—En 1925 Gallet tenía más de cuarenta y cinco años. ¡Y estaba enfermo del hígado! ¿Cuánto dinero cree usted que tuvo que invertir anualmente para obtener un seguro de vida de trescientos mil francos?
Los labios de Moers se movieron en silencio durante un par de minutos.
—¡Alrededor de los veinte mil francos! —respondió finalmente—. ¡Y aún gracias! ¡No debió ser cosa fácil convencer a una compañía para que corriese este riesgo!
El comisario lanzó una mirada enfurecida al retrato que seguía en la chimenea, en el mismo ángulo que ocupó antes encima del piano de Saint-Fargeau.
—¡Veinte mil! ¡Y a duras penas gastaba dos mil al mes! Es decir, ¡aproximadamente la mitad de lo que penosamente obtenía de los partidarios de los Borbones!
Después de mirar el retrato sus ojos se detuvieron en el pantalón negro, disforme, reluciente y con las rodillas deformadas que seguía extendido en el suelo.
Evocó la imagen de la señora Gallet con el vestido de seda malva, su bisutería y su voz áspera.
Casi hubiera sido lógico esperar que Maigret dijese mirando al retrato:
«¿Tanto la querías?».
Finalmente, encogiéndose de hombros, se volvió hacia el muro resplandeciente de sol en el que, exactamente ocho días antes, Emilio Gallet se encaramó en mangas de camisa y con el pechero almidonado, escapándose del chaleco.
—¡Todavía quedan cenizas! —dijo dirigiéndose a Moers con voz ligeramente cansada—. Intente encontrar algo más referente a Jacob. ¿Quién habrá sido el cretino que me ha dicho que no conocía otro Jacob que el de la Biblia?
Un muchacho de rostro pecoso se había asomado a la ventana y sonreía de oreja a oreja, mientras una voz de hombre le mandaba suavemente desde la terraza:
—¡Quieres hacer el favor de dejar de trabajar en paz a estos señores, Emilio!
—¡Vaya! ¡Otro Emilio! —refunfuñó Maigret—. ¡Menos mal que éste está vivo! En cambio el otro…
Maigret tuvo suficiente dominio sobre sí mismo como para salir sin mirar la fotografía.
Hacía un calor canicular. Todas las mañanas los periódicos relataban los daños causados por las tormentas desencadenadas en distintos lugares de Francia. No obstante, hacía más de tres semanas que en Sancerre y sus alrededores no había caído una sola gota de agua.
Al mediodía, la habitación que había ocupado Emilio Gallet recibía de lleno los rayos del sol y se hacía inhabitable.
A pesar del calor, aquel sábado Moers se contentó con bajar la cortina de hilo crudo dejando la ventana abierta de par en par y, media hora antes de tomar el desayuno, estaba ya inclinado sobre sus placas de cristal y sus pedazos de papel ennegrecido, trabajando con regularidad cronométrica.
Durante algunos minutos Maigret merodeó a su alrededor tocándolo todo, y arrastrando los pies como si estuviese indeciso.
Al fin suspiró:
—¡Escuche, amigo! ¡No puedo más! Admiro su resistencia, pero usted no pesa doscientas diez libras. Tengo que salir a tomar el fresco.
¿Dónde refugiarse con semejante calor? En la terraza corría un poco de aire, pero estaban los pensionistas con sus chiquillos.
En el café no se podía pasar media hora sin oír el golpeteo enervante de las bolas de billar.
Maigret salió al patio, la mitad del cual estaba sombreado, y llamó a una joven sirvienta que pasaba por allí.
—Tráigame una hamaca.
—¿Quiere quedarse aquí? Le molestará el ruido de las cocinas.
Maigret prefería este ruido y el cacareo de las gallinas a la conversación de la gente. Arrastró la hamaca cerca del pozo, se tapó la cara con un periódico para protegerse de las moscas y no tardó en sentirse invadido por una suave somnolencia.
Poco a poco, el ruido de los platos que lavaban en la cocina fue haciéndose lejano, irreal, y Maigret, adormecido, escapaba a la influencia obsesiva del muerto.
En aquel momento sonaron dos disparos que no consiguieron arrancar a Maigret de su sopor porque, soñando, encontró la explicación a estos sonidos intempestivos.
.Estaba sentado en la terraza del hotel. Tiburcio de San Hilario pasaba vestido con un traje de color verde botella y seguido de una docena de perros de largas orejas.
—¿No me preguntó usted el otro día si había caza por los alrededores? —le preguntó.
.Se quitaba el fusil del hombro, disparaba al azar y caía una lluvia de perdices como una nube de hojas muertas.
—¡Comisario! ¡Corra!
Despertó sobresaltado y vio a una joven delante de él.
—Ha sido en la habitación. Han disparado. El comisario se avergonzó de su entorpecimiento.
Los empleados del hotel corrían de una parte a otra desconcertados y cuando llegó a la alcoba de Gallet encontró a Moers de pie cerca de la mesa, cubriéndose el rostro con las manos y rodeado de un buen número de personas.
