El Druida (61 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
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Algunos de los príncipes pusieron objeciones, diciendo que podríamos utilizar mejor a los eduos si formaban parte de nuestra propia fuerza, pero Rix no les hizo caso y accedió a la petición de Litaviccus, diciendo que era más importante privar a César de los eduos.

Las celebraciones de nuestra victoria duraron noches y días. Todo el mundo tenía anécdotas de la batalla que contar y Hanesa se extenuó tratando de memorizarlas todas. Onuava fue muy alabada y su estilo, grandemente admirado como el modelo de conducta de la esposa de un guerrero.

Ella, a su vez, parecía impresionada por mí, y se encargó personalmente de llenarme la copa de vino y frotarme el cogote a medida que nos adentrábamos en la noche. Sus dedos se movían como serpientes entre mis cabellos.

—Qué cabeza tan hermosa —le oí murmurar a mis espaldas—. Llena de pensamientos. Todas esas vueltas y recovecos... Debe de haber caminos muy interesantes en tu cabeza, Ainvar. Me pregunto cómo sería recorrerlos.

—Tedioso —repliqué, tratando de mantener la atención en la charla que sostenían Rix y un príncipe de los gábalos sobre la protección de los puertos de montaña meridionales.

—¿De veras? ¿Es tedioso todo ese pensamiento?

Onuava me rodeó para sentarse en el banco a mi lado, apretándome con su oronda anca. Al alzar la vista vi que Vercingetórix nos miraba con los ojos entornados. Le devolví la sonrisa y puse un brazo sobre los hombros de Onuava. La victoria emborracha a los hombres más que el vino. Rix sostuvo mi mirada un instante más y luego desvió la suya. Su esposa se inclinó hacia mí.

—¿Sabías que intrigas a la gente, Ainvar? El druida que cabalga con los guerreros. ¿Hasta qué punto mi marido sigue tu consejo?

—Le acompaño como un amigo —respondí severamente—. El rey de los arvernios toma sus propias decisiones, es un brillante jefe guerrero.

Ella no se dejó engañar.

—Tal vez la decisión final es suya, pero conozco a mi marido. Es audaz y directo, y algunas de sus estrategias de más éxito no tienen nada que ver con esas características, deben proceder de una mente tortuosa y creo que esa mente es la tuya, ¿me equivoco?

¿Qué mal podría haber en admitirlo? El alojamiento del rey estaba sobrecaldeado y los vapores del vino giraban dentro de mi cráneo. Sería muy satisfactorio jactarse ante aquella mujer espléndida de mirada sagaz y sonrisa insinuante. No le contaría nada que ella ya no hubiera sospechado. Sin duda todo el mundo suponía que yo era la mano derecha de Rix, su único consejero.

Pero por una vez mi cerebro corrió con más rapidez que mi lengua. Antes de que pudiera abrir la boca, mi cabeza me advirtió de que debía conceder todo el crédito a Rix, dejar que los bardos entonaran cánticos a su sagacidad. Los druidas no necesitan alabanzas por cumplir los designios de la Fuente.

Dirigí a Onuava mi sonrisa más opaca.

—Tal vez tu marido es más tortuoso de lo que crees..., ¿o debería decir más inteligente? Es fácil subestimar a la persona con quien vives y sobrevalorar a un desconocido.

Tras su mirada fija en mí ella me aquilataba.

—No creo que te sobrestime, Ainvar. Tendré que conocerte mejor para estar segura.

—No tendremos tiempo para conocernos mejor.

—¿Por qué no? ¿Crees que la guerra ha terminado?

Sus dedos volvían a restregarme el cogote.

—No —le dije sinceramente—. Tendremos un respiro durante algún tiempo, eso es todo. Según nuestras patrullas, César ha ido a la tierra de los eduos para tratar que la tribu vuelva a ponerse de su parte. Pero entre nuestro amigo Litaviccus y el actual magistrado jefe van a ponerle las cosas difíciles y estará ocupado durante algún tiempo. Sin embargo regresará, Onuava, te aseguro que no ha abandonado sus planes para la Galia.

—¿Y qué me dices de tus planes, Ainvar? ¿Volverás a casa mientras César está ausente?

La verdad es que tenía la intención de hacerlo, pero el viaje era largo y ya habían pasado las fiestas de Beltaine. Tendría que esperar otro año antes de que pudiera bailar alrededor del árbol de Beltaine con Lakutu.

Me prometí que, con toda seguridad, lo haría al año siguiente, cuando César hubiera sido finalmente derrotado y expulsado de la Galia. El año siguiente...

Entretanto Onuava apoyó su cálido cuerpo en el mío y volvió a llenarme la copa.

El rey de los nitiobrigos, el que había escapado de los romanos semidesnudo y montado en un caballo herido, se subió de repente a la mesa más próxima y lanzó un grito estentóreo.

—¡Soy libre! —exclamó, con una exultación provocada por el alcohol—. ¡Todos somos libres! ¡Y la tierra está bebiendo la sangre romana!

Se echó a reír y todos le secundaron, gritando, golpeando el suelo con los pies y las mesas y bancos con copas, puños y armas.

