El Druida (33 page)

Read El Druida Online

Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
13.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al igual que todos los seres vivos, los árboles se comunican. Su lenguaje no es audible para los oídos humanos, pero los adiestrados sentidos de los druidas son conscientes de una frialdad que emana de los robles, de una sombría cólera.

Entonces, haciendo un gesto a Sulis y Keryth, detallé lo que habíamos descubierto acerca de la incapacitación de Nantorus y la muerte de Menua.

De repente la atmósfera del bosque crepitó con una oleada salvaje, cortante. Incluso Aberth miró nervioso hacia los árboles, donde la sombra del asesinato colgaba de las ramas.

—¡Dinos qué quieres hacer! —exclamaron varios druidas.

Dian Cet se aclaró la garganta.

—Estaremos de acuerdo con cualquier acción que el jefe druida juzgue apropiada —anunció formalmente.

—He pensado mucho en esto —les dije—. Tiene que haber una simetría. Tasgetius debe recibir lo que ha dado, pero no podemos privar a la tribu de un rey hasta que dispongamos de un sustituto digno, algo que nadie lamenta más que yo.

Quería hacerles saber que también yo estaba sediento de venganza.

Dejando que las mujeres cuidaran de Lakutu, di el primer paso en el plan que había concebido. Con varios de mis druidas y una selecta guardia de guerreros, partí hacia Cenabum para devolver la visita formal a Tasgetius.

Llevaba en la mano el bastón de fresno que simbolizaba el cargo de jefe druida y sobre el pecho el triskele de oro que Menua me había dado. Damona ya había bordado el borde de mi túnica encapuchada con un diseño que representaba las montañas que había cruzado en mi viaje por la Provincia.

Cruzó por mi cabeza el pensamiento de si una de las habilidades que Damona estaba enseñando a Lakutu era el bordado. Sin duda las bailarinas no están adiestradas para cocinar, barrer suelos y golpear las ropas con piedras en el río. Sin embargo, Lakutu estaba aprendiendo a hacer tales cosas... para mí. Pronto podría progresar y hacer los bordados ella misma.

Aparté mis pensamientos de ella y me preparé para el encuentro con Tasgetius.

El rey de los carnutos se desconcertó claramente al verme llegar sano y salvo a Cenabum, pero se recuperó con rapidez.

—Nos llena de felicidad verte con un aspecto tan bueno, Ainvar —me dijo, tendiendo los brazos y abrazándome como un amigo.

Mi rostro permaneció impasible.

—Nunca me he sentido mejor.

—¿Ah, sí? Nos llegaron rumores de una enfermedad.

—Las palabras gritadas al viento pueden ser malinterpretadas.

—Así es, en efecto. ¿Podemos saber ahora la razón de tu visita?

Los dos mostramos los dientes en sendas muecas que pretendían ser sonrisas corteses. Sonrisas de lobo.

—Para devolver el placer de la tuya —le dije suavemente—. En realidad, mi propósito es triple... He venido para instruir a las parejas que tienen intención de casarse en el bosque en la fiesta de Beltaine, pues es preciso efectuar los preparativos con antelación. —Al decir esto procuré no pensar en Briga—. También he juzgado necesario explicarte que realmente no tenemos sitio para un puesto comercial en el Fuerte del Bosque.

Un músculo se movió en la comisura de un ojo del rey.

—Eso he oído —dijo secamente.

Ninguno de los dos daba su brazo a torcer.

Me invitó a su alojamiento y me sirvió vino. Vino romano. Cuando no tomé nada para comer ni beber no preguntó por qué, pero observé el ligero parpadeo de sus ojos.

Entretanto yo estaba poniendo a prueba sus reflejos mentales. Mientras le mantenía ocupado, el miembro más apropiado de mi séquito visitaba otros alojamientos de Cenabum.

Siguiendo mis instrucciones, Aberth el sacrificador contó a los parientes de Menua y Nantorus lo que les habían hecho y a instigación de quién.

