El Druida (64 page)

Read El Druida Online

Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
5.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aquella noche, en mi tienda, no pensé en la victoria, sino en Aquel Que Tiene Dos Caras, con el rostro de César en un lado y una cara germana en el otro, furibunda, aterradora. Me desperté empapado en sudor, salí de la tienda con sigilo para no molestar a Cotuatus y avancé en busca de Rix entre el bosque talado de guerreros dormidos.

Él también estaba despierto, en pie a la entrada de su tienda y contemplando la noche. Ni siquiera se volvió cuando me acerqué.

—Ainvar —me dijo sin un asomo de duda.

—¿Has dicho a tus hombres que mañana probablemente se enfrentarán a la caballería germana?

—No. ¿Por qué habría de hacerlo? No importa con quién nos enfrentemos. Vamos a ganar y eso es lo único que han de pensar. Venceremos.

—Las tribus del sur y el oeste nunca han combatido con los germanos, Rix. No estarán preparados para su ferocidad y es posible que cedan al pánico.

—Es más probable que cedan al pánico si les advertimos de antemano y les damos tiempo para que se asusten con sus propias imaginaciones. No, Ainvar, los germanos pueden presentar un espectáculo aterrador, pero ahora tenemos ventaja y confío en nuestros hombres.

La fe en los hombres...

Regresé a mi tienda y pensé en mi sueño. El Goban Saor había vuelto a las carretas, a una de ellas en particular. Ojalá la caravana de los equipajes nos hubiera dado alcance. Por desgracia estaba por lo menos a media jornada de distancia.

A la mañana siguiente, mientras yo entonaba la canción al sol, Rix dividió a la caballería en tres secciones. Dos de ellas fueron enviadas a atacar los flancos de los romanos y la tercera se adelantó para bloquear a su columna de avance.

A lomos de mi caballo, sobre una colina cercana, contemplé nítidamente la acción. La columna romana formó en un enorme cuadrado hueco con las carretas de equipajes en el centro. Yo no estaba lo bastante cerca para distinguir si la masa de gente que estaba con los romanos eran prisioneros galos, pero podrían serlo.

Podrían serlo, podría haber una pequeña cautiva en cualquiera de aquellas carretas. De ser así, no le habría despertado la canción al sol sino la voz sonora de la trompeta de combate que convocaba a los hombres para la matanza. Casi podía percibir el terror de la niña.

¿Qué precio alcanzaría mi hermosa y perfecta niña en una subasta de esclavos romana? La bilis acudió a mi boca.

Enfrente de la colina había una estribación larga y empinada que se llenó de jinetes romanos, los cuales bajaron al valle por detrás de nuestra caballería. Los gritos salvajes, unos gritos que no parecían emitidos por gargantas humanas, vibraron en el aire matinal cuando los jinetes germanos de César cayeron sobre nuestros hombres y empezaron a despedazarlos.

Los germanos luchaban sin estilo ni elegancia, pero con una inflexible dedicación a matar. Los galos, sorprendidos, se mantuvieron firmes durante tanto tiempo como pudieron, pero luego perdieron el valor y huyeron como una horda salvaje. Los germanos los persiguieron, rugiendo como bestias y matando a todos los hombres a los que daban alcance de la manera más sanguinaria.

Entretanto, los legionarios de César se apartaban de los bordes exteriores del cuadrado hueco en una orden turbadoramente precisa, preparándose para continuar el ataque.

Nuestros guerreros, temerosos de que los rodearan, se dispersaron en todas direcciones.

La derrota fue completa. Vercingetórix, montado en su caballo negro, corría de un lado a otro, tratando de retener a sus hombres, lanzando gritos de desafío a los germanos y dando órdenes a su caballería, haciendo un esfuerzo desesperado por reunirlos para que no siguieran cabalgando hacia sus tribus. Cuando resultó evidente que nada induciría a sus hombres a volver y enfrentarse a los germanos, Rix se rindió a lo inevitable y llevó a los hombres de regreso hacia el lugar donde habíamos acampado junto al río.

Estaba demasiado lejos de mí para que pudiera verle la cara, pero la cólera se evidenciaba en cada línea de su cuerpo.

Habíamos perdido quizá la cuarta parte de la caballería, ya fuese a manos de los guerreros germanos ya por nuestro propio terror, y el resto estaba muy desmoralizado. Habían visto a los germanos mutilar a hombres vivos por el puro placer de hacerlo y pisotear a los heridos con los cascos de sus caballos. Habían visto un rostro de la guerra que no era ni estilizado ni heroico, sino meramente brutal, una expresión de los rincones más oscuros del espíritu humano.

Vercingetórix ordenó a los príncipes tribales que reunieran a sus guerreros y les dirigió un valiente discurso, alabándoles y tratando de aliviar sus temores, prometiéndoles una victoria que haría algo más que compensar las pérdidas sufridas. Sin embargo, mientras hablaba vi que los hombres miraban nerviosamente primero a un lado y luego al otro, como si esperasen que los germanos aparecieran de improviso entre los arbustos y se abalanzaran contra ellos.

