El dios de las pequeñas cosas (20 page)

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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Y, entre un torrente de mocos y alivio, la cosa emergió. Era una cuentita de cristal malva en un reluciente lecho de limo. Tan orgullosa como una perla en una ostra. Los niños se apiñaron alrededor para admirarla. El chiquillo que había estado jugando con el cartel miró con desdén.

—Yo también puedo hacer eso —proclamó.

—Inténtalo, y verás qué bofetada te doy —dijo su madre.

—Señorita Rahel —dijo en voz alta la enfermera mirando alrededor.

—Lo ha expulsado —le dijo Ammu a la enfermera—. Lo ha expulsado.

Y levantó como un trofeo el arrugado pañuelo. La enfermera no entendía a qué se refería.

—Todo solucionado, así que nos vamos —dijo Ammu—. Ha expulsado la cuenta.

—El siguiente —dijo la enfermera y entornó los ojos tras sus gafas con filtros contra ratas. (Cada loco con su tema, pensó para sus adentros)—. S. V. S. Kurup.

El chiquillo desdeñoso lanzó un alarido mientras su madre lo empujaba para que entrase en la consulta.

Rahel y Estha abandonaron la clínica con aire triunfal. El pequeño Lenin se quedó a la espera de que el doctor Verghese Verghese le introdujera fríos artilugios de acero en el orificio de la nariz y le metiera mano a su madre.

Así era Lenin, entonces.

Y ahora tenía una casa, y una scooter Bajaj, y mujer, y
descendencia
.

Rahel devolvió el sobre con las fotografías al camarada Pillai e intentó marcharse.

—Un minuto —dijo el camarada Pillai.

Era como un exhibicionista detrás de un seto. Seducía a la gente con sus tetillas y la forzaba a ver las fotos de su hijo. Fue pasando las fotografías del paquete (todo un recorrido gráfico por la vida de Lenin en un minuto) hasta llegar a la última.


Orkunnundo ?

Era una fotografía antigua, en blanco y negro. Una de las que había hecho Chacko con la cámara Rolleiflex que le trajo Margaret Kochamma como regalo de Navidad. En ella estaban los cuatro: Lenin, Estha, Sophie Mol y Rahel, de pie en la galería delantera de la casa de Ayemenem. Detrás de ellos, los adornos navideños de Bebé Kochamma colgaban del techo formando ondas. Una estrella de cartón pendía de una bombilla. Lenin, Estha y Rahel parecían animalillos amedrentados bajo la luz de los faros de un coche. Las rodillas, muy juntas; las sonrisas, congeladas en el rostro; los brazos, colgando a los lados del cuerpo como clavados con alfileres; el pecho, totalmente de frente al fotógrafo. Como si estar de lado fuera pecado.

Sólo Sophie Mol, con petulancia del Primer Mundo, se había preparado especialmente para la foto de su padre biológico. Se había levantado los párpados de tal modo que sus ojos parecían pétalos de carne surcados por venillas rosa (de color gris en la fotografía en blanco y negro). Se había colocado una dentadura postiza hecha con la peladura amarilla de una lima, a través de la cual sacaba la lengua, en cuya punta se había encajado el dedal de plata de Mammachi. (Lo había secuestrado el día de su llegada, y juró que durante las vacaciones sólo utilizaría como vaso aquel dedal.) Llevaba una vela encendida en cada mano y una pernera del pantalón vaquero acampanado subida para que se le viera la rodilla, blanca y huesuda, en la que había una cara pintada. Minutos antes de que les hicieran la fotografía había acabado de explicarles con mucha paciencia a Estha y Rahel (desechando cualquier evidencia de lo contrario, fotografías, recuerdos) que existían bastantes posibilidades de que fueran bastardos y lo que significaba bastardo. Lo cual había incluido una compleja, pero más bien inexacta, descripción de lo que eran las relaciones sexuales. «Mirad, lo que hacen es…»

Eso ocurrió pocos días antes de que muriera.

Sophie Mol.

Que bebía de un dedal
.

Que daba volteretas en su ataúd
.

Llegó en el vuelo Bombay-Cochín. Ensombrerada, acampanada y Querida desde el Principio.

6

Los canguros de Cochín

Rahel estaba en el aeropuerto de Cochín con sus bragas nuevas de topos, que aún tenían el apresto. Se habían hecho todos los ensayos. Era el Día del Estreno. La culminación de la semana del
¿Qué Va a Pensar Sophie Mol
?

Por la mañana, en el Hotel Reina de los Mares, Ammu —que por la noche había soñado con delfines y un azul intenso— ayudó a Rahel a ponerse el vaporoso Vestido de ir al Aeropuerto. Era una de esas incomprensibles aberraciones que le gustaban a Ammu, una nube de tieso encaje de color amarillo con diminutas lentejuelas plateadas y un lazo en cada hombro. La falda, con volantes, estaba sostenida con enaguas para que tuviera vuelo. Rahel estaba preocupada porque no hacía juego con sus gafas de sol.