Por astuto que fuese, Tasgetius no era druida. Cuando nos acompañó a las puertas de Cenabum para despedirnos, no parecía consciente de la atmósfera enrarecida y turbada dentro de los muros de la fortaleza.

Pero yo la notaba y me regocijaba. Sin que él lo sospechara, la lanza había sido arrojada contra su espalda.

Aberth me informó durante el viaje de regreso.

—Lo que dije produjo una gran cólera, pero no verdadera incredulidad. Tasgetius ha perdido la popularidad que tenía. Es de conocimiento común que acepta pagos secretos de los mercaderes por dejarles hacer negocios en Cenabum.

—Esa costumbre tampoco es desconocida en la Provincia —observé.

Caminábamos por las llanuras de los carnutos bajo un cálido sol primaveral. La dulce y blanda carne parda de la tierra estaba caliente bajo nuestros pies. La tierra olía a fertilidad. Habíamos vertido en ella sudor y sangre para estimularla a producir.

Aberth, que caminaba a mi lado, tenía un brillo rojizo en los ojos.

—Los parientes de Menua y Nantorus quieren venganza, Ainvar. Sangre por sangre. Los dos más francos son los príncipes Cotuatus y Conconnetodumnus, los cuales tienen muchos guerreros que les han jurado fidelidad.

—Los conozco, por lo menos a Cotuatus, quien tenía afecto a Menua.

—Entre hombres que crecen juntos en un alojamiento atestado se desarrolla una intensa amistad —dijo Aberth—. Y Cotuatus me ha dicho que él y Menua crecieron así. Mataría a Tasgetius hoy mismo, pero he obtenido su promesa de que esperará hasta que tú indiques el momento oportuno. Entretanto, él y los demás vigilarán al rey y te informarán de sus acciones.

Había adquirido ojos y oídos en Cenabum. Tasgetius no volvería a cogerme por sorpresa. No dudaba de que si me mantenía firme en mi postura, él intentaría de nuevo matarme.

Que lo intente, me dije con una oscura alegría. La sangre guerrera de mi padre aullaba en mis venas, deseosa de luchar.

Desde la falda de las llanuras el bosque sagrado se alzaba a lo lejos como una cabeza erguida. Mi propio corazón se irguió al divisar nuestro templo vivo, inviolado y sacrosanto, que se levantaba libre contra el cielo.

Apenas habíamos entrado en el fuerte, Sulis corrió hacia mí, deseosa de darme buenas noticias.

—La mujer de tu alojamiento está mucho mejor, Ainvar. La secuana la ha visitado varias veces y no hay duda de ello, la mujer mejora.

—Se llama Lakutu.

—Ah, sí, bueno.

—¿Entonces Briga está ahora contigo?

—Todavía no. Aún se muestra reacia a abandonar a Crom Daral. Pero he hablado con ella y admite que tiene conciencia de su don. Cuando dice que lo sintió correr a través de ella la noche que salvó a la..., a Lakutu..., su rostro se ilumina. Más tarde o más temprano dejará de resistirse y vendrá a nosotros.

Más tarde o más temprano sería demasiado tarde. Los jóvenes ya estaban mondando y decorando el árbol que sería el eje de la danza de Beltaine, el símbolo de la fertilidad alrededor del cual crecería la pauta de las nueve vidas.

Y desde el sur llegaron noticias de que Vercingetórix, desestimando las objeciones de su tío Gobannitio, se había enfrentado formalmente a Potomarus por el trono de los arvernios.

CAPÍTULO XX

—La magia sexual —musité.

—¿Qué? —Tarvos alzó la cabeza—. ¿Hablabas conmigo?

—Pensaba en voz alta —le dije—, sobre las posibilidades de ayudar a Vercingetórix. Necesitará toda la fuerza y el vigor que pueda conseguir para que los druidas y los ancianos retiren su ayuda al rey y se la ofrezcan a él.

