El Druida (62 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
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—Ya ves cómo gusto a los hombres —me dijo. Repliqué con un murmullo evasivo—. ¿Te gusto, Ainvar? —Emití otro murmullo—. Crees que soy una mujer simple, ¿verdad? Una hembra corpulenta y campechana que disfruta de los hombres y la comida y que probablemente ronca.

Eso se acercaba tanto a la verdad que me hizo sentirme incómodo. Onuava se rió.

—Es cierto que disfruto de los hombres y de la comida, pero nadie se ha quejado jamás de mis ronquidos. Y no soy tan simple. No tengo la cabeza de un druida, pero escucho todo lo que se dice a mi alrededor y pienso por mi cuenta. También observo a la gente. La noche después de la batalla te observé. Al principio te entregabas a la celebración con los demás hombres, pero luego algo hizo que te detuvieras, tu expresión cambió y pareció como si reunieras una especie de oscuridad a tu alrededor. Ya no me prestabas atención, pero no fue eso lo que me preocupó, sino la expresión de tu rostro. Crees que César vencerá, ¿no es cierto? O lo que es todavía peor, sabes que vencerá.

—No lo sé —repliqué sinceramente, sorprendido de que me hubiera cogido tan desprevenido que incluso sosteníamos semejante conversación. Tenía razón, no era tan simple como parecía—. He consultado durante años con nuestros mejores profetizadores y adivinos y nadie es capaz de darme una respuesta definitiva. Hay demasiados augurios contradictorios.

—¿Qué significa eso?

—Significa que la victoria puede decantarse en una u otra dirección.

—¿Qué es entonces lo que la decidirá?

En otro tiempo le habría dado alguna respuesta fácil, propia de una era en la que había respuestas más sencillas y los de la Orden creíamos saberlo todo. Pero la vida es cambio y la marea de la invasión romana había acabado con la sencillez. Ahora, entre la compleja maraña de tribus, príncipes y personalidades, ambiciones, estrategias y cambios de poder, no podía ver una pauta clara. Aunque la hubiera habido, César y Vercingetórix, dos hombres de energía inagotable y determinación inflexible, se la habrían disputado violentamente hasta romperla y originar una nueva forma.

Pero si eso fuese cierto, entonces los hombres vivos y no el Más Allá determinaban los acontecimientos.

¿O era posible que César y Vercingetórix formaran parte de una pauta más amplia que yo no podía conjeturar? ¿No estaría el resultado final determinado por ellos ni la Orden ni siquiera el mundo de los espíritus tal como yo lo entendía?

¿Cuánto más grande de lo que yo la percibía era la realidad? ¿Qué había realmente allí afuera, más allá de la luz del fuego, en la noche?

Regresé de algún camino perdido y solitario dentro de mi cabeza y vi que Onuava me cogía del brazo mirándome con evidente preocupación.

—¿Ainvar? ¡Háblame, Ainvar!

Haciendo un esfuerzo, me concentré en ella.

—Por un momento creía que te sentías mal —me dijo.

Deslicé una mano por mi frente desde la franja plateada a la otra sien, siguiendo la línea de la tonsura druídica.

—Estoy bien. Sólo estaba pensando. ¿Por qué me haces esas preguntas, Onuava?

—Creía que eso estaba perfectamente claro —replicó ella—. Porque soy una mujer.

—Tu femineidad está perfectamente clara —le aseguré—, pero...

—Las mujeres tenemos que sobrevivir, Ainvar, ¿no lo comprendes? Necesito saber lo que he de esperar a fin de prepararme. Mi marido y sus guerreros cabalgarán hacia la gloria no importa de qué lado caiga el árbol, pero ¿y sus mujeres? Nos quedaremos atrás con el futuro en nuestras manos y nuestras matrices. Las mujeres tienen que vivir en el futuro más que los hombres, y por eso deseo saber lo que va a ocurrir, si alguien puede decírmelo. Confiaba en que tú podrías.

