El dios de las pequeñas cosas (23 page)

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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Rahel estaba sentada con las piernas cruzadas (en el taburete que estaba sobre la mesa).

—Esthappen Desconocido —dijo.

Abrió el cuaderno y leyó en voz alta.

«Cuando Ulises volvió a casa, su hijo jue
z le dijo padre creí que no ibas a volver, han venido muchos príncipes y todos se querían casar con Pene Lope, pero Pene Lope decía que me casaré con el hombre que pueda atravesar los doce anillos, y todos fallaron, y ulises fue al palacio vestido de pordiosero y preguntó que si podía probar y todos los hombres se rieron de él y le dijeron si nosotros no podemos, pues tú tampoco, y el hijo de ulises dijo que se callaran y le dejaran probar y él cogió el arco y disparó justo entre los doce anillos.»

Debajo había correcciones de alguna lección anterior.

Aprendido
Ninguno
Carruajes
Puente
Porteador
Sujeto
Aprendido
Ninguno
Carruajes
Puente
Porteador
Sujeto
Aprendido
nenguno
Aprendido
Niuno

Una sonrisa se enroscó en los bordes de la voz de Rahel.

—El orden ante todo —dijo.

Ammu había trazado una línea ondulante a lo largo de la página con un lápiz rojo y había escrito:
¿Y el margen? ¡Haz el favor de unir las letras!

«Cuando vamos por la calle en la ciudad tenemos que ir siempre por la
acera.
Si vamos por la acera no hay coches que causen acidentes, pero por la calle principal hay un trafico muy peligroso que te puede atropellar y puedes
perder el conocimiento
o qedarte
cojo
. Si te rompes la cabeza o la nuca es una
desgracia
muy grande, los policías dirigen el trafico para que no haya demasiados
inválidos
que tengan que ir al ospital. Para bajarse del autobús sólo podemos bajarnos después de decírselo al
cobrador
o nos podemos hacer
heridas
y dar mucho trabajo a los médicos. El trabajo de conductor es muy
peligroso
. Su familia está muy angustiada porque el conductor puede morirse.»

—¡Qué chico más morboso! —le dijo Rahel a Estha. Y, al volver la página, algo le atenazó la garganta, le quitó la voz, se la sacudió y se la devolvió sin sonrisa en los bordes. La siguiente redacción de Estha se titulaba
Pequeña Ammu
.

Con las letras unidas. Con las mayúsculas más altas y con rabitos ensortijados. La sombra que se recortaba en el hueco de la puerta estaba muy quieta.

«El sábado fuimos a una librería de Kottayam a comprar un regalo a Ammu porque su cumpleaños es el 17 de noveimbre. Le compamos un Diario y lo escondimos en el amaño y luego empezó a ser de noche. Y entonces le dijimos que si quieres ver tu regalo y ella dijo sí que quiero verlo, y escribimos en el papel Para nuestra pequeña Ammu con el cariño de Estha y Rahel y se lo dimos a Ammu y ella dijo qué regalo tan bonito es justo lo que quería y luego estuvimos ablando un poco y hablamos del Diario y luego le dimos un beso y nos fuimos a la cama
.

Rahel y yo estuvimos ablando y luego nos dormimos y tuvimos un sueño
.

Y luego me levanté y tenía mucha sed y fui al cuarto de Ammu y le dije tengo sed. Y Ammu me dio agua y luego me iba a mi cama y Ammu me llamó y me dijo quédate a dormir conmigo y me acurruqué a su espalda y estuve hablando con ella y me dormí. Y luego me levanté y volvimos a oblar y luego tuvimos una fiesta a media noche, y tomamos naranja y cafe y plátano, y luego vino Rahel y nos comimos otros dos plátanos más y le dimos un beso a Ammu porque ya era su cumpleaños y luego le cantamos cumpleaños feliz. Y luego por la mañana Ammu nos dio vestidos nuevos de regalo, a Rahel de maharaníy a mi de Nehru.»

Ammu había corregido las faltas de ortografía y debajo de la redacción había escrito:
Si estoy Hablando con alguien, sólo puedes interrumpirme si es algo muy urgente. Y si tienes que interrumpirme, has de decir «Perdón». Si no haces caso de estas instrucciones, te castigaré muy severamente. Corrige los errores, por favor
.

Pequeña Ammu.

Que nunca corrigió
sus
errores.

Que tuvo que hacer las maletas y marcharse. Porque no tenía derecho a nada. Porque Chacko le dijo que ya había destruido demasiadas cosas.

Que regresó a Ayemenem con asma y un ruido en el pecho que parecía un hombre gritando desde lejos.

Estha nunca la vio así.

Desvariando. Enferma. Triste.

La última vez que Ammu volvió a Ayemenem, a Rahel la acababan de expulsar del Convento de Nazaret (por decorar cacas de vaca y tropezarse deliberadamente con sus compañeras mayores). Ammu se había quedado sin el último de una serie de empleos —recepcionista en un hotelucho de mala muerte— porque se había puesto enferma y había faltado demasiados días a trabajar. Le dijeron que el hotel no podía afrontar el gasto. Necesitaban una recepcionista que tuviera mejor salud.

