El dios de la lluvia llora sobre Méjico (20 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Marina le tocó en el brazo.

—Cuando niña, aprendí de mis padres cómo se quita la corteza de un árbol y hacer en ella signos de colores. También me enseñó a dibujar sobre hojas de agave… ¿Quieres que intente hacerlo ahora?

El tintero del notario estaba lleno de jugo fresco de semillas color violeta. Marina mojó la pluma de ave; con trazos seguros dibujó dos tiestos de flores, de lirios; encima de ellos una especie de puerta con un pájaro posado encima, cuya cola magnífica alcanzaba hasta el suelo. Dejó entonces la pluma. Los caballeros miraron aquel dibujo sin comprender lo que significaba. ¿Sería una magia?

—¿Qué significa eso, Marina?

—Este es mi signo. Malinalli, hija de Puerta Florida, es decir, tiestos de flores entrelazados.

Cuando quedó solo, observó Cortés aquel notable dibujo bajo el protocolo. Aquellos signos destacaban en el papel, junto a los otros, tan diferentes, como dos mundos extraños que nunca habrían de entenderse.

8

Se iba aproximando aquel conjunto de pinceladas de color: cabezas medio rasuradas que se inclinaban hasta tocar el suelo; criados llevando en sus brazos tapices tejidos de flores que extendían en el suelo, apartándose seguidamente a un lado y esperando a que hubiese pasado el excelso monarca en su silla de manos adornada de plumas de oro; seguidamente volvían a recoger el tapiz y corrían hacia delante para extenderlo de nuevo en el suelo, pues los portadores de la silla de manos no debían pisar la tierra desnuda. Era Teuhtitle un hombre alto y fuerte. Su rostro era agudo y de perfil bien marcado; sobre su cabeza llevaba una gran ave del paraíso disecada cuyas plumas caían sobre sus hombros y daban a su figura gran esplendor. Llevaba una capa rojiza con dibujos llamativos orlada de un adorno de plumas trenzadas. Sobre el pecho lucía dos mariposas de tela, de brillante colorido. Sus sandalias se sujetaban con hebillas de oro y los cordones remataban con piedras preciosas. De su cuello colgaba una pesada cadena de oro que representaba una serpiente mordiéndose la cola; la cabeza del reptil despedía deliciosa fragancia. Sus rasgos fisonómicos eran tranquilos y dignos. Entre su labio inferior y el mentón llevaba encajada una piedra preciosa en forma de media luna. En una de sus manos sostenía una tela ligera y en la otra sujetaba una lanza ligera guarnecida de oro, sobre la que se apoyaba al bajar de la litera. Dos cortesanos llevaban su asiento bajo, de piel, para uso del soberano. Así fue avanzando el cortejo hacia la tienda del general. El sol atisbaba por entre las nubes, llenando de destellos las armas de los españoles. Estos se miraron los unos a los otros con innegable curiosidad, como si estuvieran indecisos acerca de la ceremonia de los primeros saludos. El indio tocó el suelo con la mano derecha y la llevó seguidamente a la frente. Cortés se quitó el sombrero y con su pluma barrió el tapiz.

Adelantóse hacia su huésped, tocó su brazo y lo condujo hasta su tienda, cuyo adorno único era un altar portátil. El jefe indio fue saludado por Marina, que se dobló hasta tocar el suelo con la frente. Un paje trajo un jarro de vino y copas. El indio observó con rigidez como aquella bebida coloreaba la copa de transparente cristal. Bebió un sorbo y seguidamente apartó la copa a un lado. Su mirada recorría los diferentes objetos desconocidos para él que allí había; también contempló a Marina y sus ojos se fijaron algún tiempo en su esmeralda.

—¿Siendo esclava llevas tal joya?

—Mi padre fue un jefe cuando vivía. La suerte no me fue favorable y tuve que comer el pan de un extraño. Mi amo me regaló a mi blanco señor que ahora es mi dueño y a quien sirvo, pues él me puso su mano sobre el hombro. Ahora le soy útil porque sé decir con palabras diferentes el mismo pensamiento. Cambiaron regalos tales como una campanita del buque que habían bajado a la costa para anunciar el principio de la misa. Cortés tocó el brazo de su huésped y juntos marcharon hacia el altar, cubierto enteramente de flores frescas y hermosas, que se sabía levantado en una eminencia. Formando cuadro estaban los soldados perfectamente aseados y peinados, con ramas verdes y palmas en la mano. A ambos lados del altar hacían guardia los alabarderos con su arnés completo.

En el introito tocaron trompetas y cuernos y el coro de soldados entonó una melodía; el canto de la Resurrección se desplegó como un velo de armonía envolviendo a todo aquel pequeño ejército. El ritmo los captó a todos; cantaron los capitanes y el mismo Cortés, rígido y sobriamente vestido de negro delante de su reclinatorio ricamente adornado, acompañó también con su profunda y clara voz. Un paso más cercano al altar estaba Teuhtitle, quien, con su rica vestidura adornada de oro y piedras y con su hermosa cabeza varonil, era como la imagen de un mundo mágico y extraño y en este momento parecía una figura de sueño colocada en el umbral de El Dorado.