Todos menos yo. Su referencia a la sangre romana me había devuelto la sobriedad como agua fría en mi cara.

Durante el resto de la noche, mientras los demás proseguían con la celebración, permanecí sentado en silencio y sumido en pensamientos druídicos. Finalmente Onuava se separó de mí para recostarse sobre otro, pero apenas me di cuenta de que me dejaba. Me había consternado algo en lo que debería haber pensado mucho antes, después de nuestra primera batalla en la Galia libre contra Cayo César.

Yo era druida y conocía el poder de la sangre.

Con las primeras luces abandoné el alojamiento del rey. A mis espaldas los hombres embriagados seguían manteniendo la fiesta en todo su apogeo. Tras haberme reunido con Secumos para entonar la canción al sol, hice señas a uno de los centinelas para que abriera una puerta y salí de la fortaleza.

Por debajo de los muros imponentes de Gergovia el terreno descendía abruptamente. En toda la zona había tenido lugar una lucha brutal. Luego los camilleros romanos se habían llevado a sus muertos, pero grandes cantidades de sangre todavía empapaban la tierra.

Era como un sacrificio. La sangre romana alimentaba y vigorizaba el suelo galo, afirmaba un derecho.

La tierra es una diosa y desconoce el sentimentalismo. Mientras reciba lo que se le debe, no pregunta el nombre del sacrificador. César disponía de centenares de millares de hombres cuya sangre podía verter en la conquista de la Galia. ¿Superaría su sacrificio al nuestro en última instancia? ¿Sancionaría el Más Allá el derecho afirmado por la sangre romana?

Regresé a Gergovia y busqué a Secumos. Por una vez no quería estar con Rix.

El paso de las estaciones era benévolo con el jefe druida de los arvernios. Tenía el cabello tan oscuro como siempre, su cuerpo delgado y las manos en constante movimiento eran todavía ágiles, pero en sus ojos se reflejaba la edad que tenía. Me pregunté qué vería él en los míos.

Entonces le hablé de mis recelos.

—Tenemos que descubrir un ritual para contrarrestar el efecto de tanta sangre romana, Secumos.

Él había sobrevivido a más inviernos que yo, pero yo era el Guardián del Bosque. Con una fe absoluta que era turbadora replicó:

—Le has causado a César la pérdida de los eduos, Ainvar; tú mismo encontrarás el ritual necesario. El Más Allá te orientará sobre lo que debe hacerse.

Me miraba del mismo modo que los guerreros miraban a Rix tras la victoria de Gergovia.

La carga de la creencia de otra persona puede ser abrumadoramente pesada.

Aquel día, poco después de que el sol llegara a lo más alto, recibimos informes de que se estaba librando una feroz batalla con mucho derramamiento de sangre en el territorio de los parisios. Las cuatro legiones que César había enviado al norte se habían reunido en un pueblo de pescadores junto al río Sequana y estaban atacando un fuerte parisio situado en una isla, en medio del río. Tras enterarnos de que los nuestros habían infligido una derrota a los romanos y César tenía que enfrentarse a una revuelta edua, las tribus vecinas, incluida la de los feroces bellovacios, se estaban levantando contra los romanos.

Secumos y yo fuimos al bosque sagrado de los arvernios, entre cuyos árboles abrí los sentidos de mi espíritu e intenté acceder al Más Allá, hallar una nueva pauta de protección, pero mis pies descalzos no pisaban una tierra conocida, los árboles que nos contemplaban no murmuraban mi nombre. Necesitaba estar en mi propio bosque.

Sin embargo, no podía admitir mi fracaso ante Secumos. La fe también es mágica y yo no debía destruir la suya. Así pues, llamé a su sacrificador jefe y ofrecimos vacas, gallos colorados y una de las yeguas africanas de Rix... a pesar de sus protestas. Cantamos, bailamos e invocamos a la Fuente.

Entretanto, tras vencer en la batalla de Gergovia, el contingente parisio de Rix suplicaba con más vehemencia que nunca que les permitiera regresar a casa y defender las tierras de su tribu. De hecho, cada tribu miraba exclusivamente por su propio interés. Todas amenazaban con diseminarse como una explosión de estrellas.

Rix los refrenó una vez más. Convocó no sólo a los príncipes sino a los guerreros de todas las tribus y les hizo un gran discurso, alabando al ejército por su valor durante la reciente batalla, pero también por algo más extraño a la naturaleza celta y más valioso en nuestras circunstancias del momento.

—Habéis aceptado la disciplina —dijo Vercingetórix—. Habéis mantenido la calma y atraído a los romanos a una trampa. Ahora ellos intentan haceros lo mismo, pero nosotros seremos más listos. No os serviría de nada volver apresuradamente a casa, hombres de los parisios, pues por muy rápido que viajéis, el resultado habrá sido decidido cuando lleguéis allí. No seáis impetuosos. Refrenad vuestro ímpetu como la caballería frena a sus animales.

