El difunto filántropo (7 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

BOOK: El difunto filántropo
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¡Los vasitos de plata, las palas de pastel que él mismo debía de comprar>!

—¡Caramba! ¡La maleta del muestrario no ha aparecido! —advirtió Maigret en aquel momento—. Forzosamente debió dejarla en algún sitio.

Se había detenido maquinalmente a pocos metros de la ventana por la que el asesino había apuntado a la víctima. Pero no miraba a la ventana. Se sentía impaciente porque a momentos tenía la impresión de que bastaría un solo esfuerzo para reunir en una sola imagen todos los aspectos de Emilio Gallet.

Pero entonces recordó a Enrique en sus dos aspectos: tal como le había conocido, frío y desdeñoso, y a la vez, tal como lo presentaba la fotografía: un muchacho vestido de primera comunión de rostro asimétrico.

El caso que el inspector Grenier de Nevers llamaba «un trabajillo molesto», y del que Maigret se había hecho cargo a regañadientes, crecía a ojos vista a medida que el muerto se transfiguraba hasta parecer funambulesco.

Dos veces apartó Maigret con la mano a una avispa que daba vueltas en torno a su cabeza haciendo un ruido de avión en miniatura.

—¡Dieciocho años! —dijo a media voz. ¡Dieciocho años de cartas falsificadas con la firma de la casa Niel, de postales reexpedidas en Rouen mientras llevaba una vida vulgar, sin lujo y sin emociones en Saint-Fargeau!

El comisario conocía la mentalidad de malhechores, criminales y estafadores. Sabía que en el fondo de esa mentalidad se oculta siempre alguna pasión.

Y era esto precisamente lo que intentaba descubrir en aquel rostro de perilla, de ojeras plomizas, de boca desmesurada.

—¡Construía pequeños instrumentos de pesca y desmontaba viejos relojes de bolsillo!

A la sazón Maigret se sublevaba.

—¡No se miente por tan poco durante dieciocho años! ¡No se somete nadie a llevar una doble vida tan difícil de organizar si no tiene un motivo!

No era esto lo más inquietante. Existen situaciones falsas que se consigue prolongar algunos meses, incluso algunos años.

¡Pero dieciocho años! ¡Gallet había envejecido! ¡La señora Gallet había perdido la esbeltez y había aumentado su amor propio! Enrique había crecido. Había hecho la primera comunión, había aprobado el bachillerato, se había hecho mayor de edad. Se había instalado en París, y, finalmente, había tomado una amante.

¡Y Emilio Gallet seguía enviándose cartas de la casa Niel, preparando de antemano postales dirigidas a su mujer, copiando pacientemente falsas listas de encargos!


Estaba a régimen
.

Maigret oía aún la voz de la señora Gallet. Estaba tan absorto en sus pensamientos que le hacían latir el pulso con rapidez, que incluso había dejado apagar la pipa.

—¡Dieciocho años sin dejarse sorprender!

¡Era inverosímil! El comisario, que era experto en su oficio, veía el asunto con claridad. Sin el crimen, Gallet hubiese muerto tranquilamente en su cama después de poner en orden todos sus papeles. ¡Y el señor Niel hubiera quedado aturdido al recibir una tarjeta necrológica!

Era un caso tan desorbitado que, cuando el policía lo consideraba, se sentía invadido por una angustia indefinible, como la que provocan ciertos fenómenos que desconciertan nuestro sentido de la realidad. Por tanto, fue un hecho casual que el comisario, al levantar un momento la cabeza, descubriera una mancha oscura en la pared blanca de la propiedad, precisamente frente a la alcoba del crimen.

Se acercó y comprobó que era un pequeño espacio entre dos piedras que había sido recientemente agrandado y arañado por el extremo de un zapato. Había una huella parecida, aunque menos visible, algo más arriba.

Alguien se había encaramado allí con la ayuda de una rama que colgaba. En el mismo instante en que se disponía a reproducir este gesto, el comisario se volvió rápidamente movido por la impresión de que había alguien al extremo del camino, cerca del Loira.

Solamente pudo ver una silueta femenina, alta y sólida, de cabellos rubios y de perfil duro y regular como el de una estatua griega.

La joven empezó a andar cuando Maigret se volvió, cosa que parecía probar que anteriormente lo estaba observando.

Un nombre acudió por sí mismo a la mente del comisario: ¡Eleonora Boursang! Hasta aquel momento, Maigret no había intentado imaginarse a la amante de Enrique Gallet. Y, no obstante, tenía la impresión de que era ella.

Aligeró el paso y llegó al muelle en el instante en que la joven desaparecía en la esquina de la carretera nacional.

—¡Un momento! —espetó el comisario dirigiéndose al dueño del hotel, que intentó detenerle mientras pasaba.

Adelantó corriendo hasta la esquina aprovechando que la fugitiva no podía verle, con el fin de reducir la distancia que les separaba. No sólo tenía la silueta que armonizaba con el nombre de Eleonora Boursang, sino que además era el prototipo de mujer que debía haber escogido un hombre como Enrique.