Después de la misa dio comienzo el banquete. La mesa estaba formada de tablas colocadas sobre piedras; para los caballeros se habían dispuesto altas sillas góticas; los demás habían de sentarse en bancos de madera. El cacique miró con atención las cucharas que se hundían en la bien sazonada y humeante sopa. Tomó en sus manos la cuchara de plata de Cortés y comenzó a imitar con lentitud e inseguridad los movimientos de los españoles. Siguió después pavo asado; la fuente estaba adornada de flores de papel. En la mano de Cortés brilló el cuchillo y el indio vio admirado cómo era trinchada el ave; cómo aquel instrumento de acero, desconocido para él, cortaba con facilidad los tendones. Tomó el cuchillo que estaba junto a su plato, lo sopesó y probó a su vez de cortar la carne y en sus rasgos se marcó algo parecido a una sonrisa cuando vio que aquel milagroso instrumento obedecíale también. Todo el arte culinario de los españoles estaba representado allí. Las muchachas encargadas de servir trajeron una enorme torta regada de cacao y que representaba un castillo con sus cañones y puentes levadizos. Después de los dulces o golosinas fue servido el queso de leche de ovejas.

Después de la oración de gracias se levantó Cortés y condujo nuevamente al indio a su tienda, y entonces, con ayuda de la intérprete, comenzó una interesante e importante conferencia.

—Debes saber que mi señor, el que manda en todas estas tierras y mares, hace que yo te pregunte por qué los vientos han empujado hasta aquí tus casas flotantes. También me manda preguntar mi señor si esos dioses que arrojan fuego por la boca están enojados. ¿Por qué quisiste desembarcar aquí? ¿No tienes acaso poder para recoger el viento en tus grandes telas blancas para que empuje a tus casas flotantes de nuevo hacia el mar? Tal vez, pensó mi señor, sufras carencia o falta de comidas y de agua y no puedas marcharte por eso… Mi señor, cuyo poder es infinito, me manda preguntarte por qué has venido hasta nosotros con tu gente.

—Debes saber que hemos venido aquí desde Levante.

—Nuestros ojos siguieron y observaron la ruta de vuestras casas flotantes.

—Mucho más lejos de lo que vuestra vista alcanza, donde el sol se levanta existen unas islas de las que posiblemente algo sabéis aquí ya. Más lejos de esas islas, mucho más hacia el este, no hay más que mar y cielo. El sol sale y se pone sesenta veces antes de que nosotros, empujados por el viento, lleguemos a nuestro país. Dos veces crece la luna y dos veces mengua antes de que lleguemos a nuestras casas.

—Vuestras mejillas son pálidas. ¿Es el sol de vuestro país de rayos tan débiles que no logra colorear vuestra piel?

—Dios nos creó blancos, como a vosotros os creó rojizos y a otros negros. Esa es su voluntad. No se trata ahora de eso. Desearía hablar con tu señor para cumplir ante él la misión que me ha encargado el infinitamente poderoso señor del mundo que mora al otro lado de las aguas.

—¿Vuestro señor conoce nuestro mundo? Ninguno de vosotros había estado aquí antes y nosotros ignorábamos que tan lejos en dirección a Levante, al otro lado del mar, hubiera un mundo habitado por hombres.

—Nuestro soberano sabe que vuestros jefes son grandes y poderosos; pero que nada valen a los ojos de Dios, porque no conocéis al verdadero y único Dios, sino que os arrojáis a tierra ante los ídolos.

—¿Habéis nacido vosotros de los riñones de Quetzacoatl para que habléis así?

Cortés dirigió a Aguilar una mirada interrogante. El fray movió la cabeza y Marina hizo un signo afirmativo. La Serpiente Alada. El general se dio cuenta de que estaba ahora ante una encrucijada y era difícil acertar el camino, ¿Qué podía ser esa deidad que Marina designaba con un solo nombre para indicar ave y serpiente?

—¿Es grato a esa deidad el sacrificio del corazón arrancado? Calló Teuhtitle y se cubrió los ojos con la mano.

—Nuestros libros sagrados nos muestran su imagen en mil figuras distintas. Está escrito que su venablo alcanza a la esmeralda viviente que se le arroja. En algunas pocas imágenes se le representa con cabello cano debajo de la barba, rodeado de flores, frutas y hojas. Los sacerdotes de Tula no ofrecen corazones a la Serpiente Alada. Sólo flores, palomas y mazorcas.

Cortés volvióse hacia Olmedo:

—Padre, mi razón flaquea en esas cosas de supersticiones. ¿No sacrificaban también los hombres del Antiguo Testamento al Dios Invisible, palomas, frutos y flores?

Teuhtitle callaba. Después extendió ambos brazos hacia Cortés.

—Tú eres ciertamente vástago de Quetzacoatl. Todos sois hermanos. Solamente que ya no conocéis su nombre y lo designáis con una palabra de vuestra lengua, de la misma manera que el nombre de un guerrero cambia en el curso de su vida.

—Nuestro soberano del otro lado de los mares nos envió a tu señor. Te suplicamos nos informes cómo puede llegar al tuyo el mensaje del nuestro.

