El Druida (48 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
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Nos alegró saber que sólo dos de las tribus británicas obedecieron sus exigencias.

A la primavera siguiente, César condujo cuatro legiones y ochocientos jinetes desde sus bases belgas a las tierras de los tréveros, al oeste del Rin. Se decía de los tréveros que tenían buenas relaciones con algunas tribus germanas. César les exigió que se sometieran. Indutiomarus, un poderoso príncipe trévero, se negó. César se llevó a todos los hombres de su clan a punta de espada, incluidos sus hijos, en calidad de rehenes, a fin de asegurarse de que el príncipe no se uniría a los germanos en un alzamiento. Entonces César zarpó de nuevo hacia la isla de los britones con más barcos de guerra y un ejército más numeroso.

La toma de rehenes para asegurar un buen comportamiento era una antigua costumbre que también practicaba nuestro pueblo celta. Pero en manos de Cayo César alcanzó proporciones siniestras.

Temiendo todavía una rebelión en alguna parte de la Galia durante su ausencia, César decidió llevarse consigo a la tierra de los britones a los líderes guerreros de las tribus galas a las que ya había «pacificado».

Uno de ellos era Dumnorix de los eduos, hermano de Diviciacus.

Ahora todos los eduos profesaban lealtad a César, e incluso el temible Dumnorix decía las cosas apropiadas para satisfacer al romano. Éste, sin embargo, no se daba por satisfecho y quería tener a Dumnorix donde pudiera vigilarle.

Los rehenes nobles estaban reunidos en la costa norte de la Galia, en el lugar de embarque. Mientras se procedía a cargar las naves, Dumnorix se aprovechó de la confusión para huir con la ayuda de algunos caballeros eduos supuestamente leales a César. A todo galope, ya que en la rapidez le iba la vida, se dirigió a su hogar.

César pospuso la partida y envió hombres en su persecución, los cuales finalmente dieron alcance al fugitivo. Dumnorix se resistió y le mataron sin piedad, mientras él gritaba que era un hombre libre y habitante de una tierra libre.

Cuando nos llegaron las noticias de lo ocurrido, ordené que sacrificaran un rebaño de ganado en el bosque sagrado, en honor de un hombre tan valeroso. Y en nuestro encuentro siguiente le dije a Rix:

—No era de nuestra tribu, pero era uno de nosotros. Al ofrecer semejante tributo muestro a los galos que todos estamos juntos en esta empresa, unidos por un destino común.

—Es posible que tu simbolismo druida no afecte a Ollovico —replicó Rix arrastrando las palabras—. Le impresiona más la espada que cortó el cuello de Dumnorix.

En efecto, nos habíamos reunido en Avaricum porque Ollovico titubeaba de nuevo. La muerte de Dumnorix le hacía dudar de que enfrentarse a César fuese juicioso. Respondiendo a una llamada de Rix, yo había acudido para ayudar a persuadirle de nuevo.

Me alegraba reunirme con Rix fuera del Fuerte del Bosque, pues Briga me había preguntado en dos ocasiones si había tenido noticias suyas y si estaba bien.

La prudencia dictó otra de mis acciones. Aprendiendo del ejemplo de César, incluí al rencoroso Crom Daral en mi guardia personal, en vez de dejarle detrás para que creara dificultades en el fuerte.

—No cabalgo bien —se había quejado Crom—. No haría más que retrasarte.

—Eso es una tontería, Crom. Podrías hacer mucho más si lo intentaras.

—No puedo. Mi espalda...

—Tu espalda no está tan mal como crees.

—Si dejaras que Briga me la restregara como hacía antes...

—Te enviaré a Sulis —me apresuré a decirle—. Pero insisto en que vengas conmigo cuando viaje. En tiempos de dificultad tenemos que estar rodeados de amigos —añadí insinceramente, pues ya no consideraba a Crom como un amigo.

Tampoco estaba dispuesto a considerarle como un enemigo.

En Avaricum, Rix y yo nos encontramos una vez más con Ollovico, comimos con Ollovico, bebimos con Ollovico, discutimos con Ollovico, el cual se mostró tan testarudo como un tocón en medio de un campo de cereales. En varias ocasiones Rix estuvo a punto de perder la paciencia. Si no le hubiera refrenado poniéndole una mano en el brazo, su violenta explosión de ira nos habría hecho perder a los bitúrigos para siempre. Yo le comprendía, dejaba que mi imaginación se recreara en escenas en las que ambos golpeábamos a aquel hombre hasta reducirlo a pulpa.

Pero necesitábamos a su tribu, debido a la situación que tenía.

Cuando finalmente logramos convencerle para que se uniera de nuevo a nosotros, ambos estábamos exhaustos. Dejamos a Ollovico y fuimos en busca de vino. Con una copa a rebosar en la mano, Rix me preguntó:

—¿Cómo está tu llenita esposa, Ainvar? Briga, ¿no es así como se llama?

—Más llenita que nunca —le aseguré—. Va a darme un hijo.

Él echó la cabeza atrás y lanzó una risotada que pronto secundaron los sorprendidos desconocidos que se sentaban cerca.