Ammu sostuvo las tersas bragas a juego y Rahel, apoyando las manos en los hombros de Ammu, se metió en ellas (pierna izquierda, pierna derecha) y le dio a Ammu un beso en cada hoyuelo (mejilla izquierda, mejilla derecha). El elástico resonó suavemente contra su tripita.

—Gracias, Ammu —dijo Rahel.

—¿Gracias? ¿Por qué?

—Por el vestido nuevo y las bragas —dijo Rahel.

Ammu sonrió.

—De nada, corazón —contestó, pero en tono triste.

De nada, corazón
.

La mariposa que estaba sobre el corazón de Rahel alzó una patita velluda y luego la volvió a posar. La patita estaba fría.
Su madre la quería un poco menos
.

La habitación del Reina de los Mares olía a huevos y a café hecho en cafetera de filtro.

De camino al coche, Estha llevaba el termo Águila con agua del grifo y Rahel llevaba el termo Águila con agua hervida. Los termos Águila tenían dibujadas unas águilas con las alas desplegadas y que sostenían un globo terráqueo con las garras. Los gemelos creían que las águilas del termo se pasaban el día vigilando el mundo y la noche volando alrededor de los termos. Volaban tan silenciosas como las lechuzas, con la luna reflejada en las alas.

Estha llevaba camisa roja de manga larga con el cuello muy puntiagudo y pantalones negros muy ceñidos. Su tupé tenía un aspecto crujiente y sorprendido. Como clara de huevo bien batida.

Estha —hay que admitir que con cierta razón— dijo que Rahel tenía pinta de tonta con aquel vestido para ir al aeropuerto. Rahel le dio una bofetada, y él se la devolvió.

En el aeropuerto no se hablaron.

Chacko, que habitualmente llevaba un
mundu
, aquel día se había puesto un traje ajustado muy gracioso y tenía una sonrisa radiante. Ammu le colocó derecha la corbata, que no hacía juego con el traje y estaba ladeada. La corbata había desayunado y estaba satisfecha.

Ammu le dijo: «Pero ¿qué le ha sucedido de repente a nuestro Hombre del Pueblo?». Lo dijo con los hoyuelos que se le formaban al sonreír, porque Chacko estaba que reventaba. Contentísimo.

Chacko no le dio una bofetada.

Así que no se la devolvió.

En la floristería del Reina de los Mares Chacko compró dos rosas rojas que llevó con sumo cuidado.

Orondo.

Cariñoso.

La tienda del aeropuerto, que dirigía la Corporación para el Desarrollo del Turismo en Kerala, estaba a rebosar de maharajás de Air India (tamaño pequeño, mediano y grande), elefantes de madera de sándalo (tamaño pequeño, mediano y grande) y máscaras de bailarines de kathakali en papel maché (tamaño pequeño, mediano y grande). Un olor dulzón a madera de sándalo y a axilas cubiertas con camisetas de algodón (tamaño pequeño, mediano y grande) flotaba en el aire.

En la sala de espera de llegadas había cuatro canguros de cemento de tamaño natural con bolsas de cemento donde ponía
UTILÍZAME
. En las bolsas, en vez de canguritos de cemento, había colillas de cigarrillos, cerillas usadas, chapas de botella, cáscaras de cacahuete, vasos de papel arrugados y cucarachas.

Las rojas manchas de los escupitajos de betel salpicaban los vientres de los canguros como si fueran heridas recientes.

Los canguros del aeropuerto tenían sonrientes bocas rojas.

Y orejas con ribetes de color rosa.

Parecía que, si se les apretaba la panza, dirían «Ma-má» con ese tono de los juguetes que se están quedando sin pilas.

Cuando el avión de la línea Bombay-Cochín en que iba Sophie Mol apareció en el cielo color azul cielo, la multitud se apretujó contra la barandilla de hierro para ver mejor.

La sala de espera de llegadas era un apiñamiento de cariño y emoción porque a bordo del vuelo Bombay-Cochín llegaban los emigrantes que volvían del extranjero.

Sus familias habían ido a esperarlos. Desde todos los puntos de Kerala. Haciendo largos viajes en autobús. Desde Ranni, desde Kumili, desde Vizhinjam, desde Uzhavoor. Algunos habían pasado la noche acampados en el aeropuerto y se habían llevado su propia comida. Y tapioca frita y
chakka velaichathu
para el camino de vuelta.

Estaban todos: las
ammoomas
sordas, los
appoopans
artríticos y cascarrabias, las esposas que suspiraban, los tíos intrigantes, los niños con cagalera. Las novias para que les volvieran a dar el visto bueno. El marido de la maestra, que seguía esperando el visado para Arabia Saudí. Las hermanas del marido de la maestra, que esperaban sus dotes. La esposa embarazada del encofrador.

—La mayoría de esta gentuza es de la casta de los barrenderos —dijo Bebé Kochamma con gesto adusto, y miró hacia otro lado mientras una mamá, que no quería abandonar el Buen Puesto conseguido junto a la barandilla, ponía a su niño a hacer pipí metiéndole el pito en una botella vacía. El crío sonreía y saludaba con la mano a la gente que había alrededor.