—¡Que salgan todos! —ordenó Maigret.
—¿Llamo a un médico? —preguntó Tardivon—. Pierde mucha sangre. ¡Fíjese!
—Sí. ¡Vaya!
—¿Qué ha pasado, muchacho?
¡Lo veía claramente! Había manchas de sangre, sangre por todas partes, en las manos de Moers, en los hombros, en las placas de cristal y en el suelo.
—No es grave, inspector. Es en la oreja. ¿Lo ve usted?
Separó un momento la mano del lóbulo de la oreja izquierda, e inmediatamente brotó sangre de él. Moers estaba lívido. Con todo, intentó sonreír, procurando detener el temblor nervioso de su mandíbula.
La cortina estaba bajada; el sol pasaba por ella como a través de un tamiz, tiñendo la estancia de un color anaranjado.
—No es cosa grave, ¿verdad? Las heridas de las orejas sangran mucho.
—¡Calma! Procure recobrar el aliento.
El flamenco apenas podía hablar porque los dientes le castañeteaban.
—Sé que no debería ponerme en este estado. ¡Es que no estoy acostumbrado! Acababa de levantarme para coger placas limpias y.
Se tapaba la oreja herida con un pañuelo y con la otra mano se apoyaba en la mesa.
—¡Mire! Estaba exactamente en este mismo lugar. He oído un disparo. Le juro que he notado el aire del balazo que me ha pasado tan cerca de los ojos, que he creído que me había arrancado las gafas. Me he lanzado hacia atrás. Y en aquel mismo instante, inmediatamente, han disparado otra vez. Creí que me habían dado de lleno. Tenía la cabeza completamente vacía, como si el cerebro fuese a estallar.
Sonrió con menos dificultad.
—¡Ve usted, no es nada! Me han herido un poco la oreja. Debí correr hacia la ventana. Pero no podía moverme. Me parecía que iban a seguir disparando. No tenía idea de lo que era sentir tan cerca un balazo.
Tuvo que sentarse. Pasado el primer momento, un miedo retrospectivo producido por el shock le impedía mover las piernas.
—No se preocupe por mí. Búsquele. Gruesas gotas de sudor perlaron su frente y Maigret comprendió que iba a desmayarse. Corrió hacia la puerta.
—¡Patrón! Ocúpese de él. ¿Y el doctor?
—No está en su casa. Pero uno de mis pensionistas es practicante del Hospital General.
Maigret apartó la cortina y saltó por la ventana llevándose maquinalmente a la boca la pipa vacía. El camino de las ortigas estaba desierto, la mitad sumido en la sombra y la otra mitad vibrante de luz y calor. Al fondo, la verja Luis XIV estaba cerrada.
En el muro blanco, delante de la ventana, el comisario no observó nada anormal. En cuanto a buscar huellas de pasos, era inútil intentarlo a causa de que las hierbas estaban secas y no guardaban el rastro, que tampoco podía seguirse en las zonas en que el suelo, desnudo, era muy pedregoso.
Caminó hacia el muelle. Unas veinte personas se habían agrupado sin atreverse a avanzar.
—¿Alguno de ustedes se encontraba en la terraza cuando dispararon?
Varios respondieron «Yo», y satisfechos de poder ser útiles, salieron del grupo.
—¿Ha visto usted si alguien ha tomado este camino?
—¡Nadie! Al menos hace una hora. ¡No me he movido de aquí para nada! —dijo un hombrecillo delgado que vestía un suéter multicolor—. ¡Ve con tu madre Carlitos! Yo estaba aquí, comisario. Si el asesino hubiese pasado por el camino de las ortigas le hubiese visto necesariamente.
—¿Ha oído los disparos?
—¡Como los demás! He creído que alguien cazaba en la propiedad de al lado. A pesar de todo, me he acercado un poco.
—¿Y no ha visto a nadie en el camino?
—A nadie.
—¡No habrá mirado detrás de los árboles, naturalmente!
Maigret lo comprobó rápidamente para cerciorarse de ello, y después se dirigió hacia la entrada principal del
Castillo Pequeño
. "El jardinero empujaba una carretilla llena de arena por un camino del parque.
—¿No está en casa?
—Debe de estar en casa del notario. A esta hora acostumbran a jugar a las cartas.
—¿Le has visto salir?
—¡Igual que le veo a usted! ¡Hace al menos una hora y media!
—¿No has visto a nadie en el parque?
—¡A nadie! ¿Por qué?
—¿Dónde estabas hace diez minutos?
—Cerca del agua; estaba cargando la carretilla. Maigret le miró a los ojos. Parecía sincero, demasiado infeliz, además, para mentir bien.
Sin reparar más en él, Maigret se dirigió al tonel colocado junto al muro del cercado y no pudo descubrir ningún indicio del paso del asesino.
Examinó la verja oxidada sin obtener mejores resultados. No parecía que nadie la hubiese abierto desde que, por la mañana, él mismo la había empujado.