—Si..., si ocurriera lo impensable y Vercingetórix muriese, ¿qué harías entonces? —quise saber.

Ella apretó sus labios voluptuosos hasta reducirlos a una línea.

—Buscaría otro hombre fuerte —dijo en tono burlón.

Su mirada tenía la dureza del hierro. ¿Por qué había pensado que las mujeres son blandas? Cuanto más vivía menos sabía.

Un hombre corpulento se nos acercó apresuradamente.

—Ainvar, por fin te encuentro, ¡te he buscado por todas partes!

—¿Qué ocurre, Hanesa?

—El ejército parte por la mañana.

—Lo sé.

—Pero el rey acaba de decirme que no voy con ellos —gimió el bardo—. Dice que he engordado demasiado y no podría avanzar a su ritmo.

—Desde luego rebosas de grasa por todas partes —terció Onuava.

Percibí un antiguo y enconado antagonismo entre ellos, mientras Hanesa replicaba en tono malhumorado:

—Tengo los pies muy ligeros. —Me tendió las manos—. Habla con él, Ainvar, persuádele para que cambie de idea. Sólo tú puedes lograrlo, nadie más.

Onuava nos estaba observando.

—No ejerzo ninguna influencia excepcional sobre él, Hanesa. Las decisiones de mando dependen de Vercingetórix. ¿Quién soy yo para discutirlas?

El bardo me miró con los ojos desorbitados.

—Estás hablando conmigo, Ainvar, y te pido por nuestra amistad..., dile al rey que me deje ir, que debe permitírmelo.

Onuava sonreía alzando sólo una comisura de la boca.

—¿Debe, Ainvar? ¿Puedes decirle al rey que «debe» hacer algo?

De repente me hice esa misma pregunta.

—Hablaré con él, Hanesa, pero dudo que sirva de algo.

Noté un peso que se apoyaba en mí. Onuava me dijo en voz baja:

—Háblale también de mí, Ainvar, dile que debe llevarme.

Hanesa y yo la miramos fijamente.

—Pero aquí, en Gergovia, estarás segura —repliqué—. ¡Vamos a la guerra, Onuava!

—Las mujeres galas luchan al lado de sus hombres.

—En ocasiones, sí, en las batallas tribales, cuando la lucha tiene lugar cerca de sus alojamientos y granjas. Pero ésta es una clase de guerra diferente, marcharemos durante días y nos enfrentaremos a soldados que...

—Sé cómo son los soldados romanos. Los he observado desde las murallas.

—Creía que estabas preocupada por el futuro. Ir a la guerra no es manera para que una mujer se garantice un futuro.

—Claro que lo es, Ainvar. En esto tengo más en juego que tú. No quiero quedarme atrás, llena de preocupación y preguntándome qué va a pasar. Si estoy con vosotros, sabré enseguida lo que sucede y podré hacer planes en consecuencia.

—Y marcharte con el vencedor —dijo Hanesa bruscamente.

Ella giró sobre sus talones y se enfrentó al bardo.

—¡Eso no es asunto tuyo!

—Nunca he mencionado el nombre de Onuava en mis canciones de alabanza, y por buenas razones —me dijo el bardo.

—¡Nunca has mencionado mi nombre porque no me sentaría en el regazo de un gordo como tú!

—No quisiera tenerte en mi regazo —replicó él—. Una mujer que estaría dispuesta a viajar en una cuadriga romana, cosa que harás si vencen los romanos.

—¡No sabes nada de mí! —gritó ella.

—Cierta vez mi esposa quiso acompañarme, pero me negué —los interrumpí, confiando en distraerlos, pero ninguno de los dos me escuchaba.

—Te conozco —dijo Hanesa—. Todo el mundo te conoce.

Ella cerró los puños y se lanzó contra el bardo con el ímpetu de un hombre.