En aquella última visita, Ammu se pasó la mañana con Rahel en su cuarto. Con las últimas monedas de su exiguo sueldo había comprado a su hija unos regalitos que había envuelto en papel marrón con corazones de papel pegados: un paquete de cigarrillos de chocolate, una cajita pequeña de lápices Phantom y un cómic. Eran regalos para una niña de siete años. Rahel tenía casi once. Era como si Ammu creyera que, si se negaba a aceptar el paso del tiempo, si deseaba que el tiempo se detuviese en las vidas de sus gemelos, el tiempo se detendría. Como si la mera fuerza de voluntad fuese suficiente para mantener en suspenso la niñez de sus hijos hasta que tuviera dinero para llevárselos a vivir con ella. Entonces podrían retomar todo donde lo dejaron. Comenzar de nuevo desde los siete años. Ammu le contó a Rahel que también le había comprado un cómic a Estha y que lo guardaría hasta que consiguiera otro trabajo y ganase lo suficiente para alquilar una habitación en la que estar los tres juntos. Entonces iría a Calcuta a buscar a Estha y se lo daría. Le dijo que ese día no estaba lejano, podía ser en
cualquier
momento, que pronto el asunto del alquiler no sería un problema porque había presentado una solicitud para trabajar en las Naciones Unidas y se irían todos a vivir a La Haya con una niñera holandesa que los cuidaría. O si no, decía Ammu, podía quedarse en la India y hacer lo que siempre había pensado, abrir una escuela. Decía que elegir entre dedicarse a la educación o hacer un trabajo para las Naciones Unidas no era fácil, pero lo importante era recordar que tener la posibilidad de elegir ya constituía un gran privilegio.

Por el momento, hasta que tomara una decisión, seguiría guardando el regalo de Estha.

Aquella mañana Ammu habló incesantemente. Le preguntaba muchas cosas a Rahel, pero no le dejaba contestar. Si Rahel intentaba decir algo, Ammu la interrumpía con una idea diferente o con otra pregunta. Parecía aterrorizada ante cualquier respuesta de persona adulta que pudiera darle su hija y descongelara el tiempo congelado. El miedo la había vuelto locuaz, y pretendía mantenerlo a raya con su parloteo.

Estaba hinchada por la cortisona, tenía la cara redonda, no era la madre esbelta que Rahel había conocido. La piel se le había puesto tirante sobre las mejillas mofletudas, con el brillo y la textura de las cicatrices típicas de las vacunaciones ya antiguas, y, cuando sonreía, parecía que los hoyuelos le doliesen. Su pelo rizado había perdido el brillo y colgaba a los lados de su rostro hinchado como una cortina raída. Para ayudarse a respirar llevaba un inhalador de cristal en su bolso gastado por el uso. Un inhalador Brown Brovon. Cada vez que inspiraba era como si le ganase una batalla al puño de acero que intentaba exprimirle el aire de los pulmones. Rahel miraba cómo respiraba su madre. Cada vez que inhalaba, los huecos que tenía junto a las clavículas se hacían más profundos y se llenaban de sombras.

Ammu escupió una flema en el pañuelo y se lo enseñó a Rahel.

—Siempre hay que comprobar cómo son —susurró con voz ronca, como si las flemas fueran la respuesta a un problema aritmético en una hoja de papel que hubiera que revisar antes de entregar—. Si son blancas, quiere decir que no están maduras. Si son amarillas y huelen a podrido, están maduras y listas para expectorar. Las flemas son como la fruta: o están maduras, o verdes. Hay que saber diferenciarlas.

Durante el almuerzo eructó como un camionero y pidió perdón en un tono de voz grave y poco natural. Rahel notó que en las cejas tenía unos pelos gruesos, nuevos, largos, como las antenas de un artrópodo. Ammu sonrió al silencio que la rodeaba en la mesa mientras separaba un trozo de emperador frito de la espina, y dijo que se sentía como una señal de carretera con cagadas de pájaro. Tenía un brillo extraño, febril, en la mirada.

Mammachi le preguntó que si bebía y le sugirió que fuese a visitar a Rahel lo menos posible.

Ammu se levantó de la mesa y, sin decir una sola palabra, se fue. Ni tan siquiera dijo adiós.

—Ve a despedirte —le dijo Chacko a Rahel.

Hizo oídos sordos. Siguió comiendo el pescado. Se acordó de lo de las flemas y casi la hizo vomitar. Entonces odió a su madre. La
odió
.

No volvió a verla.

Ammu murió en un lúgubre cuartucho de la Pensión Bharat de Alleppey, adonde había ido para una entrevista para un empleo de secretaria. Murió sola. Con un ruidoso ventilador de techo por compañía y sin Estha que hablara con ella, acurrucado a su espalda. Tenía treinta y un años. No era joven ni vieja, pero tenía una edad en que la muerte ya era un hecho posible.

