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Authors: José L. Collado

El día que murió Chanquete (19 page)

BOOK: El día que murió Chanquete
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—Quiero aprovechar este momento para anunciar oficialmente que ha conseguido usted el título de Licenciado en Queerology con la distinción Cum Laude. Procedo a hacerle entrega del diploma.

Le beso suavemente en los labios, pero me coge de la nuca y me mete la lengua hasta la campanilla. Yo le correspondo en un beso largo, apasionado, que pronto se acompaña de caricias frenéticas por ambas partes.

—¿Quieres subir? —interrumpo.

—No, no, debo volver a casa —sonríe, pero su mirada no es limpia—. Por cierto, ¿no habrá una habitación libre en tu casa?

—¿Qué? —no pillo la broma.

—Hay algo que no te he contado antes —sigue sonriendo, pero mi Chanquete Grillo me avisa con un fuerte zumbido de oídos—. ¿Recuerdas que el viernes casi perdemos el vuelo por mi culpa?

—Sí —no sé si sonreír o echarme a temblar.

—Mi mujer no me dejaba salir de casa.

—¡Cómo! ¿Por qué?

—Porque sabía adonde iba y con quien —sigue sonriendo, pero sus ojos se pierden en el salpicadero con un reflejo de locura.

—¡Qué! ¿Y cómo se enteró?

—Yo se lo dije —saltan todas las alarmas en mi cabeza y una oleada de calor me deja mudo—. Bueno, en realidad sólo le confirmé lo que ya sabía.

—Pero... ¿Cómo...?

—Parece que no es tan tonta como yo pensaba. Sospechaba desde hace tiempo, por mis salidas hasta tarde, manchas en la ropa, olores... En fin, que no es tan estúpida. El jueves llamó a mi trabajo y le dijeron que no había ninguna feria en Londres y que me había cogido el viernes libre.

—¡Hostia! —exclamo en español— ¿Y por qué no le dijiste que tenías un lío con otra mujer? Quizá con el tiempo te hubiese perdonado y...

—No es tan fácil —su sonrisa se ha petrificado en una mueca sombría, la mirada fija en la oscuridad más allá de los faros—. Cuando se enteró de que la engañaba...

—¡Qué!

—Entró en mi ordenador y lo vio todo. Mis fotos, tus fotos, contactos, mails... —le brillan los ojos; son los ojos de un loco resignado a que nadie crea que no está loco—. Pero como es tan torpe que no sabe ni encender un ordenador... obligó a Sean a hacerlo.

—¿A tu hijo?

Asiente con la cabeza y una lágrima le resbala mejilla abajo. Mira abstraído la palanca de cambios y repasa con el dedo el esquema de las marchas. Se hace un silencio insoportable, la lluvia golpea ensordecedora el techo del Fiat y lo único que puedo hacer es compadecerle en silencio.

—Lo vio todo... Mi hijo de doce años lo vio todo... ¿Cómo voy a mirarle a la cara ahora?

Ríe nervioso y se le escapan más lágrimas que enjuga con los nudillos. No tengo respuesta. Tiemblo. Un pensamiento me ataca de repente desde la retaguardia y sale de mis labios en forma de susurro en español.

—Y aun así ha venido a Londres conmigo...

—Te lo dije —me mira a los ojos con su cara de loco desesperado: me ha entendido—. Por nada del mundo me hubiese perdido esto. Por nada del mundo...

Estoy paralizado. El nudo en mi estómago asciende garganta arriba arrastrando consigo visceras desgarradas que me amargan el velo del paladar. Huelo mi aliento fétido al decir con un hilo de voz las únicas palabras que soy capaz de articular.

—Lo siento.

—¡No lo sientas! La culpa es sólo mía... Pero ten clara una cosa: no me arrepiento de nada, este fin de semana he sido absolutamente feliz... Y todo gracias a ti... Jesús, yo...

No le dejo terminar, no quiero saber lo que va a decir.

—Tengo que irme, lo siento.

