—¿Son de veras los romanos como explican siempre los mercaderes? —preguntó Basilo, nervioso.
Cada vez más personas se agolpaban detrás de Diviciaco y Divicón. No obstante, se mantenían a distancia del hombre sagrado, como si estuviese protegido por un cordón invisible.
—Roma es amiga de las tribus celtas —contestó Diviciaco—. Los eduos somos el primer pueblo celta que ha firmado una alianza con Roma. Por tanto, todo el que se haga cliente del pueblo eduo goza de la protección de Roma. Y sólo Roma puede ayudarnos contra los germanos que avanzan hacia el sur.
En el semblante de los presentes podía leerse sin dificultad que no todos eran de su opinión. Hice de tripas corazón e intenté tímidamente sacar un tema algo delicado:
—Diviciaco, druida y príncipe de los eduos, hace algunos años los celtas secuanos llamaron al príncipe germano de los suevos, Ariovisto, del otro lado del Rin, para luchar contra vosotros. En Admagetóbriga sostuvisteis una heroica batalla contra los secuanos y Ariovisto. —Puesto que todos los presentes sabían que Ariovisto había vencido con una derrota abrumadora de los eduos, no era necesario mencionar aquello—. ¿Por qué entonces no acudió Roma en ayuda de los eduos? —pregunté con fingida inocencia. Me había tomado verdaderas molestias para formular la pregunta con humildad y cortesía, pero noté en los rostros de la gente que había cometido una insolencia.
Diviciaco guardaba silencio, y Basilo sonreía de oreja a oreja.
—Roma tenía un pacto de amistad con los eduos —vociferó Divicón, y se acercó a mi tonel.
Yo me sorprendí, pues no habría creído al anciano capaz de mostrar semejante temperamento.
—¡Roma tendría que haberos apoyado contra Ariovisto! —exclamó Divicón—. Incluso estuviste en Roma para exigir personalmente el cumplimento de los deberes de la alianza. ¿Y qué te respondieron?
—Que debía dirigirme al procónsul Metelo Celer —contestó Diviciaco con orgullo.
—¡Y él os ha dejado en la estacada!
—¡El procónsul sí, pero no Roma! —insistió el druida.
A pesar de su agitación, Divicón había dado un elegante rodeo para que dependiera de mí meter la pata hasta el fondo.
—En lugar de apoyaros contra Ariovisto, Roma le ha concedido al agresor germano el título de
Rex at que amicus
.
—¡Corisio tiene razón, eso ha sido cosa de Roma y no del procónsul Metelo Celer! —exclamó Divicón al tiempo que soltaba una risotada.
Diviciaco procuró disimular que le habría encantado ahogarme en el tonel.
—Sabes mucho, Corisio, ¿pero acaso habla de noche sobre fraguas el pescador? —Así daba a entender que yo hablaba de cosas de las que no tenía ni idea. Me miró con desprecio y prosiguió—: Los eduos han aprendido a doblegarse como los sauces en el viento. Gracias a Roma hemos podido afianzar nuestra posición en la Galia. Los arvernos han perdido la hegemonía en el sur y los secuanos, en el noreste, están siendo destruidos por su amigo Ariovisto. Quien desee dominar la Galia necesita el apoyo de fuertes aliados. Por eso me dirijo a ver al procónsul Metelo Celer.
—¡Pues va a ser un largo camino, druida! —graznó en latín una voz bastante desagradable—. Metelo Celer ha muerto.
Todos los presentes se volvieron. Frente a la nave había un hombre de unos treinta años de edad.
—¿Quién eres? —preguntó Divicón en lengua griega.
—Soy Quinto Elio Pisón, ciudadano romano y cliente del muy honorable Luceyo —respondió Pisón, también en griego.
—¿Y qué te trae a la tierra de los helvecios?
—Sigo a los deudores de mi patrón —dijo el romano riendo.
Sus acompañantes, que quizá fueran esclavos griegos, se unieron a aquella risita más bien estúpida.
—¿Y quiénes son los deudores de tu patrón? —preguntó el príncipe al tiempo que miraba de arriba abajo y con desdén al tal Pisón y a sus acompañantes.
—Quien tiene mucho dinero, tiene muchos deudores. Pero nuestro mayor deudor se encuentra en la Galia. Es el sucesor de Metelo Celer —respondió Pisón, y de inmediato sus acompañantes volvieron a reírse tontamente.
—¿Y cómo se llama?
—Cayo julio César.
Diviciaco pareció entonces apesadumbrado. No en vano había sido ese tal Cayo Julio César quien les había negado a los eduos, pese al pacto de amistad, cualquier tipo de ayuda contra el agresor germano y quien poco después le concedió precisamente a Ariovisto el título de «Rey y amigo del pueblo romano». Todas las miradas se dirigieron hacia el druida. Tenía que responder por ello. Diviciaco permaneció un rato en silencio, luego, se volvió hacia Divicón y habló con toda la majestuosidad y arrogancia de un druida celta:
—Divicón, la Roma a la que derrotaste ya no existe. Vivimos en paz con Roma. Roma se toma en serio sus pactos.
—¿A qué pactos te refieres? —volvió a graznar Pisón—. ¿Hablas del pacto de amistad con los celtas eduos o del pacto de amistad con los germanos suevos?
Su comitiva volvió a reír de forma estúpida. Al parecer, para ellos eso constituía el mayor de los placeres.