—Ssss… —hizo su madre. Al principio con tono persuasivo, después furiosa. Pero el niño se creía que era el Papa. Sonreía y saludaba y volvía a sonreír y a saludar. Con el pito en la botella.

—No olvidéis que sois embajadores de la India —les dijo Bebé Kochamma a Rahel y a Estha—. Vosotros le vais a dar la Primera Impresión sobre vuestra patria.

Embajadores Gemelos Bivitelinos. Su Excelencia el Embajador E(lvis). Pelvis y Su Excelencia la Embajadora I(nsecto). Palo.

Rahel, con su vestido de encaje rígido y su fuente con un «amor-en-Tokio», parecía un Hada de Aeropuerto de pésimo gusto. Estaba encerrada entre caderas sudorosas (como volvería a ocurrirle en un entierro en una iglesia amarilla) y entusiasmo adusto. Tenía la mariposa de su abuelo posada sobre el corazón. Desvió la mirada del ruidoso pájaro de acero del cielo azul cielo que llevaba dentro a su prima y lo que vio fue canguros de boca roja, con sonrisa de rubí, que se movían cementosamente por el suelo del aeropuerto:

Tacón, punta,

tacón, punta.

Con grandes pies planos.

Y con la basura del aeropuerto en las bolsas de llevar a sus canguritos bebé.

El más pequeño alargaba el cuello como la gente de las películas inglesas cuando se afloja la corbata después de salir de la oficina. La cangura mediana revolvía en su bolsa a la búsqueda de alguna colilla grande de cigarrillo para fumársela. Encontró una nuez en una bolsa de plástico opaca y la partió con los dientes delanteros como si fuera un roedor. El canguro más grande bamboleaba el cartel que decía:
LA CORPORACIÓN PARA EL DESARROLLO DEL TURISMO EN KERALA LE DA LA BIENVENIDA,
con un bailarín de kathakali haciendo un
ñamaste
. Otro cartel, que no bamboleaba ningún canguro, decía:
SODINEVNEIB A AL ATSOC ED SAL SAICEPSE ED AL AIDNI
.

A toda prisa, la embajadora Rahel hizo un túnel por entre la gente apiñada hasta donde estaba su hermano y coembajador.

¡Mira, Estha, mira!

El embajador Estha no miró. No quería mirar. Estaba mirando el traqueteo del avión en el momento del aterrizaje, con su termo Águila con agua corriente colgado al cuello y un sentimiento de vacío y de lleno: el Hombre de la Naranjada y la Limonada sabía dónde encontrarlo. En la fábrica de Ayemenem. En las riberas del Meenachal.

Ammu miraba con su bolso.

Chacko, con sus rosas.

Bebé Kochamma, con su lunar protuberante en el cuello.

Y luego la gente del Bombay-Cochín empezó a salir. Del aire fresco al aire caliente. Gente entumecida que se desentumecía camino a la sala de espera de llegadas.

Y allí estaban, los emigrantes que volvían, con sus trajes de lavar y poner y sus gafas de sol irisadas. Con la solución a la extrema pobreza en sus maletas Aristocrat. Con tejados de cemento para sus casas de techo de paja y calentadores para los cuartos de baño de sus padres. Con redes de alcantarillado y fosas sépticas. Con faldas maxi y tacones altos. Con mangas abullonadas y lápiz de labios. Con batidoras-trituradoras y flashes automáticos para sus cámaras fotográficas. Con llaves que contar y armarios que cerrar. Con hambre de
kappa
y de
meen vevichathu
, que hacía tanto que no comían. Con cariño y una ligera capa de vergüenza de que sus familiares que habían ido a recibirlos fueran tan… tan… tan palurdos.
¡Mira cómo van vestidos! Seguro que tienen ropa más adecuada para venir al aeropuerto. ¿Por qué tendrán los de Kerala unas dentaduras tan horribles
?

¡Y el aeropuerto! Si parece más bien una estación de autobuses. Hay palomina por todo el edificio ¡Oh, qué manchas de escupitajos tienen los canguros!

¡Ay! La India se está yendo a la ruina
.

Cuando los viajes larguísimos en autobús y la noche pasada en el aeropuerto se encontraron con el cariño y la ligera capa de vergüenza, aparecieron pequeñas fisuras que habían de crecer y crecer y, antes de que se dieran cuenta, los Emigrantes que Volvían se encontrarían con que les habían dejado fuera de la Casa de la Historia y con que sus sueños habían sido resonados.

Y entonces, allí, entre los trajes de lavar y poner y las maletas resplandecientes, apareció Sophie Mol.

Que bebía de un dedal
.

Que daba volteretas en su ataúd
.

Venía andando por el pasillo con el olor a Londres en el pelo. Con el vuelo de los pantalones amarillos aleteando alrededor de sus tobillos. Con el largo cabello flotando bajo su sombrero de paja. Una mano en la de su madre. La otra, balanceándose como la de los soldados (izquierda, izquierda, izquierda, derecha, izquierda).

Era una niña

alta y delgada.

Parecía

un hada.

Y su pelo,

y su pelo

era color caramelo (izquierda, izquierda, derecha).

Era una niña,…

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