud mucho más importante que el análisis de las estadísticas de educación. Pero ese toque personal y emotivo era precisamente la nota que Eligia nunca iba a tañer. Si hubiese hecho alguna referencia, aunque indirecta, sobre sus sufrimientos, se habría ganado el fervor del público. Pero no la hizo.

La despidieron con el reconocimiento por su estoicismo; sin el entusiasmo con que se aclama el coraje. El acto transcurrió envuelto en fórmulas retóricas repetidas, pero después hubo un asado.

En la noche, las vaharadas de chivitos crucificados invadían las aulas de la escuela en la que se festejaba el inicio de la campaña electoral. Con Eligia, nos retiramos a las dos de la madrugada. Al cruzar el patio pasamos cerca de uno de los fogones. Una anciana de más de ochenta hablaba rodeada de gente humilde.

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