Salgo del coche sin mirarle a la cara, y sin volver la vista cruzo el jardín encharcado y entro en casa temblando, empapado por fuera y anegado por dentro en otra tormenta que golpea mi alma con un granizo negro, devastador, despedazando las cicatrices casi olvidadas que sangran en carne viva dejando un reguero de dolor en los escalones que conducen a mi refugio abuhardillado.

Epílogo

—Capuccino, please... thank you.

Ya no está la italiana. Habrá encontrado trabajo en un call center o en algún bar del centro. El Bewley's del aeropuerto es un curro de recién llegado, en cuanto llevas un par de meses aquí ya puedes aspirar a algo mejor. Vuelvo a incrustarme los auriculares, retomo el
Bizarre Love Triangle
de New Order y canto en mi cabeza:
Every time I see you falling I get down on my knees and pray, I'm waiting for that final moment you say the words that I can't say...
Un niño pelopanoja tapizado de pecas me mira descaradamente desde la mesa de al lado. Le saco la lengua y él le da una colleja a su hermana para vengar la afrenta. Su padre le da una colleja a él para equilibrar la balanza. Me viene a la cabeza un capítulo de
Family Guy
que me bajé de Internet. Peter Griffin, el descerebrado y obeso padre de familia que da nombre a la serie, decide llevar a su hijo al Museo Irlandés para intentar despertar algo de pasión por sus raíces en el atrofiado cerebro del adolescente. En ese museo está supuestamente representada la historia de Irlanda, a través de una serie de escenas en las que muñecos toscamente mecanizados reproducen una y otra vez algunos de los tópicos más sobados: mujer harapienta da a luz y acto seguido reza de rodillas, pare, reza, pare, reza...; marido que bebe un trago, esposa que se lo reprocha, puñetazo que se lleva, trago, reproche, puñetazo... Algo queda aún de estos clichés, pero por suerte los lastres histórico-culturales van siendo superados poco a poco gracias, sobre todo, a dos factores: por un lado, las enormes cantidades de dinero que han entrado en los últimos años y que han llevado al país, definitivamente, a formar parte del Primer Mundo (otra cosa es cómo se ha repartido ese dinero); y por otro lado, la enorme pérdida de poder que ha sufrido la Iglesia Católica. Desde que al obispo de Galway se le descubrió un hijo fruto del pecado y a un cura le dio un jamacuco en la sauna (gay) y, gracias a Dios, pudo recibir la extremaunción porque otros dos curas estaban también por allí, ya nada ha vuelto a ser lo mismo. A principios del Siglo XX, los curas controlaban lo que se hacía y deshacía en cada casa del país. A principios del XXI, bastante tienen con no tener que vender sus propias casas para pagar indemnizaciones a las miles de víctimas de sus abusos. Es un buen comienzo, pero hay más. Una pareja de lesbianas se ha atrevido, con un par, a exigir en los tribunales los derechos civiles que los matrimonios heterosexuales adquieren por la Gracia Divina. La drag más famosa del país, Shirley Temple Bar, presenta desde hace años el sorteo de la bonoloto en la televisión pública. Un parlamentario abiertamente gay ha sido jurado de Miss Alternative Ireland, el concurso anual de drag queens. La rueda de Fortuna gira por fin a favor de las libertades y la tolerancia y en contra de la reacción meapílica. Muy lentamente, pero gira.

Dentro de unos años volveré para comprobar hasta dónde han llegado en su búsqueda de la libertad. Pero vendré como un turista más, uno de tantos visitantes agosteros que se hacen fotos junto a la Molly Malone y su desdentado tamborilero, toman el sol, con suerte, en Saint Stephen's Green, se emborrachan sin traumas amparados por el donde fueres haz lo que vieres, se maravillan de los verdísimos paisajes del interior y la abrupta belleza de las costas, para volver después con los bolsillos vacíos y un buen sabor de boca al cálido y asequible Mediterráneo.

