El desierto y su semilla (24 page)

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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

BOOK: El desierto y su semilla
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—Perdón… ¿qué es un «emisor»?

—Tiene un sentido un poco más amplio que el de «enunciador».

—¿O sea?…

—Mira, si te movés con Austin, es algo cercano a «locutor», que se opone a «alocutorio» y «delocutorio».

—No conozco a Austin.

—Bueno… tendrías que conocer las categorías actanciales. En este terreno se podría hablar de «destinador», el que da las cartas…

—¿Dar las cartas es bueno o malo?

—¿Bueno? ¿Malo? No me digas que todavía te manejas con esas oposiciones. Hablas como si creyeses en el sujeto, el conocimiento y la ética. ¿No serás un idealista?

—¡No…! Si de Kant no entiendo nada…

—O peor… ¿No serás un humanista, vos? ¿No? —me miró con un poco de lástima.

—No… ¡Qué voy a ser…! Si no pude terminar mis Humanidades… Si le hubiese hecho caso a mi vieja… ¡Sabes los laburos que me perdí por no conocer latín!… Estaría bien forrado y a miles de kilómetros del famoso Aron Gageac y todas sus «emisiones»…

—Lo que yo necesito —me dijo el licenciado— es un poco de información objetiva. ¿No sabes si aparecieron críticas a sus libros en las secciones literarias de los diarios de la época?

—No aparecieron, ni para destrozarlo. Le hicieron la cruz en los círculos literarios: contrera y traidor de clase. No te olvides que el hijo de nuestro poeta nacional fue jefe de policía en aquellos tiempos. Cuando asumió el cargo, Arón estaba preso porque había organizado alguna chirinada; a uno de los primeros que se encargó de fajarlo personalmente fue a él. ¡Qué dúo! ¿No?

—¿Qué amigos de Gageac viven?

—Ninguno… Los amigos le duraban semanas, a lo sumo meses. Se puteaba con todos. Al final, quedó casi completamente solo.

—¿No guardas los libros de su biblioteca?

—No. Los que valían algo los vendí… No me mires así, vos sabes que pasé malarias muy feas, semanas enteras a ginebra y arroz, y a veces no me alcanzaba ni siquiera para salchichas. Cuando te toca un viejo que se cree el marqués de Sade y se gasta la guita en construir monumentos a la pasión, terminas a arroz y salchichas… ¿Qué podía hacer? Viví siempre en departamentos de un ambiente. ¿Cómo iba a guardar una biblioteca de regular tamaño, si ni siquiera entraban dos muebles locos?

—¿Cartas? ¿Diarios privados? ¿Manuscritos sin terminar?

—Él quemó mucho papel antes de suicidarse… A propósito… ¿no me podes prestar un ejemplar de ese último libro?

—Mira… No es bueno… Se te va a caer de las manos.

—Quiero echarle una ojeada… por curiosidad.

—El que tenía lo presté.

* * *

LA LOCA DE LA CASA NO SE RINDE: LAS DIFICULTADES DE LA LÍRICA EN LOS TIEMPOS DEL MERCADO

La actitud lírica, que es una de las posibilidades de la existencia del hombre —Goethe la llamaba «especie natural»— ha sido duramente golpeada por la reciente metástasis de los mercados…

La lírica (¡vamos Wolfgang Kayser todavía!) nace de la fusión del sujeto y el objeto. Esta posibilidad se nos presenta como uno de los senderos existenciales unificadores del ser, junto con la religiosidad, la idiotez o los estados de conciencia artificialmente alterados (en una relación en la que el ensanchamiento de algunos de estos senderos, como los de las alteraciones artificiales o la idiotez, revela la desaparición de otros, como el misticismo o la lírica)…