»Volveremos a combatir a César —les prometió—. No a uno de sus jefes, sino al mismo César, y pronto. Pero debéis permanecer conmigo si deseáis tomar parte en la batalla que nos devolverá la posesión de la Galia. ¡El triunfo no va a estar determinado por pequeñas victorias en lugares lejanos, sino por lo que suceda la próxima vez que Cayo César se enfrente al Rey del mundo!

Era asombroso oír a Rix aplicarse ese término de una manera tan arrogante, pero era exactamente lo que los guerreros necesitaban escuchar. Le vitorearon con tanta intensidad que algunos llegaron a sufrir sanguinolentos accesos de tos.

Ni siquiera al enterarse de que los romanos habían ganado en el norte, sus hombres no perdieron la fe en Vercingetórix.

—Es espléndido, ¿verdad? —dijo Hanesa entusiasmado—. ¡Puede hacer cualquier cosa!

Nos enteramos de que después de su victoria en el norte las cuatro legiones habían marchado hacia un campamento permanente que César había establecido en la tierra de los lingones. Tras una breve estancia para recoger nuevos suministros de armas y víveres, emprendieron una marcha de tres días a fin de reunirse con César, quien por esa época se hallaba en la tierra de los senones.

Los eduos se habían alzado contra él casi en su totalidad. Al regresar a su territorio, Litaviccus había sido recibido como un héroe en Bibracte, la fortaleza edua, y el magistrado jefe de la tribu le había llamado hermano. César dejó a sus legiones acampadas e hizo diversas incursiones diplomáticas, tratando de restablecer las alianzas con los príncipes eduos, pero había sido rechazado enérgicamente. Los eduos habían saqueado los asentamientos romanos en la región, y les gustó el sabor de los bienes que confiscaron. Nuestra victoria en Gergovia les convenció de que nuestro bando era el vencedor, y por eso rechazaron a César.

El romano no había perdido todas las esperanzas de recuperar a los eduos y se abstuvo de un ataque total. Además, necesitaba su aprovisionamiento, y ellos, naturalmente, se negaban a proporcionárselo. César tenía dos opciones: retirarse a la Provincia o ir al norte. Optó por esta última y fue al territorio de los senones, donde se les unieron las cuatro legiones.

Entonces los senones que estaban con nosotros pidieron a gritos que les dejaran volver a sus tierras.

Por la noche, en su alojamiento, Rix miró a los príncipes senones con expresión reflexiva. Capté su señal subrepticia y fui a su lado.

—Hace poco ha llegado un mensajero de Bibracte —me dijo en voz muy baja para que nadie más le oyera—. Ahora los eduos afirman apoyar sin reservas a la confederación gala. Quieren que vayamos a Bibracte para tratar acerca de una campaña unificada que expulse a César de la Galia.

—¿Con la ayuda de los guerreros eduos? Eso es lo que has estado esperando, Rix.

—Lo sé, pero..., pero no puedo confiar totalmente en los eduos.

—Eso se debe a que tu tribu y la suya sois enemigos tradicionales, pero sabes bien que es preciso dejar de lado el tribalismo por el bien de la Galia. Cada día les dices eso a tus príncipes.

—Es más fácil dar consejo que tomarlo —dijo Rix con un suspiro—. En fin, iremos a Bibracte.

Percibí un leve estremecimiento de intuición.

—Déjame que vaya primero al bosque e interprete los signos y portentos...

—No, Ainvar —dijo él, adelantando la mandíbula—. Una vez he tomado una decisión, actúo. No necesitamos toda esa magia. Nos ponemos en marcha. Hemos derrotado a César una vez, ahora es el momento de acabar con él e infligirle la derrota final. Eso es lo que él hace con sus enemigos, ¿no es cierto? ¡Una vez los ha hecho huir, los persigue y acaba con ellos implacablemente!

Sí, convino mi cabeza, ésa era la norma romana, pero nunca había sido la nuestra. Sentí una inquietud que no podía dejar de lado.

La noche anterior a la salida de nuestro ejército de Gergovia recorrí el perímetro de la muralla, con las estrellas y mis pensamientos por compañía, y Onuava salió a mi encuentro. Caminó a mi lado, adecuando su paso al mío. Onuava era una mujer alta y de largas piernas, y yo no la superaba en altura.

—Si vienes a pedirme que invoque protecciones para tu marido —empecé a decirle— ya he...

—No he venido por eso —me interrumpió—. No, no te detengas, sigue andando. Necesito hablar contigo... acerca de mí.

En aquel momento vimos el resplandor de un fuego delante de nosotros. A la luz de las llamas varios guerreros contaban y amontonaban armas romanas que habían cogido en el campo de batalla. Extraían las puntas de hierro de las jabalinas rotas y arrojaban las astas a las llamas, mientras discutían entre ellos acerca de quiénes se quedarían con las mejores armas.

Onuava se les acercó con una ancha sonrisa, claramente visible a la luz de la fogata. Los dientes le brillaban. Los hombres dejaron de trabajar y miraron boquiabiertos a la esposa del rey. Ésta los recogió a todos con su sonrisa, como peces en una red, y luego se volvió hacia mí con una expresión de triunfo.

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