Cuando Teuhtitle hubo comprendido la contestación, se levantó y alzó su voz:

—Hace pocos días que habéis pisado nuestra tierra; aún lleváis adherido el polvo del camino y la sal del mar. ¿Es conveniente que vosotros, extranjeros, pongáis en vuestros labios el nombre del dios colérico y poderoso? Puede que tu soberano sea grande e infinitamente poderoso… allí, donde manda y reina, pero te pregunto yo: ¿deja él que unos desconocidos que nunca hubieran traspasado antes sus fronteras sean conducidos a su presencia sin dilación alguna?

—Los reyes pueden enviar embajada solamente a los reyes. Yo soy un criado de mi señor, como tú lo eres del tuyo y ninguno de nosotros dos podemos tratar de escudriñar las intenciones de nuestros señores. Te suplico que transmitas mi misión al tuyo. Teuhtitle afirmó con la cabeza.

—El sol se levantará y se acostará cuatro veces y entonces tu criado te traerá la contestación.

—¿Vive tu soberano tan cerca, que puedes llegar a él en tan corto espacio de tiempo?

—Los mensajeros corren muy velozmente, hasta que pierden el aliento. Entonces son relevados por otros. En dos días mi señor puede saber todo lo que sucede entre sus pueblos. Sandoval miraba desde la entrada de la tienda a Cortés con aspecto preocupado.

—Señor, dos indios hacen la ronda en el campamento. En la mano llevan hojas parecidas al papel y cuelga de su cinto una bolsita llena de tinte. Todo lo que van viendo lo dibujan; se pueden reconocer las figuras de nuestros perros y de nuestros caballos. Cortés meditó unos momentos, después se volvió hacia el padre Olmedo:

—¿Habéis oído, padre? Hacen dibujos. Ayer noche Marina también dibujó su nombre alegóricamente. ¿Habéis oído hablar alguna vez de pueblos que hacen dibujos en vez de escribir letras? ¿No hay algo de eso en los libros del Viejo Testamento?

—La Escritura no informa de tal cosa…, pero si rebusco en mi memoria me parece recordar que viajeros que han visitado el Egipto quedaron sorprendidos de que los sacerdotes de los faraones de la más alta antigüedad representaran sus pensamientos por medio de imágenes. Si allí era usual, ¿por qué no puede suceder lo mismo aquí en la costa opuesta del océano? Cortés hizo preguntar a Marina.

—¿Qué dibujan esos hombres?

—Señor, el pensamiento huye y todo pasa si no puede ser retenido. Nuestros antepasados idearon tales dibujos para que con ellos se entendieran pueblos de lenguajes distintos.

—¿Los entiendes tú también?

—Mi padre me los enseñó; pero yo entonces era muy niña y deben pasar muchos años para llegar a entender todos esos signos.

—Me gustaría ver lo que hacen.

Uno de aquellos hombres, que trazaba dibujos rápidamente, fue llamado. Sostenía en una mano un estuche de piel con sólida cubierta y sobre ésta había extendida una piel de ciervo. En la otra mano tenía un pincel de pelo fino que mojaba de vez en cuando en el pequeño recipiente de tinte que llevaba al cinto. Los dibujos eran trazados ordenadamente el uno junto al otro, de forma que varios renglones formaban un cuadrilátero regular. Cortés echó una mirada a la hoja. A la primera observación nada pudo comprender; muchas figuras de indios con cabezas gigantescas: una tenía los pies hacia delante; la otra hacia atrás. De sus bocas salían burbujas pequeñas y estaban todos rodeados de flores y pájaros. Seguían luego algunas figuras grotescas, como criaturas. De pronto sintióse Cortés como transportado de un mundo de cuento al mundo de la realidad. En los dibujos veía sus buques flotantes, con sus velas, el grimpolón de la capitana, los marineros a bordo, uno de los cuales trepaba a un mastelero. Veíanse la campana tocando, con flechas pequeñas que indicaban el sonido. En otro dibujo veíanse los cañones como a ellos se les habían aparecido, con un montón de balas de piedra a su lado. Luego presentaban otros dibujos: un hombre troceando leña; otro apoyado en su lanza. Un jinete a pie con su arnés; aparte dibujados su sable y la lanza. Después seguía el padre Olmedo ante el altar con el cáliz en la mano; algunos extraños dibujos con pájaros fantásticos alrededor de una extraña deidad. Abajo estaba dibujada la tienda del general, una serie de signos imposibles de interpretar, y después él mismo. Cortés, con todo su Estado Mayor, con su coraza bruñida, su barba, el sombrero puesto, y luego a continuación el sombrero quitado, indicando así la manera como había saludado al jefe indio. El corneta se encontraba delante de la tienda.

—Haz la señal; los capitanes deben reunirse aquí, delante de la tienda.

Fueron pasando los capitanes y con pueril curiosidad trataban de descubrir su propia imagen en aquellas figuras. Entretanto, los dos pintores se acurrucaban temerosos en un rincón y no comprendían por qué los dioses barbudos aquellos estaban tan excitados.

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