Rix convocó aparte a los dirigentes tribales para celebrar con ellos una apresurada conferencia. Aunque no me llamó, también asistí y me mantuve silenciosamente al margen, escuchando.

—Hemos perdido demasiados hombres —les dijo amargamente—. La caballería es nuestra principal fuerza de ataque, o lo era, y está prácticamente aplastada. No podemos permitirnos que nos sorprendan en campo abierto de esa manera hasta que nos hayamos recuperado. No estamos muy lejos de Alesia, la fortaleza de los mandubios. —Se volvió hacia Litaviccus—. Los mandubios son antiguos aliados de los eduos, ¿no es cierto?

Litaviccus asintió.

—Entonces te pido que partas enseguida y les digas que el ejército de la Galia se dirige hacia ellos. Usaremos Alesia como base de la misma manera que usamos Gergovia. Con unas fuertes murallas en las que confiar, nuestros hombres recuperarán el valor y haremos que César sufra tal derrota que la de Gergovia, en comparación, parecerá un rasguño en la rodilla.

Habló con aquella vibrante confianza a la que los príncipes guerreros estaban acostumbrados. Con tanta serenidad como si nada hubiese salido mal, Vercingetórix reunió a sus hombres, dio las órdenes necesarias y pronto el ejército se puso en marcha. A un observador que desconociera lo ocurrido le habríamos parecido una fuerza de ataque, pero yo veía el temor y la duda profundamente grabados en los rostros de los que habían sobrevivido al ataque germano.

Y veía en los ojos de Rix las sombras que intentaba mantener ocultas.

Un grupo de hombres fue enviado a las carretas para proporcionarles escolta hasta Alesia, así como para vigilar la retaguardia en busca de señales de persecución por parte de los romanos. No había duda de que César reanudaría muy pronto su ataque.

Una vez en marcha, cabalgué durante un rato al lado de Rix. Él era consciente de mi presencia, pero no me dijo nada. Yo le recordaba que se había equivocado con respecto a la preparación de nuestros hombres para enfrentarse a los germanos, y a Rix no le gustaba que le recordaran sus errores. Sin embargo, ¿de qué otra manera podemos aprender?

Acerqué más mi montura al caballo alto y delgado que él montaba. Un ayudante conducía su semental negro, a fin de mantenerlo fresco para usarlo en combate si era necesario. El ardiente sol veraniego caía sobre nosotros, el aire estaba lleno de polvo y olor a respiración de caballo. Cabalgábamos al ritmo de los bocados tintineantes, los crujidos del cuero y el sonido de los cascos. Avanzábamos con rapidez pero sin precipitación, de acuerdo con la orden de Rix, el cual no quería que sus hombres se sintieran como si estuvieran huyendo presa del pánico.

—No hemos sido vencidos por el enemigo sino por nuestro propio temor —le dije a Rix en un tono neutro, sin desviar la mirada del camino—. César confió en el efecto que los germanos ejercerían en nosotros. No han sido mejores que nuestros hombres, sino sólo más aterradores.

—Mi caballería huyó. Echaron a correr, Ainvar. —La voz de Rix sonaba como si estuviera hablando desde el fondo de un pozo—. Hice de ellos mis favoritos, tenían la mejor comida, las mejores armas, los caballos selectos arrebatados a las demás tribus... Huyeron y no pude retenerlos.

Sus palabras reflejaban odio y desesperación.

Vercingetórix estaba conmocionado como cualquier otro por lo que había ocurrido, pero era el comandante en jefe y tenía que ocultarlo..., excepto a su amigo del alma.

—No son más que humanos, Rix —le dije a modo de consuelo—. Y los primeros en huir fueron los del sur y el oeste. Los senones y los demás hombres de la Galia central hicieron frente a los romanos.

—Sí, les hicieron frente mientras pudieron. Pero cuando centenares de otros caballos empezaron a correr, no pudieron controlar indefinidamente a los suyos. El pánico es como un incendio en un sotobosque, ¿verdad? Ha quemado a todos. He observado a los hombres. El temor de la caballería se ha transmitido a los infantes y ahora todos tienen miedo. Por esa razón los llevo a Alesia. Hemos de estar en una posición donde podamos ganar la siguiente batalla... o me temo que perderemos al ejército de la Galia.

Jamás le había oído hablar en un tono tan amargo.

CAPÍTULO XXXVII

Alesia ocupaba una extensa altiplanicie en forma de rombo, protegida por ríos a ambos lados y con empinadas colinas al norte y al sur. Rix había elegido bien. La fortaleza sólo era de tamaño mediano, pero se alzaba a una altura tan imponente que era inexpugnable a toda forma de asalto excepto al bloqueo. En cuanto llegamos, Rix ordenó que el ejército acampara en las vertientes fuera de los muros y fortificó su posición con zanjas y muros adicionales.

Litaviccus nos dio una bienvenida formal en las puertas de la ciudad. Entré con Rix y los príncipes de la Galia. Los habitantes mandubios de la ciudad acudieron desde todas partes para ofrecernos vino, comida y laureles de victoria, «por salvarnos de los romanos», según ellos. Rix rechazó los laureles y les pidió en voz sonora que volvieran a ofrecerlos cuando hubiéramos derrotado a César.