Como todo lo nuclearmente humano, el trabajo lírico es solitario y por ello, despreciable, en tanto la industria de la cultura no lo procese, tergiversándolo. Este acoso del mercado al corazón del hombre ha sido combatido por los artistas con retiradas estratégicas («la poesía no vende») o creaciones que no dejan ningún producto apropiable (happenings, perfomances). Las filosofías de hoy asocian lo lírico con la negación de la pluralidad, el elitismo o la irracionalidad. La vacuna es Goethe. El pensador alemán se opuso al arte como voluntad desatada, aun antes de que Schlegel concibiese el Yo absoluto de la irracionalidad romántica. La lírica goetheana nace de una especie particular de saber. Para precisar la naturaleza de ese saber, conviene recordar a Karl Löwith, que destaca dos puntales del pensamiento goetheano: primero, el carácter creador y autónomo del sentimiento lírico está referido siempre a una obra colectiva (la catedral «bárbara» de Estrasburgo o la canción popular) no a un yo panteísta y absoluto; segundo: lo lírico se reconoce en una Naturaleza (en su caso, el Mediterráneo de la Antigüedad), que representa en la visión goetheana el hacer y el padecer del hombre en una unidad perceptible: «al unísono, el hombre capta el mundo desde sí mismo y a sí mismo desde el mundo»…

Lo lírico prescinde de las relaciones sociales, es autosuficiente, se emite y recibe desde la soledad, la intimidad sagrada sólo compartida con lo sagrado; su voz es un silencio cargado de significados negativos: no pretende que el amor se resuelva en sexo, no pretende que la muerte se esconda en el consumo eterno, no pretende que la melancolía se disperse en el turismo. La palabra que pronuncia lo lírico sólo puede palpar los alrededores de su propio núcleo, puesto que la actitud lírica nace sin diálogo, pero lo fundamenta en el límite del silencio y el grito…

El núcleo de lo lírico permanece ajeno al tiempo y la contradicción. Desde su excentricidad, destruye la lógica, la gramática, las racionalidades, puesto que en su carácter de actualización primaria no se rinde nunca a las sistematizaciones…

Aunque los universitarios de hoy no presten atención al fenómeno lírico, los poderosos en la tierra lo reconocen inmediatamente por la capacidad que tiene de reventarles todo el sistema, con créditos y televisor incluidos. Ésta es una característica muy tenaz del género que analizamos, precisamente porque no tiene la intención de reventar nada ni de transgredir, y mucho menos la intención de dominar o venderse. La lírica nunca se fió de la Historia, el Progreso, la Revolución, el Mercado o la Cultura. Realiza el ideal de encontrarnos con la Naturaleza y nuestros semejantes, sin destruirla ni dominarlos. Ninguna de esas palabras con mayúscula puede decir lo mismo. Sólo lo místico ofrece una actitud similar.

Lo lírico se enuncia como una oferta elevada al azar, sin expectativas de recepción. Elude la comunicación de masas y con frecuencia también el yo-tú. Es una oferta sin condiciones, señalada por la predisposición del sujeto y no por el precio del mercado, es una oferta que en lugar de someterse a la demanda, se presenta ante la libertad.

XII

?, ? enero de 1979

Vuelvo al departamento donde vivieron Arón y Eligia pero no Arón con Eligia. Abro las ventanas para disipar los meses de aire encerrado. Los torrentes de calor se pasean por los cuartos. Vine para llevarme los objetos que pertenecieron a Eligia antes de que el departamento se ponga en venta. Remoloneo en la cocina y el comedor, atareándome con vajilla sin importancia. Huelo encierro y humedad, pero no hay olor a alimentos ni especias. Encuentro algunas botellas abiertas de licor barato que Eligia usaba para postre, y una, casi terminada, de whisky, de la misma fuerte marca escocesa que le gustaba a Arón. Como no valen la pena el trabajo de mudarlas, decido tomármelas.

Sólo cuando la tarde empieza a declinar y su luz se filtra a través de las ramas secas del balcón que nadie ha regado desde octubre, me animo a entrar en la biblioteca. Ato en paquetes los pocos libros que restan. Finalmente abro el cofre. Debajo del
paper
, en un nivel estratigráfico incierto, que no permite asegurar quién la guardó, encuentro la última novela de Arón.

