El Druida (59 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
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En mi alojamiento, el joven Cormiac Ru anunció:

—¡Iré contigo y lucharé con Vercingetórix!

Se puso resueltamente ante mí, erguido, como si quisiera parecer más alto de lo que era.

—Me dijiste que defendías a las mujeres, ¿recuerdas? Eso es lo que necesito que hagas ahora, quedarte aquí y ser el hombre en este alojamiento mientras estoy ausente.

Sus ojos centellearon cuando oyó que le llamaba hombre.

—¡Dame una espada y cortaré en pedazos a cualquiera que intente hacerles daño!

Podría parecer ridículo en aquella postura, con las piernas afianzadas y el pecho lampiño hinchado, pero había algo en los ojos del muchacho...

Desde el fondo de mi arcón tallado, donde había permanecido intocada durante tanto tiempo, saqué la espada de mi padre. Me azoré al descubrir óxido en la hoja.

—¿Puedes blandirla, Cormiac?

Él cogió el arma con manos ansiosas. Al principio su peso hizo que se tambalease, pero se recobró enseguida y trazó un ancho arco que hizo silbar el aire. Las dos mujeres retrocedieron asustadas.

—Tendrás que practicar su uso —le dije—. Frota la hoja con vinagre y arena y pide prestada una piedra de afilar.

Él asintió, los ojos fijos en la espada con la expresión que ponían los hijos de otros campesinos cuando miraban un buen equipo de bueyes.

Pasé el resto del día en el bosque. Cuando regresé me sentí restablecido, el cerebro bruñido y afilado. Había estado ausente demasiado tiempo y mis pensamientos se habían oxidado. Pero ahora tenía un plan inspirado...

Aquella noche abracé a Briga intensamente, como si quisiera fundir nuestros cuerpos en uno solo. Nos acoplamos con una vehemencia desesperada y dormimos sin separarnos.

A la luz grisácea de la mañana examiné a quienes vivían bajo el techo del jefe druida, Briga, Lakutu, el niño, Glas, el muchacho, Cormiac Ru, la familia que había adquirido. Los vínculos entre nosotros eran invisibles pero muy fuertes.

Hice una seña a Briga para que me acompañara al exterior.

—Cuando César haya sido derrotado y yo regrese, te iniciaremos en la Orden —le prometí, añadiendo sin pausa—: y en el próximo Beltaine me casaré con Lakutu.

Ella enarcó las cejas, alarmada.

—¿Así, sin más? ¿Sin pedirme permiso?

—¿Acaso tú y yo tenemos que pedirnos mutuamente permiso para hacer lo que queramos?

Briga abrió la boca, la cerró, empezó a hablar de nuevo, se interrumpió. La risa trataba de atravesar su máscara de ira simulada.

—¡Mientras estés ausente, Ainvar, aprenderé a tener más astucia que un jefe druida!

—Muy bien. Me gustan las mujeres inteligentes.

Me di cuenta de que no estaba realmente enojada. Si ella y Lakutu no se hubieran hecho tan buenas amigas, yo nunca habría pensado en semejante arreglo. Pero ahora Briga, hija de un príncipe, tendría una mujer de quien sería oficialmente superior y a la que podría dar órdenes si lo deseaba. No obstante, la conocía bien y sabía que era demasiado afectuosa para dar órdenes a una amiga.

Todavía teníamos que hablar de un asunto más sombrío.

—Vas a tener que cargar con una pesada responsabilidad durante mi ausencia, Briga. Si no regreso..., si César vence... —Ella empezó a protestar, pero la silencié—. Si César vence, acude a Aberth y pídele que libere vuestros espíritus antes de que los romanos puedan esclavizaros.

—¿Lakutu y los chicos también?

—Sí, y tú también, toda la familia.

Ésa era la prueba definitiva de la fe que había intentado inculcarle, la prueba de mi éxito como druida. Contemplé inquieto su rostro. Ella alzó el mentón y, cuando nuestros ojos se encontraron, vi que en los suyos no había asomo de temor.

—Haré lo que me pidas, Ainvar. La muerte es una minucia. Sé que todos estamos perfectamente a salvo.

Entonces sonrió. Mi Briga.

Cuando salí del Fuerte del Bosque la gente gritaba:

—¡Vuelve a nosotros como una persona libre!

Mi guardaespaldas y yo nos vimos obligados a mantener nuestros caballos al trote a fin de que los reclutas que nos acompañaban pudieran mantenerse a nuestro paso. Muchos más habían prometido seguirnos. Apenas nos detuvimos para descansar, puesto que César se apresuraría a reunirse con sus legiones. Hicimos una breve visita al bosque sagrado de los bitúrigos para hablar con Nantua y luego corrimos hacia el campamento de Vercingetórix situado más allá de Avaricum. Como nuestras patrullas nos informaron posteriormente, llegamos allí el mismo día que César regresó al frente de su ejército.

—Tengo la intención de atacar inmediatamente, antes de que él tenga tiempo de descansar —me dijo Rix.