Lleno de recelos, me interpuse entre ellos. Onuava me propinó un golpe que me hizo tambalear, y entonces le agarré el brazo y se lo torcí en la espalda. Ella se debatió con violencia. Era casi tan fuerte como yo. Me di cuenta de que nos había rodeado una muchedumbre. La gente siempre se congrega para contemplar una pelea, y si ésta implica a la esposa del rey y al jefe druida de la Galia no hay que perdérsela.

Hanesa, que era un hombre prudente, había retrocedido para perderse en la noche, dejándome solo luchando con la mujer. Yo no tenía motivos para hacerlo, pero ella estaba llevando a cabo un sincero esfuerzo para matarme y no me atrevía a soltarla.

Me golpeó debajo del corazón con el puño cerrado, dejándome sin aliento. Me contorsioné para evitar un rodillazo en los genitales y ella me gritó como lo había hecho al romano que intentó escalar el muro.

La multitud que nos rodeaba se reía y hacía apuestas sobre el ganador.

Era preciso poner fin a la pelea por la dignidad de mi cargo. Por un momento logré aferrarle ambas muñecas con una sola mano y, simultáneamente, aplicarle la otra mano a la cabeza, concentrándome para enviarle una punzada de dolor paralizante a través del cráneo sin hacerle realmente daño. Mi esfuerzo fue en vano.

Cuando tuviera tiempo, debía reflexionar acerca de la terrible posibilidad de que la magia no ejerciera efecto alguno sobre las mujeres.

Se oyó un estrépito de cascos de caballo y Rix salió de la noche a lomos de su semental negro. Tiró de las riendas y se nos quedó mirando. Yo estaba demasiado ocupado en aquellos momentos para interpretar la expresión de su rostro... y me sentía enormemente azorado. Onuava se aprovechó de la distracción para zafarse de mi presa y golpearme con todas sus fuerzas y ambos puños en un costado de la cabeza. Me tambaleé. Por encima de mí oí la risa de Vercingetórix.

—Basta ya, esposa —dijo en un tono suave.

Tal vez bastaba para él, pero no para mí. Deseaba levantar a la mujer por encima de la cabeza y arrojarla desde lo alto de la muralla, pero era demasiado tarde, la batalla había terminado. Onuava dejó caer los brazos a los lados, impidiéndome así que la golpeara honorablemente, retrocedió y se apartó el cabello de la cara.

—Sólo le estaba demostrando a Ainvar lo bien que puedo luchar —explicó, respirando con dificultad—. Ha accedido a pedirte que me permitas acompañarte mañana y quería demostrarle que ha tomado la decisión correcta.

¿Cómo podía yo acusar a la esposa del rey de ser una embustera delante de su marido y de una gran muchedumbre que se estaba divirtiendo de lo lindo? Miré a mi alrededor en busca de Hanesa, pero el bardo había desaparecido.

Rix cambió de posición en la silla y el semental negro hizo unas corvetas laterales que dispersaron a la gente.

—No sabía que quisieras venir con nosotros, Onuava —dijo a su esposa—, pero si Ainvar lo aprueba, supongo que hace lo que es debido. —Entonces volvió a reírse—. ¡Necesitamos a todos los luchadores que podamos reunir!

Onuava y yo intercambiamos una mirada. Observé que ya no sentía deseos de golpearla. Lo que deseaba era violarla.

Era la primera vez en mi vida que experimentaba semejante deseo. Era una mujer hecha para ser conquistada, la presa de un conquistador. Despertaba en mí unas emociones tan contradictorias que decidí evitarla en el futuro, cosa que tal vez no sería fácil, pues era evidente que vendría con nosotros.

CAPÍTULO XXXVI

Rix dejó una guarnición considerable en Gergovia, pero aun así partimos con casi treinta y cinco mil hombres hacia el territorio de los eduos, incluidos sus guerreros arvernios y los nuevos reclutas de las tribus meridionales. Nos seguía una larga hilera de carretas con los equipajes, sin que sus conductores pretendieran mantenerse al paso de la caballería.