La devoro mientras termino un licor color granada traslúcido y paso a otro opaco y espeso. El libro es un torrente de resentimiento absoluto. Lo que en los años treinta había sido elogiado como su «capacidad de jugarse entero», terminó, a comienzos de los sesenta, en un grito de rencores estentóreos: odiaba a las mujeres, los deportistas, el Papa, los judíos, los lectores, los yanquis, los revolucionarios, los amigos, los empresarios, los periodistas, las personas prepotentes, las personas serviles, los gitanos, los intelectuales...

Leo: «¿Por qué no negar al hijo engendrado más por curiosidad que por deseo? ¿Qué obligación de amar al nacido? Que carguen ellos con su vergüenza y no yo con su perdón».

Trato de imaginar qué lugar puedo hacerme yo en ese texto y no encuentro ninguno. Trato, también, de rechazar de plano todo lo que me vincule con esas letras impresas y su autor. La indignación me hace dar un respingo. Releo algunos pasajes: ha ido mucho más allá que los borrachínes, ha construido un espacio en el que es imposible reconocer un límite. Abrió un desierto al que no se le ven fronteras, género de mal que ya no necesita ejercitarse en la agresión, porque se ha encerrado en un orbe en el que no cabe lo humano; un mundo narcisista, que se crea a sí mismo, que corta toda relación, toda perspectiva, toda reunificación. Ha elegido mirar hacia el vacío, el grado cero de la esterilidad, producir donde no se produce ni se admite ningún defecto, porque reconocer un defecto supone ya admitir que existe alguna perfección: el grado cero de la esterilidad. Para llegar voluntariamente al desierto, Arón ha desandado su amor por Eligia y su trayectoria política rescatable de los años treinta. En su vínculo con estos dos temas cruciales —mujeres y política— existe una diferencia. Su agresión a lo femenino se apoyó sobre motivos egoístas. Como todos los hombres de su época se creía superior a cualquier otro en asuntos de mujeres, y desde muy joven se resentía con ellas por no ser el amante exclusivo de todas.

Pero en el plano político, parecía bien encarrilado, altruista... ¿Por qué había concluido atacando todo aquello por lo que había luchado?

Ya sin mucha lucidez, trato yo mismo de esbozar una explicación. Supongo que sus primeras embestidas se originaron en un sentimiento auténtico pero contradictorio con su clase. Al no encontrar en la política el freno de otra voz, como en al amor encontraba el freno de otro cuerpo, se abalanzó sobre los ideales con más ingenuidad que planes. Marchó preso y le pegaron. Conoció el odio; le gustó más que los ideales, y ya no se separó de él. Para colmo, durante los años más duros de la década del treinta fue uno de los pocos que combatió. Cuando pasaron esos tiempos infames, sus propios correligionarios lo evitaban por su carácter violento y no le reconocían ningún mérito. Hasta el viejo Presotto, el padre de Eligia, gobernador de las sierras, lo mandó detener por rumores de que andaba en otra conspiración, y ordenó allanar la estancia que Arón tenía en aquella provincia y secuestrar las doscientas armas que le encontraron escondidas en el casco, en la enorme tumba de «doscientos pies» donde yacía el cadáver destrozado y quemado de su primera esposa —la que había caído durante un raid aéreo— hacia Levante, y hacia Poniente, en la escuelita para el personal, donde Eligia dio sus primeras clases. Apenas salió de esa detención que le infligió el viejo, se casó con la hija de Presotto, que tenía dieciséis años. Así sumó su megalomanía sexual a su resentimiento político. Cuando decidió separarse para siempre, veintiocho años después, escribió antes este libro que tengo entre las manos...