Por la noche se despertó para escapar de un sueño que se había vuelto habitual, recurrente, en el que unos policías se le acercaban con unas tijeras para cortarle el pelo. Eso les hacían en Kottayam a las prostitutas cuando las cogían en el bazar. Las marcaban para que todo el mundo supiera lo que eran.
Veshyas
. Para que los policías nuevos no tuvieran problemas a la hora de identificar a quiénes había que perseguir. Ammu siempre se fijaba en ellas en el mercado, en aquellas mujeres con la mirada perdida y la cabeza afeitada, en un país en el que la melena larga y aceitada era privilegio de las mujeres decentes.

Aquella noche, en la pensión, Ammu se sentó en aquella cama extraña de aquella habitación extraña de aquella ciudad extraña. No sabía dónde estaba, no reconocía nada de lo que tenía alrededor. Solamente el miedo le resultaba familiar. El hombre que tenía dentro empezó a gritar desde lejos. Y en aquella ocasión el puño de acero no soltó su presa. Las sombras se amontonaron como murciélagos en los hoyuelos que tenía junto a las clavículas.

El encargado de la limpieza la encontró por la mañana. Apagó el ventilador.

Tenía una bolsa azul oscuro bajo un ojo, hinchada igual que una burbuja. Como si el ojo hubiera intentado llevar a cabo el trabajo que los pulmones no podían hacer. En algún momento, cerca de la medianoche, el hombre que vivía en su pecho había dejado de gritar desde lejos. Un pelotón de hormigas transportaba una cucaracha muerta tranquilamente por debajo de la puerta, como para demostrar qué es lo que hay que hacer con los cadáveres.

En la iglesia se negaron a enterrar a Ammu. Por varias razones. Así que Chacko alquiló una furgoneta para transportar el cuerpo al crematorio eléctrico, el de los pobres. A los ricos los incineraban en una pira de madera. La envolvieron en una sábana sucia y la colocaron sobre una camilla. Rahel pensó que parecía un senador romano.
Et tu, Ammu!
, se dijo mentalmente, y sonrió al recordar a Estha.

Era una cosa muy extraña ir conduciendo por calles luminosas y llenas de ajetreo con un senador romano muerto en el suelo de la furgoneta. Hacía que el azul del cielo fuera más azul. Más allá de las ventanillas la gente, que parecía muñecos de papel recortados, seguía con sus vidas de muñecos de papel recortados. La vida real estaba en la furgoneta. Donde estaba la muerte real. Con los baches de la carretera el cuerpo de Ammu saltaba y se iba deslizando fuera de la camilla. Su cabeza chocó con uno de los pernos del suelo, pero no hizo un gesto de dolor ni se despertó. En la cabeza de Rahel sonaba un zumbido, y durante el resto de aquel día Chacko tuvo que gritar para que le prestara atención.

El crematorio tenía el mismo aspecto sucio y desvencijado de las estaciones de tren, sólo que estaba desierto. No había trenes, no había multitudes. Allí sólo se incineraba a los mendigos, a los que no tenían familia y a los presos. La gente que moría sin nadie que se acurrucase a su espalda y le hablase. Cuando le llegó el turno a Ammu, Chacko cogió fuerte la mano de Rahel. Ella no quería que la cogieran de la mano, así que aprovechó que la tenía sudorosa por el calor del crematorio para soltarse. Nadie más de la familia estuvo presente.

La puerta de acero del horno se abrió y el mudo murmullo del fuego eterno se convirtió en un rugido rojo. El calor se abalanzó sobre ellos como una bestia salvaje muerta de hambre. Y entonces le dieron a Ammu, la Ammu de Rahel, para comer. Su pelo, su piel, su sonrisa. Su voz. El modo en que utilizaba a Kipling para amar a sus hijos antes de meterlos en la cama:
Somos de la misma sangre, vosotros y yo
. Su beso de buenas noches. El modo en que los mantenía con la cara quieta (apretándoles las mejillas y haciéndoles poner boquita de pez) con una mano mientras con la otra los peinaba y les hacía la raya. El modo en que le sostenía las bragas a Rahel para que se metiera en ellas.
La pierna izquierda, la pierna derecha
. Todo eso se lo dieron a la bestia para comer y quedó satisfecha.

Ella había sido su Ammu y su Baba y los había querido el Doble.

La puerta del horno resonó al cerrarse. No hubo lágrimas.

El encargado del crematorio había salido calle abajo a tomarse un té y tardó veinte minutos en volver. Eso fue lo que Chacko y Rahel tuvieron que esperar para que les dieran un recibo de color rosa a cambio del cual les entregarían los restos de Ammu. Sus cenizas. Los granitos de arena de sus huesos. Los dientes de su sonrisa. Todo lo que ella fue, comprimido en un pequeño recipiente de arcilla. El recibo número Q498673.

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