—Nunca pensé que el arvernio careciera de vigor —comentó Tarvos—. Todas esas mujeres de la Provincia...

—Pareces envidioso.

—También yo hice de las mías. Sólo tú te abstuviste, Ainvar.

Eso era cierto y sorprendente incluso para mí mismo. La única mujer de la que había gozado en más de un ciclo de estaciones era Lakutu. Había estado demasiado ocupado.

La magia sexual sería el ritual apropiado para ayudar a Rix, pero yo dudaba de que fuese eficaz a tan larga distancia. También era reacio a sugerírselo a Sulis, sin duda la única pareja apropiada para llevar a cabo la magia.

Cierto que tenía otras maneras de ayudar a Rix, en mi calidad de Guardián del Bosque.

Enseguida envié un aviso a través de la red druídica diciendo que daba mi apoyo total a la tentativa del joven arvernio, y que los druidas de su tribu debían tenerle el máximo respeto. Hecho esto dirigí toda mi atención a las necesidades de mi propia tribu.

Procuré no hacer hincapié en mis propias necesidades.

Desde todo el territorio de los carnutos, los hombres traían mujeres al bosque sagrado para la celebración de Beltaine. Los príncipes fueron acomodados en la casa de invitados y la sala de asambleas del fuerte, mientras que los demás acamparon dentro de la muralla, llenando todos los espacios disponibles, o se alojaron con las gentes de su clan en las granjas vecinas.

El cálido sol del nacimiento del verano estaba alto en el cielo y la sangre corría caliente por las venas.

La vigilia del día en que tendrían lugar los rituales de bodas fui a examinar el lugar y dirigir los preparativos finales. Era preciso atraer la atención de la Fuente hacia aquel lugar, encender fogatas, verter agua, y el jefe druida tenía que bailar una danza solemne sobre el seno de la tierra.

En el centro del claro designado para la celebración de Beltaine, se alzaba un tronco de árbol descortezado y fijado con cuerdas. El claro se encontraba casi en la base del cerro, muy alejado del centro sagrado donde estaba el ara de sacrificios. La festividad de Beltaine podía llegar a ser muy bulliciosa.

El símbolo de la regeneración estaba pintado a lo largo del tronco con los colores de los diversos clanes carnutos, una explosión de carmesí, amarillo y negro, oro, azul y bermejo, púrpura, verde y escarlata. Como un falo vívidamente tatuado, el árbol señalaba al cielo, esperando las celebraciones de la nueva vida, las danzas del matrimonio y la fertilidad.

Cuando terminé de rociar la tierra alrededor de la base del tronco con agua de nuestro manantial más dulce y sagrado, permanecí largo tiempo contemplando el monolito viviente. Iba descalzo y notaba la tierra cálida bajo mis pies. En aquel silencio la vida me hablaba, me planteaba sus exigencias.

Ensimismado y embozado en la capucha, regresé al fuerte. Me abrí paso entre la multitud que ya celebraba la fiesta y se quejaba de la escasez de vino. Los pies de Ainvar me llevaron al alojamiento de Crom Daral, en cuya puerta golpeó la vara del jefe druida.

Briga apareció en el marco de la puerta y se me quedó mirando.

—Ven —me limité a decirle, y la cogí por la cintura.

No le pregunté si Crom estaba allí. Resultó que se hallaba en el otro lado del fuerte, participando en un concurso de lanzamiento de piedras con otros guerreros, pero de haber estado entonces en su alojamiento, de nada le habría servido enfrentarse a mí. De todos modos me habría llevado a Briga.

Cuando la vida imparte sus órdenes es preciso obedecerlas.

Crucé el fuerte con Briga, salimos y bajamos la pendiente hasta la ribera del Autura.

Me dirigí a un pequeño tramo arenoso en forma de media luna protegido por sauces y alisos. Era un puerto seguro y caldeado por el sol, la clase de lugar que un druida descubre cuando camina a solas con sus pensamientos.