La explicación no me convence mucho; cualquier otra me parecería también insuficiente. Entre el hombre que construía escuelitas y monumentos al amor de más de setenta metros de alto y el que arrojaba ácido a su amada, hay una evolución que no puedo entender. Mi fracaso por comprenderlo me ata a él.

Una y otra vez se me aparecen asociadas su aberrante caída ideológica con su separación de Eligia y con el ácido que le tiró. «¿Cómo se le puede hacer daño a una mujer indefensa?», me pregunto estupefacto.

Arón había escrito este libro que tengo en mis manos, mientras vivía conmigo, solos los dos. Trato de recordar esos tiempos. Nos hablábamos poco y tomábamos mucho. Yo despreciaba sus escritos, y me esforzaba por diferenciarme de él, pero había compartido voluntariamente la atmósfera insana de ese departamento, y quizá contribuido a ella. Ahora, la opción parece ser, para mí, o parricida de su memoria, o resentido por herencia, sin beneficio de inventario; o vulgar imitador en la copa y el balazo. No debo quedarme solamente en la negación de Arón. Tengo que dar vuelta esta historia.

«¿Cómo pudo hacerle daño a una mujer que lo había querido tanto?», me he preguntado unos minutos antes: como lo había hecho yo, dos veces, en Milán, con Eligia y Dina. La tormenta de Arón jadea dentro de mí. Todas las reflexiones que me he planteado respecto de Arón, valen también para mí. Parece la única puerta que me dejó entreabierta. Comprendo que esa abertura hacia el abismo quedará en mí para el resto de mi vida. No sé qué voy a hacer con ella, pero sobre todo no sé qué va a hacer ella conmigo.

Quiero moverme; ha pasado la medianoche. En una bolsa para la basura, arrojo las cremas para la piel de Eligia y los maquillajes con los que trataba de disimular los injertos. En el fondo del mismo botiquín encuentro las aguas de colonia que habían pertenecido a Arón, reconcentradas en sí mismas después de catorce años de quietud. También están allí todos sus artículos de tocador, tal como él los había dejado, sin que Eligia, durante los doce años que vivió aquí después del suicidio de Arón, ni yo durante mi regreso de ocho meses antes de viajar a Italia, los tocásemos. La máquina de afeitar tiene barbas de la última pasada.

Luego es el turno del dormitorio. Los cajones del ropero guardan las blusas severas de Eligia en la superficie, pero debajo están las camisas amarillentas de Arón, de cuello y puños duros, que ya eran un anacronismo en los sesenta. En los percheros cuelgan los
tailleurs
de ella junto a los trajes cruzados y gangsteriles de él. Eligia no se había desprendido de ninguna de las pertenencias de Arón. Los objetos se habían acomodado juntos durante doce años.

De pronto me golpea una duda, con más fuerza que cualquier certeza. ¿Leyó ella el último libro de él? Comparo fechas. «¡Imposible!», me dije con alivio; había sido impreso pocos días antes de la agresión y nunca fue distribuido, como seguramente tampoco ocurrirá con este texto si lo descubre el resto de mi familia. Pero no puedo negar que —como las camisas y los trajes en el ropero— el tomo había permanecido en el cofre durante doce años en los que también Eligia guardó allí sus recuerdos de papel. ¿Lo leyó y abominó del texto pero amó al hombre? ¿Qué sentimientos confusos había experimentado? ¿O fue tan sabia que ni siquiera abrió las tapas? ¿Hay candor una vez que se acepta convivir con el mal? ¿Qué terrenos son estos, de los que nunca nadie habla? «Si uno ama sin límites a otro que no lo merece, tarde o temprano, la grandeza de ese amor convertirá al otro en alguien digno de ese amor.» ¡No me vengan con sermones! ¿Qué ocurre si «tarde» queda más allá de nuestras vidas y entendimiento? Estoy en el punto exacto en que Dios no es más un sermón y se convierte en una necesidad. Le pido misericordia en su ira inteligente, que lleve a buen puerto mi historia heterogénea y grotesca.

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