Vercingetórix fue invitado por el rey a instalarse en su alojamiento, pero él prefirió hacerlo en su propia tienda con el ejército. Un día después, César llegó a Alesia.

Los romanos nos habían seguido sin pérdida de tiempo. La persecución de sus enemigos tras una victoria, aprovechándose de su temor y su debilidad, formaba parte de la norma cesárea. Rix, que lo sabía bien, hizo el máximo esfuerzo para presentar a César una fachada inexpugnable cuando llegara.

Cuando César, ataviado con su manto escarlata, llegó galopando por la llanura, la fortaleza de Alesia debió de parecerle amedrentadora incluso a él.

La llegada de nuestras carretas antes que los romanos fue un alivio para mí. El Goban Saor vino a mi tienda y le saludé con un abrazo celta.

—Las carretas han llegado con mucha rapidez —comenté—. Debéis de haber prescindido de la mayor parte del cargamento para ganar velocidad.

—Así es. Tiramos barriles, cajas, todo lo que era pesado y prescindible.

—Pero ¿no...?

El Goban Saor sonrió al ver mi inquietud.

—No, eso no. Sigue en mi carreta. Cuando dije a la gente que pertenecía al jefe druida nadie lo tocó. Si quieres, ayúdame a descargarlo y lo llevaremos a tu tienda..., pero aún no veo qué uso puedes darle.

—Para hacer magia —me limité a decirle.

El Goban Saor se marchó con Rix a examinar las fortificaciones y Cotuatus se quedó para pasar el día con los guerreros carnutos, que estaban reparando los daños causados por la batalla e intercambiaban excusas por la reciente derrota. Cuando se marcharon descubrí el objeto que reposaba en el centro de la tienda.

Estaba a solas con Aquel Que Tiene Dos Caras.

En otro tiempo los guerreros celtas habían cortado las cabezas de sus adversarios más valiosos para colocarlas en lugares de honor como trofeos de batalla, a fin de impresionar a sus amigos e intimidar a sus enemigos. Esa costumbre se había extinguido entre las generaciones más recientes, pero los miembros de la nobleza guerrera todavía observaban simbólicamente la tradición utilizando cabezas de madera o piedra que colocaban alrededor de sus fortalezas. En mis viajes a través de la Galia había visto numerosos ejemplares de tales cabezas talladas.

La figura que el Goban Saor había tallado mucho tiempo atrás para mí, como un regalo destinado a Menua, no era uno de aquellos trofeos en forma de cabeza. Los años no habían disminuido su impacto. Al mirar la figura de dos caras notaba el aliento del Más Allá en la nuca.

Me senté cruzado de piernas en el suelo para contemplar la imagen. Los sonidos de lejanas trompetas y gritos que llegaban desde el exterior me advertían de que nuestras patrullas habían visto la aproximación de los romanos. Todavía estaban a considerable distancia, pero se acercaban. Los hombres empezaron a correr, cavar trincheras, prepararse, observar, ponerse en tensión, pero yo sabía que nada iba a suceder aquella primera jornada. César llevaría sus tropas ante Alesia y consideraría la situación, levantaría un campamento y haría sus preparativos. Los dos grandes ejércitos se observarían durante algún tiempo, evaluándose fríamente, cada uno buscando una ventaja.

Contemplé la imagen tallada de dos caras.

El sol que caía sobre las paredes de cuero de la tienda impartía un resplandor ocre al entorno. Bajo aquella luz, la piedra de color gris claro podría haber sido confundida con carne. No hacía falta demasiada imaginación para descubrir que la conciencia se agazapaba en aquellos ojos inexpresivos, para ver que la respiración hinchaba las fosas nasales. El Goban Saor tenía tal maestría que realmente había capturado la vida, una forma de vida temible y turbadora, en la piedra. Permanecí allí sentado, esperando. Sí, la imagen era temible, y el temor es una herramienta para la magia.

Cierta vez Menua creyó en mi capacidad de insuflar la vida, y lo intenté en una ocasión, tratando de resucitar a Tarvos.

Ahora era distinto. La vida no había desaparecido sino que estaba allí, aprisionada gracias a la magia del artesano. Sólo requería otra magia más potente para hacer que saliera a la superficie.

Cerré los ojos y me concentré. Con dedos invisibles tanteé hacia afuera, buscando los límites de mi poder. Atraje al Más Allá en torno a mí como una túnica con capucha, hasta que pude sentirlo, olerlo, saborearlo. Me sumí más profundamente y mis labios formaron las palabras más poderosas que conocía, los nombres de los dioses del abismo, los señores de la noche y la tormenta, los espacios entre las estrellas, los aspectos más oscuros de la Fuente.

Other books

Charm and Consequence by Stephanie Wardrop
Mistress of the Wind by Michelle Diener
The Witches Of Denmark by Aiden James
Lily of the Valley by Sarah Daltry
Down Solo by Earl Javorsky
A Man in a Distant Field by Theresa Kishkan
Leaving Liberty by Virginia Carmichael
Slow Moon Rising by Eva Marie Everson