—¡Te empleaste a fondo para conseguirlo! —exclamó Rix, palmoteándome la espalda.

Sonreí satisfecho, pagado de mí mismo.

—Llevaré a tu primer hijo un regalo para el día de la imposición de nombre —me prometió Rix—, y también un regalo para tu Briga. Seleccionaré algo para ella yo mismo, algo apropiado para ella y para ninguna otra mujer. Creo que sé cómo es.

Me guiñó un ojo.

Durante la luna que señalaba el aniversario de su concepción pusimos al hijo de Tarvos y Lakutu el nombre de Glas, una palabra celta que designa al color verde.

Usar un color como parte del nombre de un niño no es infrecuente. Se emplea, por ejemplo, si el niño tiene el cabello negro o una marca de nacimiento violácea. Pero cuando los vates leyeron los portentos y vaticinios, cada signo indicaba verdor y lozanías, hierbas y hojas, un futuro esmeralda.

Así pues, le llamamos Glas y nos preguntamos adónde le llevaría ese nombre.

A medida que avanzaba el embarazo de Briga, ésta se iba volviendo más sosegada y silenciosa. Ya había observado que las mujeres en estado suelen sumirse en una lechosa serenidad. Muchas veces la encontraba al lado de Lakutu, las cabezas juntas, murmurando como conspiradoras sobre esos aspectos de la creación de los que los varones están excluidos.

Sus misterios compartidos hacían que me sintiera celoso, pero lo cierto es que siempre estaba celoso en cuanto concernía a Briga.

Estimulado por su tranquilidad prenatal, decidí que podía presentarle un aspecto de la Orden que había pospuesto durante demasiado tiempo. Aunque ella había estudiado con Sulis, Grannus y Dian Cet, aún no la había enviado a Aberth.

El dolor por lo sucedido a su hermano aún se revelaba en las sombras más profundas detrás de sus ojos.

El sacrificio es una parte integrante del intercambio entre el hombre y el Más Allá. Si ella iba a formar parte plenamente de la Orden, Briga tendría que aprender a aceptarlo.

Últimamente yo había pensado mucho en los sacrificios. Con el tiempo había disminuido la eficacia de la ofrenda que hizo Menua de los prisioneros senones. Los carnutos aún no habían experimentado la plena fuerza de César como lo habían hecho muchas otras tribus, pero se estaba aproximando a nosotros y necesitaríamos nueva protección.

Todo el mundo debía estar preparado.

Una mañana en que la niebla blanca y espesa se alzaba del río como el nacimiento de las nubes, le pedí a Briga que viniera a dar un paseo conmigo más allá de la empalizada.

—¿Vamos al bosque?

—No tan lejos..., sólo pasearemos —repliqué.

Ella miró a Lakutu, que estaba rociando el suelo con agua antes de barrerlo. Lakutu se encogió de hombros con un gesto muy galo y Briga asintió. Era el eterno intercambio de las mujeres que reconocen los caprichos varoniles.

Precedí a mi esposa al exterior brumoso.

La niebla y la bruma eran el elemento climático de los druidas. Cuando el paisaje familiar se desvanece y no hay límites visibles, quien conoce el camino puede tropezar con el misterio. Ninguno de nosotros es sólido, como tampoco el espacio y el tiempo son inmutables. Se afirma que en la antigüedad el más grande de los druidas conocía la manera de pasar de una realidad a otra, de una era a otra. A veces, solo en la niebla, abrigado por la túnica con capucha, sentía la tentación de intentarlo...

Pero aquel día mi interés era la instrucción de Briga. Llevarla a la niebla no era más que una manera de alejarla de las distracciones y hacerla más vulnerable. Opondría resistencia a lo que iba a decirle, y debía estar aislada hasta que lo aceptara.

Tenía que ser el jefe druida.

Cuando cruzamos la puerta del fuerte, el espesor de la niebla fue en aumento hasta que giró a nuestro alrededor en grumos y nubes. Briga se llevó una mano al vientre hinchado y se apretó contra mí, pero yo no la rodeé con mi brazo, sino que empecé a hablarle, lenta, serena, suavemente...; una voz fuerte y familiar en medio de la nada blanca.

Sentía deseos de cogerla, pero no quería que tuviera nada a que aferrarse, excepto mis palabras.

—Como sabes —empecé a decirle— estamos formados de dos partes: un espíritu de fuego y un fuerte de carne. Cuando la carne muere, el espíritu no deja de existir, sino que simplemente altera las condiciones de su existencia.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?

Se lo expliqué tal como Menua me lo había explicado en otro tiempo:

—Imagina un lago en un verano caluroso y seco y el cielo azul sin una sola nube. Todos lo hemos visto. Cada día baja el nivel del lago. ¿Adónde va el agua?

Ella caminó en silencio durante un rato antes de admitir:

—No lo sé.

Sonreí para mis adentros. La niebla le hacía sentirse insegura. Buena señal.

La bruma se espesó todavía más.