—Dudo de que César esté cansado y, si lo está, no permitirá que la fatiga sea un obstáculo, como tampoco tú lo permitirías. Sus hombres están descansados y bien alimentados, gracias a los almacenes de Avaricum. Nuestra situación no es tan buena como la suya. Antes de enfrentarte a César, deberíamos estar en una posición ventajosa, una fortaleza.

—Avaricum y Cenabum han sido convertidas en ruinas. Así pues, ¿qué sugieres?

—Gergovia.

Sabía que él lucharía mejor en su propia tierra y, por otro lado, el tiempo que tardaríamos en llegar allí permitiría que mi plan madurase. Rix consideró la sugerencia y luego asintió.

—De acuerdo, Gergovia.

Una vez levantado el campamento, el ejército de la Galia emprendió la marcha hacia el sur. A lo largo del camino me encontré con varios druidas y discutimos con el Goban Saor los métodos para reforzar las fortalezas galas.

Seguíamos el curso del río Allier, crecido en aquella época. Pronto supimos que el ejército de César venía hacia nosotros por la ribera contraria. De inmediato Rix envió por delante destacamentos de caballería para que destruyeran todos los puentes, de modo que César no pudiera cruzar el río caudaloso para atacarnos. Entonces los dos ejércitos procedieron a marchar hacia el sur casi juntos, generalmente uno a la vista del otro, separados sólo por una vena de turbulenta agua marrón y rápida, a través de la cual los hombres se desafiaban a gritos y de vez en cuando hacían rudos chistes.

Sin que nuestros hombres lo descubrieran, César detuvo una compañía de sus hombres en un denso bosque ante uno de los puentes destruidos. Cuando los dos ejércitos no se veían, salió del bosque y procedió a supervisar la reparación del puente. Entonces el romano llamó a sus legiones, cruzó el río y al amanecer del día siguiente nuestras estupefactas patrullas nos informaron de que todo el ejército romano se nos aproximaba por detrás.

Los guerreros de la Galia libre maldijeron a César con todos los juramentos que era capaz de crear la imaginación celta.

Vercingetórix nos hizo avanzar con la mayor rapidez, confiando en llegar a la fortaleza arvernia antes de que los romanos pudieran obligarnos a librar una batalla desigual en campo abierto. Nos superaban en número y su ventaja sobre nosotros sería absoluta. Tras cinco días de dura marcha llegamos a Gergovia, situada en una montaña de accesos difíciles a cada lado, tal como yo recordaba. Era realmente una posición ventajosa para nosotros.

Rix despachó una compañía de caballería para hacer más lento el avance de los romanos, mientras sus hombres levantaban el campamento en las alturas alrededor de la fortaleza, desde donde se dominaba el terreno extendido al pie, y situó otras guarniciones en las colinas próximas, a fin de proteger las fuentes de agua dulce que abastecían a Gergovia.

Nuestro jefe guerrero distribuyó a varias tribus alrededor de los muros exteriores de la ciudad fortificada. A la vista de los romanos que estaban abajo, los guerreros practicaban sus hazañas bélicas más intimidantes y lanzaban sus gritos de guerra más aterradores. La mayoría de las tribus contaban con guerreros que lanzaban lluvias de flechas contra las tropas enemigas cada vez que se acercaban. Sin embargo, no éramos tan pródigos con las lanzas, pues eran más valiosas.

Al observar los preparativos de Rix me quedé impresionado. De la misma manera que yo había estudiado las artes druídicas, él había estudiado la guerra y era un paladín.

¿Acaso la guerra era todavía para él, en cierto modo, un juego, una competición entre contrarios honorables, aunque sabía que todas las reglas habían sido cambiadas? No lo sabía y no hablábamos de ello. A Rix no le gustaba hablar de las cosas abstractas que fascinan a los druidas.

Él era un guerrero, yo un druida. Él mandaba soldados de acuerdo con una pauta y yo mandaba en la red druídica de acuerdo con otra.

Tras reunirse conmigo en el bosque sagrado de los bitúrigos, Nantua había enviado a sus druidas al este, a lomos de caballos rápidos, para reunirse con los miembros eduos de la Orden. Juntos abordaron al nuevo magistrado jefe de los eduos, a quien César acababa de confirmar en el cargo. El magistrado había sido educado por los druidas y era posible que éstos le persuadieran.

Los druidas hablaron y el magistrado les escuchó. Con palabras inspiradas, los druidas le convencieron de que el futuro de toda la Galia dependía de su apoyo a la confederación gala contra el invasor. Entonces el magistrado hizo valer su influencia ante un joven noble llamado Litaviccus, quien había sido encargado por César para encabezar a los diez mil guerreros eduos que habrían de unirse al ejército romano.

César tenía ya un contingente de selecta caballería edua, pero había exigido más guerreros.

Al enterarme de estos acontecimientos, di nuevas instrucciones durante nuestra marcha hacia el sur.