Briga ponía objeciones, pero yo no le hacía caso, el canto de la sangre me llenaba los oídos. Sin embargo, no intentó apartarse de mí.

Cuando por fin estuvimos juntos en la arena, me di cuenta de que temblaba. Su mirada ansiosa me escrutaba el rostro y examinaba el camino por donde habíamos venido.

—Soy el jefe druida —le dije con la voz ronca—. Nadie me molestará.

—¿Ni siquiera aunque tomes a una mujer contra su voluntad?

Tenía el mentón alzado y me miraba altivamente. Su porte me recordaba que era la hija de un príncipe.

—Yo no tomo mujeres contra su voluntad —le dije, soltándole la muñeca.

Ella se restregó la marca roja que le había dejado mi apretón y nos miramos fijamente, cada uno respirando con más dificultad de la que podría achacarse al corto paseo.

—Mañana bailaré con Crom Daral en la ceremonia del matrimonio —me dijo.

No pude replicarle. Permanecí en pie sin decir nada.

—Él me necesita —siguió diciendo—. No le comprendes. Me necesita de veras. Si le abandonara quedaría destrozado..., sobre todo si le dejara por ti. Jamás lo superaría. —No respondí a estas palabras y ella siguió diciendo—: Ha sido muy bueno conmigo. Después de que tú... te marcharas... sin decirme siquiera que ibas a ser druida... me sentí traicionada. Estaba muy airada contigo. Me dejaste después de que te hubiera permitido verme llorar. —Bajó la vista y enseguida me miró de nuevo, enfurecida—. No permito que nadie me vea llorar. ¡Jamás! —En un tono más suave añadió—: Pero Crom Daral llora a veces, ¿sabes? Le oigo llorar en sueños. Su espalda está empeorando y él lo sabe. Si no puede ser un guerrero y reclamar su parte del botín, su clan tendrá que mantenerle, es decir, Ogmios, que sólo siente desprecio por él. ¿No lo ves, Ainvar? Crom ha de tener algo, ¡no puedo dejarle sin nada!

Movida por su deseo de hacerme comprender, había dado un paso más hacia mí. Abrí los brazos y Briga encajó en ellos como una parte perdida de mí mismo.

Cuando empecé a desnudarla, ella efectuó una defensa simbólica, pero era demasiado tarde. La tendí en la arena calentada por el sol.

—Soy la mujer de Crom Daral —intentó protestar, medio ahogada debajo de mí.

Se contorsionó a uno y otro lado, tratando de rechazarme con las rodillas y los antebrazos, pero cada uno de sus movimientos sólo aumentaba mi deseo. Mi carne la necesitaba con una intensidad frenética.

Con una brusquedad sorprendente, dejó de debatirse.

—¿Por qué esperaste tanto a venir en mi busca? —susurró.

Cuando la penetré, ella respondió con una alegría sin cortapisas. Entonces supe lo que la Fuente de Todos los Seres debió de haber experimentado en el momento de la creación, el estallido de una pasión demasiado grande para contenerla. En aquella explosión nacieron las estrellas, de cuyo polvo estamos hechos.

Mucho más tarde empezamos a explorarnos mutuamente, al principio tanteando, pero con una creciente confianza. Su vientre pequeño, redondeado, suave, me encantaba, y aplicaba mis labios contra su calor. Ella se puso a gatas para deslizarse a lo largo de mi cuerpo desde la cabeza hasta los pies, deteniéndose aquí y allá para tocar, acariciar, mirarme maliciosamente por encima del hombro y preguntarme: «¿Te gusta esto? ¿Y esto?».

Other books

A Rendezvous in Haiti by Stephen Becker
Treasure by Megan Derr
Sticks and Stones by Angèle Gougeon
The Mistress of His Manor by Catherine George
Stormbound by Vonna Harper
Uhura's Song by Janet Kagan
Unkiss Me by Suzy Vitello
River Town by Peter Hessler