—Recuerda lo que siempre sucede —le dije—. Cada día hay menos agua. Entonces por fin las nubes empiezan a formarse en ese cielo cálido y brillante. Con el tiempo vierten lluvia y ésta vuelve a llenar el lago. Los druidas observaron este fenómeno durante siglos antes de que tú nacieras, hasta que comprendieron. El agua no había dejado de existir, Briga. Nada deja de existir. Simplemente había alterado las condiciones de su existencia. El agua del lago se transformó en un espíritu del agua, fue atraído hacia las nubes, descansó allí algún tiempo y luego cayó en forma de lluvia para ser de nuevo parte del lago. Así sucede con todos los espíritus, incluidos los que albergan tu carne y la mía. El cuerpo nos libera, en nuestro caso a través de la muerte, y seguimos moviéndonos a través de los ciclos de la existencia.

—Pero ¿por qué ha de haber muerte? —replicó ella con un dejo de irritación.

—Fíjate de nuevo en la naturaleza. Imagina un bosque. Si ningún árbol muriese jamás, el bosque estaría tan atestado de ellos que los árboles vivirían en un espacio horroroso, asfixiante y oscuro. No habría luz cerca del suelo para estimular a las semillas, no habría más que árboles cada vez más viejos, que se secarían, hederían y pudrirían, atormentados por los insectos, sin ninguna posibilidad de permitir escapar a sus espíritus para empezar de nuevo.

»Observa en cambio lo que ocurre cuando un árbol muere. Cuando es viejo sus raíces ya se han encogido, de modo que no cogen un gran puñado de tierra como hacían cuando no les faltaba el vigor juvenil. Ésa es una manera en que la Fuente prepara el árbol para su muerte. Llega un viento y derriba fácilmente el árbol viejo, las fuerzas de la destrucción ocasionan su podredumbre y vuelve a formar parte del suelo. Donde cae el árbol viejo crecen nuevos árboles, nutridos por su cuerpo desechado mientras su espíritu sigue adelante. Así pues, las fuerzas duales de la construcción y la destrucción mantienen el ciclo de la existencia en movimiento, liberando y alojando de nuevo a los espíritus de modo que cada uno tenga oportunidad de crecer y expresarse en formas apropiadas a su naturaleza, mientras sigue formando parte del todo.

»Nos deslizamos a través de los espíritus y el aire, espíritus capturados entre vidas humanas y espíritus que nunca han sido ni serán humanos, espíritus animales, vegetales y acuáticos, espíritus de lugares, espíritus de esencias tan diferentes de la nuestra que no podemos entenderlos más de lo que los lobos entienden el arco iris. Sin embargo, todos comparten el rasgo común del ser y cada uno exige respeto. El sacrificio es una manera de mostrar ese respeto.

Al mencionar la palabra sacrificio, percibí que se alteraba la respiración de Briga. Sin embargo, había asistido a los sacrificios de ganado durante las temporadas de adiestramiento para la Orden. Con sus manos pequeñas y callosas había vertido la sangre de las reses en la tierra para rogar por una buena cosecha.

Sin embargo, sabía que el sacrificio de un buey no era el sacrificio máximo que podía hacerse. Sabía lo que yo estaba a punto de decirle, pero no quería oírlo. Y, al recordar mi propia ignorancia juvenil, tampoco podía culparla por ello.

—El sacrificio es un acto de piedad —le dije en el tono más suave de que era capaz mientras la conducía a través de la niebla ondulante que, como un fantasma, extendía sus brazos tenues y suplicantes hacia nosotros—. La forma más potente de sacrificio es el humano, Briga, porque tanto el sacrificador como la víctima pueden comprender la naturaleza del acto. Al contrario que los animales, los humanos pueden ir al sacrificio de buen grado, como lo hizo tu hermano cuando ofreció su vida por un esfuerzo consciente por proteger a su pueblo. Ofrecer carne y sangre que ha sido santificada por medio del ritual es el máximo tributo, pues obliga a los dioses a dar a cambio un don de igual valor. En el momento del sacrificio tiene lugar la relación más exaltada entre el ser humano y el dios.

Si cerraba los ojos aún podía ver las chispas doradas volando hacia arriba...

—Por lo que dices, parece como si algo maravilloso le hubiera sucedido a Bran —comentó Briga en un tono entrecortado.

—Así fue.

—Le mataron.

—No, Briga. Mataron su cuerpo, sólo su cuerpo. Lo que había dentro de él que le hacía estar vivo era su espíritu, y a ése no lo mataron. No es posible destruir a los espíritus. Nunca deja de ser jamás. La carne de Bran se transformó en cenizas, pero su espíritu quedó liberado para que intercediera en el Más Allá por el bien de su pueblo. Tuvo éxito, puesto que cesó la epidemia que le asolaba. Entonces el espíritu de Bran, el Bran esencial y vivo, se trasladó a otras vidas y otras oportunidades que ni tú ni yo podemos imaginar.

Habíamos dejado de caminar. Rodeados de una bruma tan espesa como leche cuajada, nos detuvimos y enfrentamos. Con mi mente mantuve la niebla a nuestro alrededor como una empalizada, poniendo a raya las distracciones del mundo. Simultáneamente intenté penetrar en la cabeza de Briga e infundirle la creencia.

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