Bajo el mando de Litaviccus y sus hermanos, los refuerzos eduos partieron para reunirse con César en Gergovia, pero al entrar en el territorio arvernio se encontraron, gracias a Secumos, jefe druida de los arvernios, con un grupo de druidas disfrazados de desertores galos del ejército romano, los cuales contaron a Litaviccus y sus hombres una historia espantosa que yo había fraguado, con unas florituras añadidas por el bardo Hanesa. Los druidas fueron muy convincentes. A continuación Litaviccus se dirigió a sus seguidores con lágrimas en los ojos, resultantes de una poción que uno de los druidas le había entregado con disimulo.

—¡Estos hombres han sido testigos de un hecho monstruoso! —exclamó—. Han oído a César acusar falsamente a los dirigentes de su caballería edua de conspiración traidora con los arvernios. ¡Entonces los hombres de César mataron a los jinetes eduos sin prueba ni juicio alguno! Incluso los príncipes eduos han sido asesinados, hombres a los que conocíamos y amábamos. Éste es el tratamiento que podemos esperar de César si nos unimos a él. ¡Esto nos advierte de que debemos tener cuidado con la perfidia romana!

Los seguidores de Litaviccus respondieron con un rugido de ira. Cayeron sobre el puñado de romanos que los acompañaban con grano y provisiones y pasaron por las armas hasta el último hombre. Luego regresaron a su tierra para difundir la noticia y vengarse de la destrucción de su caballería matando a todo romano con el que se topaban.

Como yo había tenido en cuenta cuando ideé este plan, los celtas son impetuosos y se excitan fácilmente.

Así pues, mientras César se preparaba para luchar contra Vercingetórix, recibió la inquietante noticia de una revuelta potencialmente catastrófica entre los eduos. Si la revuelta triunfaba, indudablemente se extendería a las demás tribus que aún le eran leales alrededor del perímetro de la Galia libre, haciendo su situación insostenible.

Yo comprendía muy bien la desventaja de una mente aturdida, una desventaja que ahora había impuesto a César. Éste tendría que ir en busca de los eduos y persuadirles de que estaban equivocados, que no había habido traición por parte de su caballería edua ni matanza alguna. La caballería estaba viva y bien, asombrada al conocer la defección de los diez mil guerreros de Litaviccus. Suplicaron a César que no les castigara por los hechos de sus compañeros de tribu.

Sin embargo, simultáneamente el romano consolidaba su posición antes de emprender el asedio a Gergovia. Los romanos habían derrotado a una pequeña guarnición arvernia en una colina cercana, donde estaban cavando una trinchera que les permitiría acercarse más a la ciudad.

Era de noche, Rix y yo estábamos juntos fuera de las puertas del fuerte, mirando las luces del extenso campamento romano que albergaba a muchos millares de hombres.

—César está sentado ante uno de esos fuegos —musitó Rix—. ¿En qué crees que está pensando, Ainvar?

Tendí una mano, palpando en busca de la mente del romano. Había algo mágico en el conocimiento de que estaba tan cerca y nuestros pensamientos se mezclaban como humo en la oscuridad.

—Se está preguntando en qué piensas tú —aventuré.

—El engaño de los eduos ha sido brillante, Ainvar.

—Inspirado —me limité a decir.

—César se verá obligado a dividir a su ejército si quiere perseguir a los eduos.

—Lo sé. Yo diría que partirá con las primeras luces del alba y dejando en el campamento el mayor número de hombres posible. No tiene otra opción.

—¡Entonces celebremos nuestro éxito! —exclamó Vercingetórix.

Durante tanto tiempo como brillaron las estrellas, los dirigentes de la Galia libre comieron, bebieron y cantaron en el alojamiento del rey en Gergovia. La victoria era como vino en el aire y en la sangre.

Cuando los hombres están seguros de vencer, adquieren una arrogancia especial. Ahora, sentado al lado de Rix, escuchándoles, confié en que los jefes guerreros se dieran cuenta de que aquél era un momento culminante en sus vidas. Me incliné para decírselo a Hanesa, el cual estaba sentado frente a mí devorando una pata de cerdo asada. El bardo se limpió la grasa de la boca con las puntas de la barba.

—Cierta vez te dije que podría componer un poema épico si permanecía al lado de Vercingetórix —me recordó.

—¿Lo has comenzado?

—¿Comenzado? —Hanesa soltó una carcajada y se palmeó el orondo vientre—. Casi lo he terminado. Lo único que necesito es una culminación triunfal. Es una lástima que César no se enfrente a Vercingetórix en combate singular, pues en una lucha de paladines nuestro jefe partiría en dos a ese romano diminuto.

—Ésa es una razón por la que nunca verás a César cerca de Vercingetórix en el campo de batalla —señalé—. El romano es demasiado listo para cometer ese error. Además, el combate singular no forma parte de su norma.

Mi cabeza observó en silencio que César luchaba de otras maneras. Su cerebro, más que su cuerpo, era el paladín que luchaba por la supremacía. Y el cerebro que estaba a la altura del suyo era el mío. Rix y yo formábamos un equipo: él era el corazón y yo la cabeza. Las dos caras de la Galia.

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