Creí que sería más fácil. Nunca pensé que se podía acumular tanto en tan sólo tres años. Y no me refiero solamente a los dos maletones que acabo de facturar (250 euros de exceso de peso) y a todos los trastos que he dejado en herencia a amigos y housemates (como yo los heredé en su momento). Lo más duro ha sido dejar atrás a ese puñado de buenos amigos con los que he compartido pintas, risas y agobios a lo largo de estos años. A los españoles los volveré a ver cuando decidan seguir mis pasos, que lo harán. A los irlandeses espero visitarles en el futuro. Pero hay otros, italianos, alemanes y hasta una polaca, a los que difícilmente volveré a ver nunca. Gente con la que he desarrollado lazos muy estrechos, de amistad con mayúsculas, sublimados y acelerados por la imperiosa necesidad de cariño en el común exilio afectivo. Por supuesto, en el momento de las despedidas nadie admite que el adiós sea definitivo y todo el mundo intenta una sonrisa que le quite hierro a ese trago, pero no siempre se consigue.

Logré mantener el buen rollo casi hasta el final de la fiesta. Fue en casa, el sábado pasado, y no faltó prácticamente nadie. Me esforcé en darle un tono de hasta luego en lugar de adiós, y creo que lo conseguí. Muchas risas, mucha anécdota divertida, mucho alcohol y muchos porros, que también ayudaron. Sólo al final de la noche, Nerea, mi Silvia en el exilio, vasca del mismo centro de Bilbao, abertzale de tacón de aguja y emociones transparentes, dejó caer su máscara y soltó el moco profusamente en el abrazo final a la puerta de casa. Yo jugué el papel de graciosillo quitapenas, pero la verdad es que me pasé toda esa noche, y los días que siguieron, y ahora más que nunca, en este aeropuerto que será el último suelo irlandés que pise, esquivando los aguijonazos de la nostalgia, evitando caer en el regodeo lacrimógeno que tan apropiadamente sellaría esta etapa de mi vida en la que he descubierto, como una revelación inesperada, que la madurez, o al menos la idea que yo tenía de ese estado culminante en la evolución emocional de la persona, no existe.

Por supuesto, mis fuckfriends no estaban invitados a la fiesta. Siempre los he mantenido al margen de mi vida social, como una especie de duendecillos a los que sólo yo puedo ver y de los que los demás sólo han oído hablar. Me he ido despidiendo uno a uno y como Dios manda, es decir, con un buen polvo. También aquí hubo algún adiós melancólico, lógico después de meses de una cierta amistad de sobrecama, pero todos me han deseado, creo que sinceramente, lo mejor en mi regreso y me han agradecido los buenos ratos compartidos. Me llevo en la maleta una nariz roja de gomaespuma y en la memoria esa última y morbosa sesión en el jacuzzi al aire libre: 40 grados bajo el agua, 7 en la superficie y John y las burbujas masajeando mi cuerpo serrano. Si eso es el infierno de los curas, que le den morcilla al cielo.

En cuanto a Barry, no le he vuelto a ver. Sólo la semana pasada, dos meses después del feliz/fatídico viaje y con la vaga idea de dar pie a una despedida menos fría, me atreví a enviarle un breve esemese: «Vuelvo a casa definitivamente». Un par de días después rompió su silencio con un extenso mail, enviado desde el trabajo, en el que, con un tono bastante más neutro de lo habitual, me contaba que tras muchas horas de reflexión y discusión había aceptado el perdón de su mujer y había decidido olvidar definitivamente sus extravagancias de los últimos años. «Tenías razón cuando decías que el cariño de mis hijos merece el sacrificio. Por suerte, Sean no llegó a ver más que unos enlaces en el historial del explorador. Mi queridísima esposa lo exageró un poco para hacerme entrar en razón. Así que he decidido alejarme de todo eso y volver a mi convencional vida familiar. Espero que entiendas que no tenía otra opción.»

Y lo entendí, claro que lo entendí. Hubiera sido una temeridad reaccionar de otra forma. Me quedo con la duda de qué hubiese pasado si yo le hubiese dado pie a otra salida. Pero esta es una duda que espero no tener que resolver nunca.