Cuando a su vez llegó al cruce de caminos, Maigret perdió la pista. La joven había desaparecido. En vano Maigret hundió la mirada en el claroscuro de un breve colmado y luego en una fragua próxima.

Por otra parte, no era más que un pequeño contratiempo, puesto que sabía dónde podría encontrarla.

V
Los amantes ahorradores

El cabo brigada de la gendarmería debía de haberse hecho, aquella mañana, una idea seductora del trabajo que incumbe a un policía.

Se había levantado a las cuatro de la mañana y ya llevaba recorridos unos treinta kilómetros en bicicleta, soportando primero el frío del amanecer y más tarde el calor del sol, cada vez más alto, cuando por fin llegó al
Hotel del Loira
para efectuar la comprobación periódica del registro de viajeros.

Eran las diez. La mayor parte de los pensionistas se paseaban a orillas del río o se bañaban en él. Dos vendedores de caballos discutían en la terraza, y el dueño, con una servilleta en la mano, rectificaba la alineación de las mesas y de los laureles plantados en macetas.

—¿No pasa a saludar al comisario aunque sólo sea un momento? —se informó el señor Tardivon.

Y añadió, hablando más bajo, en tono confidencial:

—¡Precisamente está en la alcoba del crimen! Ha recibido de París un montón de documentos y unas fotografías.

Poco después el cabo brigada llamaba a la puerta excusándose:

—El patrón me ha tentado, comisario. Cuando me ha dicho que usted estaba examinando el lugar del crimen me he dejado llevar por el deseo de subir un momento. Sé que utiliza usted en París métodos muy personales para resolver los casos que se le presentan y, si no le molesta, me gustaría tomar una lección viéndole actuar.

Era un buen muchacho, de rostro redondo y rosado que reflejaba ingenuamente el deseo de complacerle. Se empequeñecía tanto como le era posible, y no era cosa fácil teniendo en cuenta sus botas claveteadas, sus polainas y su quepis, que no sabía dónde poner.

La ventana estaba completamente abierta; el sol matinal caía de lleno sobre el camino de las ortigas de manera que, a contraluz, la habitación quedaba casi a oscuras. Maigret, en mangas de camisa, con la pipa entre los dientes, el cuello postizo desabrochado y la corbata desanudada, producía una impresión de holgura que, dada la situación, debió de impresionar al gendarme.

—¡Bien, siéntese usted aquí! Pero quiero que sepa que no verá usted nada interesante.

—Es usted demasiado modesto, señor comisario. Tenía un aspecto tan ingenuo que Maigret volvió la cabeza para ocultar una sonrisa. Había llevado a la habitación todo lo que tenía alguna relación con el caso. Después de comprobar que la mesa, cubierta con un tapete indiano rameado en color rojo, no podía revelarle ninguna pista, había extendido en ella sus papeles, el informe del médico forense y las fotografías de la víctima que la Identidad Judicial le había mandado aquella misma mañana.

Finalmente, cediendo a un sentimiento que tenía más de superstición que de procedimiento científico, había colocado la fotografía de Emilio Gallet en la chimenea de mármol negro adornada con un candelabro de cobre.

No había alfombra en el suelo. El pavimento era de madera de roble barnizada. Los policías que se encargaron de efectuar las primeras investigaciones habían dibujado en él, con tiza, el contorno del cuerpo tal como había sido encontrado.

En el exterior, surgía de entre los árboles un murmullo confuso y extremadamente vivo, producido por el canto de los pájaros, el susurro del follaje, el zumbido de las moscas y el cacareo lejano de las gallinas en el camino; todo ello armonizado por el rítmico golpeteo del martillo sobre el yunque de la fragua.

De vez en cuando, voces confusas se elevaban desde la terraza, mezcladas con el ruido de un coche que rodaba por el puente colgante.

—¡Desde luego documentos no le faltan! Nunca lo hubiese creí do.

Pero el comisario no le escuchaba. Despacio, mientras lanzaba pequeñas bocanadas de humo de la pipa, iba extendiendo en el suelo, en el mismo lugar en que estaban las piernas del cadáver, un pantalón de tela negra tejido de una manera tan espesa que después de haber servido durante diez años —a juzgar por el brillo— hubiera podido utilizarse todavía otros diez.

Maigret colocó además una camisa de percal y un pechero almidonado. Sin embargo, el conjunto no tenía forma alguna y sólo adquirió un aspecto a la vez ridículo y conmovedor cuando Maigret puso al extremo de las perneras del pantalón un par de zapatos de suela de goma.

Las ropas dispuestas de este modo no parecían un cuerpo humano, desde luego; más bien eran una representación caricaturesca del mismo, hasta tal punto que el cabo brigada miró a su compañero y esbozó una sonrisa forzada.