—¡A pesar de todo, han disparado dos veces! En el hotel, la gente había terminado por volverse a sentar, pero la conversación sobre el incidente era general.
—¡No será nada! —dijo el señor Tardivon acercándose al comisario—. Acabo de saber que el médico está en casa del notario Petit. ¿Quiere que mande a por él?
—¿Por dónde cae la casa del notario?
—En la plaza, al lado del
Café del Comercio
.
—¿De quién es esta bicicleta?
—No lo sé. Tómela usted. ¿Irá usted mismo? Maigret subió a la bicicleta, que era demasiado pequeña para él, haciendo chirriar los resortes del sillín. Cinco minutos más tarde llamaba a la campanilla de una amplia casa, limpia y fresca; poco después, una sirvienta anciana con un delantal de cuadros azules le miró a través de la cancela.
—¿Está aquí el doctor?
—¿Quién pregunta por él?
Una ventana entornada se abrió de par en par. Un hombre de aspecto jovial se asomó por ella con las cartas en la mano.
—¿Es para la mujer del guardia? Voy para allá.
—¡Es un herido, doctor! ¿Quiere usted ir en seguida al
Hotel del Loira
?
—¡No será un crimen, supongo!
Tres personas más, que estaban sentadas en torno a una mesa, en la que brillaban unos vasos de cristal, se levantaron. Maigret reconoció a San Hilario.
—¡Un crimen, sí! ¡Apresúrense!
—¿Muerto?
—¡No! Llévese lo necesario para hacer un vendaje.
Maigret no perdía de vista a San Hilario. Comprobó que el propietario del
Castillo Pequeño
estaba hondamente trastornado.
—Una pregunta, señores.
—¡Un momento! —intervino el notario—. ¿Por qué no le han hecho pasar?
La sirvienta, que lo había oído, abrió finalmente la puerta. El comisario atravesó el pasillo y entró en el salón, que olía a cigarro y a vino añejo.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó el dueño de la casa, que era un anciano esmeradamente limpio, de cabellos sedosos y de piel tan fina como la de un niño.
Maigret hizo ver que no le oía.
—Quisiera saber cuánto tiempo hace que juegan. El notario lanzó una ojeada al reloj de péndulo.
—Una hora cumplida.
—¿Ninguno de ustedes ha salido del salón desde que empezaron a jugar?
Se miraron sorprendidos.
—¡Claro que no! Sólo somos cuatro. Los necesarios para jugar al
bridge
.
—¿Está usted completamente seguro de eso? San Hilario se puso colorado.
—¿Quién es la víctima? —preguntó con la garganta seca.
—Un empleado de la Identidad Judicial que trabajaba en la habitación de Emilio Gallet. Estaba atareado buscando datos acerca de un tal señor Jacob.
—Señor Jacob… —repitió el notario.
—¿Conoce usted a alguien que se llame así?
—¡Realmente, no! Debe de ser algún judío.
—Quiero pedirle un favor, señor San Hilario.
Quisiera que hiciese usted lo imposible para encontrar la llave de la verja. Si es necesario, le prestaré ayuda mandándole algunos policías para que registren la casa.
El gesto del propietario, que tragó de una vez el contenido de una copa de licor, no escapó a Maigret.
—Siento haberles molestado, señores.
—¿Quiere tomar una copa con nosotros, comisario?
—Otro día, gracias.
Volvió a marcharse en bicicleta, y girando hacia la izquierda llegó pronto a una casa destartalada cuyo rótulo, que apenas podía leerse, decía:
Pensión Germain
.
Era una casa pobre, de dudosa limpieza. Un niño sucio se arrastraba por el umbral en el que un perro roía un hueso recogido en el polvo del camino.
—¿Está la señorita Boursang?
Una mujer, que llevaba en brazos a otro niño, llegó desde el fondo de una estancia.
—Ha salido, igual que cada tarde. Pero seguro que la encontrará en la colina, cerca del
Castillo Viejo
, porque se ha llevado un libro y es su lugar favorito.
—¿Conduce allí este camino?
—Gire a la derecha después de la última casa. A la mitad de la cuesta, Maigret tuvo que apearse y empujar la bicicleta. Estaba más nervioso de lo que él hubiese querido, y esto tal vez porque, una vez más tenía la impresión de estar equivocando el camino.
—¡No ha sido San Hilario el que ha disparado! ¡Es evidente! Y no obstante.
El camino que seguía atravesaba una especie de jardín público. A la izquierda, en un terreno inclinado, una niña estaba sentada cerca de tres cabras encadenadas a sendas estacas.
La carretera describía bruscamente una curva y, a cosa de cien metros, Maigret vio a Eleonora sentada en un banco con un libro en las manos.
Llamó a la muchachita, que debía de tener doce años y le preguntó:
—¿Conoces a la señora que está sentada allí arriba?
—¡Sí, señor!
—¿Viene a menudo a leer en este banco?