En otro punto del correo volvía a exonerarme de cualquier responsabilidad. «Fue culpa mía el dejarme llevar sin reflexionar un poco con la madurez a que mi edad y mi situación me obligaban. Ni yo ni nadie puede reprocharte nada a ti, en todo caso lo contrario.» Y ese «lo contrario» fue todo lo que quedó de sus anteriores y efusivos agradecimientos por mi papel de cicerone en el otrora deslumbrante Mundo de Oz. No me molestó, como tampoco me molestó la tibia despedida echando mano de todos los tópicos que tanto he escuchado en los últimos días: buen viaje, buena suerte, por fin podrás disfrutar del sol, espero que te lleves un buen recuerdo de Irlanda, bla bla bla. No me importa porque entiendo que ya debe de estar totalmente inmerso en su nuevo rol, que imagino le habrá supuesto un enorme esfuerzo de autosugestión y amnesia.

No creo, sinceramente, que tenga derecho a guardarle rencor. En estos últimos años de mi vida he aprendido a respetar la forma en que cada uno se enfrenta a sus miedos y sus fantasmas y a guardarme para mí la opinión que cada caso me pueda suscitar. Y así procuro hacerlo aunque a veces me tenga que morder la lengua.

Y en esa línea iba mi email de respuesta: reafirmarle en su decisión, mostrar comprensión, animarle en el esfuerzo y, solamente al final, agradecerle su amistad sin excesiva efusividad. Nunca se me hubiera ocurrido incitarle a romper con todo y vivir la vida libremente y de acuerdo con su naturaleza. No en Irlanda. También le confirmaba que sí que me llevo un buen recuerdo del país, porque, esto no se lo decía, aún estoy en un punto en el que pesan más los pros que lo contras, pero si me quedase un poco más terminaría por ver sólo los defectos de esta sociedad de nuevos ricos y me iría echando pestes y odiando todo lo que la representa.

No sé lo que me voy a encontrar a mi regreso, pero por lo pronto, y esto va a ser un auténtico shock viniendo de donde vengo, vuelvo a uno de los pocos países del mundo donde, legalmente, soy un ciudadano libre e igual al resto, con todos los derechos que durante siglos se nos han escamoteado, incluido el del matrimonio. No es que entre en mis planes, en absoluto, ni creo que vaya a entrar nunca, porque últimamente he reflexionado mucho sobre mí y mi manera de relacionarme con los demás y he llegado incluso a entender actitudes que antes consideraba dignas de compasión. Por ejemplo, la negativa de ciertos sujetos a repetir cita con un amante, que antes me parecía un signo de amarga resignación a la soledad, se va instalando en mi conciencia como el único instrumento realmente efectivo para evitar el dolor propio y ajeno. Puede parecer una medida demasiado drástica, pero está claro que las advertencias y la sinceridad en las premisas no terminan de funcionar del todo. Y yo cada vez estoy más convencido de que la soledad es mi estado natural, que no sirvo para vivir en pareja. No me da miedo estar solo. Me gusta.

Salgo a la calle para un último cigarro. Llueve y hace frío, un día típico de primavera. En un par de horas estaré en manga corta y aquí aún quedan tres meses de invierno. Guardo el iPod en el bolsillo de la mochila y, hurgando en el fondo, saco el único souvenir que me llevo. Lo he comprado en O'Connell Street mientras esperaba el autobús, entre camisetas de rugby y gorros con forma de pinta de Guinness. Es una diminuta caja de música con manivela, más bien un organillo, decorado con tréboles y duendecillos verdes. El más rudimentario precursor del iPod, pienso, y al girar la diminuta manivela, el rodillo dentado hace sonar las taciturnas notas de
Danny Boy,
el himno oficioso del país. El policía del control de seguridad me toma por un guiri y me indica por señas que lo pase por la máquina de rayos x. ¿Existen bombas tan pequeñas?, le pregunto en perfecto irlandés. Se ríe.

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