Maigret no reía. Lento y pertinaz, iba y venía despacio, concienzudamente. Examinó la chaqueta y volvió a colgarla en el perchero después de comprobar que no estaba rota en el lugar en que había golpeado el puñal. El chaleco, que estaba desgarrado a la altura del bolsillo izquierdo, pasó a ocupar su lugar correspondiente encima del perchero.

—¡Así es tal como iba vestido! —dijo a media voz.

Miró una fotografía de la Identidad Judicial y corrigió su obra añadiendo a su inconsistente maniquí un cuello postizo de celuloide y un nudo negro de satén.

—¿Comprende usted, brigadier? El sábado cenó a las ocho. Comió poco porque estaba a régimen. Más tarde, según su costumbre, leyó el periódico mientras bebía un poco de agua mineral. Poco después de las diez entró en esta habitación y se quitó la chaqueta, pero se dejó puestos los zapatos y el cuello postizo.

En realidad, Maigret hablaba más para sí que para el gendarme, que le escuchaba atentamente y que se consideraba obligado a aprobar todo lo que decía el comisario.

—¿Dónde podía estar el cuchillo en aquel momento? Es un cuchillo con cierre de muesca, pero es un modelo de bolsillo que mucha gente lleva consigo normalmente. Espere.

Cerró el cuchillo que estaba encima de la mesa junto a las otras pruebas convincentes y lo deslizó en el bolsillo izquierdo del pantalón negro.

—¡No, aquí hace arrugas!

Probó en el bolsillo derecho y quedó satisfecho.

—¡Ya está! Lleva el cuchillo en el bolsillo. Vive. Entre las once y las doce y media, según informe del médico, le sobreviene la muerte. Hay polvo de cal y de piedra molar en el extremo de los zapatos y delante de la ventana, en el muro de la propiedad de Tiburcio de San Hilario, he comprobado las señales dejadas por unos zapatos.

»¿Se quitó la chaqueta para escalar el muro? Porque no era el tipo de hombre que espera estar en su casa para ponerse cómodo, ¡no hay que olvidarlo!

Maigret se movía sin parar, dejaba frases sin terminar, no concedía una sola mirada a su auditor, sentado inmóvil en la silla.

—En la chimenea, que no se utiliza durante el verano, he encontrado unos papeles quemados. Repitamos los movimientos que debió hacer: quitarse la chaqueta, quemar los papeles, dispersar las cenizas con el pie del candelabro —puesto que hay hollín en el cobre—, encaramarse al muro de enfrente después de haber saltado por la ventana y regresar aquí por el mismo camino. Finalmente, sacar del bolsillo el cuchillo y abrirlo. No es gran cosa, pero sí al menos conocemos el orden en que se produjeron estos movimientos.

»Por tanto, entre las once y las doce y media, él estaba de nuevo aquí. La ventana estaba abierta y recibe una bala en la cabeza. ¡No cabe duda en este punto! El balazo precedió a la cuchillada. Y dispararon desde fuera.

»En aquel momento Gallet toma el cuchillo. No ha intentado salir, cosa que parece indicar que fue el asesino quien entró, ya que no es posible pelearse a cuchilladas con un adversario que se encuentra a siete metros de distancia.

»¡Bien! Gallet tiene desgarrada la mitad de la cara. La herida sangra. Pero no hay ni una sola gota de sangre cerca de la ventana.

»Las huellas prueban que, una vez herido, no se movió de un área superior a dos metros.

»"Fuerte equimosis en la muñeca izquierda", ha escrito el médico encargado de la autopsia. Así pues, nuestro hombre tiene el cuchillo en la mano izquierda y alguien le sujeta por el puño para volver el arma contra él.

»La hoja penetra en el corazón y se desploma al instante. Suelta el cuchillo y el asesino no se siente acongojado porque sabe que sólo encontrarán en él las huellas de la víctima.

»La cartera está en el bolsillo de Gallet; no han robado nada. En cambio, la Identidad Judicial asegura que se encuentran, especialmente en la maleta, porciones microscópicas de caucho, como si alguien provisto de guantes la hubiese manoseado.

—¡Es curioso! ¡Muy curioso! —exclamó el gendarme, que hubiera sido incapaz de repetir la cuarta parte de lo que acababa de oír.

—Lo más curioso es que además de los vestigios de caucho se ha encontrado un poco de polvo de herrumbre.

—¡Tal vez el revólver estaba oxidado!

Maigret no respondió, fue a colocarse delante de la ventana de tal manera que, desaliñado, las mangas de la camisa ahuecadas y su silueta destacándose en el rectángulo luminoso, parecía de un tamaño enorme. Un hilillo de humo azul se elevaba por encima de su cabeza.

El cabo brigada seguía dócilmente en su rincón sin atreverse a cambiar la posición de las piernas.

—¿No quiere usted ver a los vagabundos? —preguntó tímidamente.

—¿Todavía los tiene retenidos? ¡Suéltelos!

Maigret volvió junto a la mesa frotándose la cabeza a contrapelo, hurgó en el
dossier
rosa, cambió las fotografías de lugar y miró de hito en hito a su interlocutor.

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