Onuava viajaba en una de aquellas carretas. Como supe más adelante, incluso había persuadido a algunas de las esposas de guerreros para que la acompañaran.

También Hanesa venía con nosotros. Tras perder la batalla con Onuava, había discutido en su favor y ganado. Si teníamos espacio en las carretas para la esposa del rey, sin duda también lo habría para el rapsoda de sus hazañas.

Apenas habíamos entrado en territorio eduo cuando resultó evidente el cambio sufrido en la situación. Las señales de romanización habían sido erradicadas. Por todas partes veíamos casas quemadas y saqueadas, con triunfantes estandartes galos ondeando sobre las ruinas. Cada rostro que nos saludaba era un rostro celta. Si aún había mercaderes y oficiales romanos en el territorio, estaban ocultos. Cuando acampamos por la noche ya no compartí mi tienda con Hanesa, el cual se había quedado demasiado atrás. Ahora me alojaba con Cotuatus, el cual era lo bastante discreto para no preguntarme por el motivo de mis frecuentes visitas a la tienda de mando.

En realidad, no tenía consejo alguno que darle a Rix, el cual sabía adónde iba y qué era exactamente lo que quería conseguir. Iba a su encuentro tan sólo porque era mi amigo del alma... y porque poseía la fuerza que nos impulsaba a todos los demás.

Litaviccus nos recibió personalmente ante las puertas de Bibracte. Dejando a los jefes guerreros entregados a sus conversaciones sobre la guerra, me retiré al bosque sagrado de los eduos, donde se encontraba la escuela druídica más grande de toda la Galia. Su uso había declinado a causa de la influencia de Roma, pero los jóvenes acudían de nuevo a fin de aprender e inspirarse, de establecer vínculos con la Fuente. Fuese ésta lo que fuese.

Los druidas eduos me recibieron efusivamente. Con la llegada de César se habían visto enfrentados a la extinción de la Orden, y ahora querían atribuirme el mérito de haber salvado el druidismo. Sin embargo, les insté a que no dieran por ganada la batalla por la libertad de la Galia.

—Vamos a necesitar toda la sabiduría, la magia y la fuerza que seamos capaces de reunir —les dije—, y es posible que ni siquiera así sea suficiente. César no puede permitirse la pérdida de la Galia, pues eso destruiría su reputación en las tierras del Lacio, por no mencionar su fortuna personal. Nos combatirá como ningún enemigo lo ha hecho antes, y quiero estar en condiciones de poner toda la fuerza de la Orden a disposición de Vercingetórix.

Tuve en cuenta la magia de la confianza y no revelé mi temor secreto, el de que una visión que estaba más allá de mi capacidad de comprensión ya había decretado el cambio que sufriría la Galia.

No confié a nadie la visión que había tenido en el bosque de los carnutos.

Debíamos luchar, teníamos que hacerlo. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Éramos una raza de guerreros.

De hecho, éramos demasiado beligerantes. Cuando regresé a la fortaleza de Bibracte, había estallado una agria querella. Vercingetórix había exigido que le pusieran al frente de los ejércitos tribales combinados de la Galia, y los príncipes de los eduos se habían mostrado remisos, aduciendo los viejos argumentos que nos habían dado Ollovico y tantos otros.

Al cruzar la puerta principal oí los gritos que provenían de la sala de asambleas, aunque ésta se hallaba casi en el centro de la ciudad. Rix no tardó en dirigirse hacia mí, a grandes zancadas y con los labios pálidos de ira.

—He infligido a Cayo César su primera gran derrota —me dijo lleno de exasperación— y, sin embargo, esos idiotas de ahí dentro se niegan a confiarme el mando del ejército que ha sido inspiración y creación mía. ¡Dicen que quiero usurparles el poder en su propia tribu!

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