—Gran Divicón —apeló el romano al anciano príncipe de los tigurinos—, también vosotros deberíais firmar un pacto de amistad con Roma. Así seréis los señores del Atlántico y muchas tribus galas constituirán vuestra clientela. Para un pacto así sólo necesitáis un intercesor en Roma.
Divicón callaba.
—Gran Divicón —siguió graznando Pisón—, se acabaron los tiempos en los que uno podía ir de paseo por ahí con dos mil personas y partirles la cara a un par de legionarios. Ahora el mundo consta de fronteras y los pactos aseguran esas fronteras, ofreciendo protección y seguridad. Los pactos son valiosos, y por eso también son muy caros. El rey egipcio Ptolomeo XII ha donado ciento cuarenta y cuatro millones de sestercios a César y a Pompeyo por uno de esos pactos. Los celtas sois el pueblo del oro. Vosotros tenéis oro más que suficiente para cerrar los mejores pactos de todos, así que seguid el ejemplo del egipcio, que ha recibido un préstamo de mi patrón, Luceyo.
A pesar de que Divicón habría preferido cortarle la cabeza a ese engendro de la vileza y la depravación moral personificadas, de inmediato comprendió que Pisón podía ofrecerle información muy valiosa y grandes oportunidades. Resultaba evidente que tuvo que controlarse y hacer un gran esfuerzo.
—En tal caso, sé mi huésped, romano, y permite que te agasajen en mi casa.
A los celtas se nos pueden recriminar muchas cosas, pero la hospitalidad es una de nuestras mejores virtudes. Habría sido descortés dejar al romano de pie al aire libre, sin ofrecerle comida ni bebida bajo el propio techo, mientras se embarcaban en una larga conversación. De acuerdo, la invitación también presentaba la ventaja de garantizar la discreción de la charla.
Divicón me miró un instante y luego nos hizo una seña a Basilo y a mí, una invitación al estilo celta. De ese modo presentaba sus respetos a los dos únicos supervivientes de nuestra aldea. La multitud se dispersó mientras unos cuchicheaban sobre el druida eduo amigo de los romanos, Diviciaco, otros alababan a su hermano Dumnórix, un acérrimo enemigo de Roma que se había casado con la hija del difunto Orgetórix, y otros intercambiaban observaciones sobre el vuelo de los pájaros que, al parecer, no prometía nada bueno. Yo estaba entusiasmado y Basilo también. Siempre habíamos soñado con Massilia, pero de pronto olfateábamos el aroma de togas senatoriales romanas, de sestercios e intrigas.
* * *
La nave que ocupaba Divicón era propia de un príncipe celta, más ostentosa que todo cuanto yo había visto jamás. De las paredes colgaban telas con dibujos desconocidos para mí y las tarimas bajas estaban forradas en parte con pieles de oso. Nos sentamos en un amplio círculo sobre el suelo recién cubierto de paja limpia y el propio Divicón tomó asiento sobre una piel de león que debía de haberle costado una pequeña fortuna. Detrás de él se hallaba su escudero personal. En las paredes colgaban valiosas espadas, insignias y águilas romanas, botín de guerra de la legendaria victoria en el
Garumna
. Un esclavo romano le tendió una copa de plata maciza revestida de oro, llena de vino, y Divicón dio un sorbo para a continuación pasar la copa al príncipe tigurino Nameyo. Así fue dando ésta la vuelta hasta que el esclavo la volvió a llenar. Entretanto se nos habían unido otros tigurinos, druidas y nobles del estado mayor de Divicón.
—¿Siempre bebéis el vino sin diluir? —Pisón alzó la copa y miró al círculo en actitud interrogante.
El druida Diviciaco bebía agua y callaba. Si a ese romano no le gustaba el vino, más le valía cerrar la boca; cualquier otra cosa sería una ofensa.
Divicón hizo una seña al esclavo para que sirviera vino diluido al invitado. ¡Ese Quinto Elio Pisón no sabía que con aquel gesto se revocaba su condición de huésped! ¡Aquello podía costarle la cabeza! El esclavo romano de Divicón vertió el vino colado de la delgada ánfora en una caldera de cobre y le añadió agua, para tomar a continuación un cazo de madera y remover la mezcla. Pisón sumergió su vaso en el jarro y bebió vino diluido. Divicón cuchicheó que los celtas no éramos mujeres y no diluíamos el vino, haciendo saber de ese modo a los presentes que ya no consideraba a Pisón huésped suyo. El romano tenía ahora su propio vino en su propia caldera y se lo tragaba como si fuese una mixtura druídica enmohecida.
—Explica, romano, ¿qué se comenta en Roma?
Pisón adoptó una sonrisa hipócrita y explicó con talante servicial los últimos chismes que corrían en Roma y sus alrededores:
—Lucio Pisón, con el que por cierto estoy emparentado, y Aulo Gabinio han comenzado su año de consulado, y Metelo Celer, el gobernador de la provincia romana de la Galia Narbonense, ha fallecido de forma inesperada. En Roma se dice que ha muerto de pena porque no lo atacó ningún pueblo galo; a él le habría encantado tener un pretexto para declararle la guerra a la rica Galia. Las malas lenguas afirman incluso que lo asesinó su ramera, Clodia, que es la hermana de Clodio, el jefe de la mayor banda armada de Roma. Clodio y sus tropas de gladiadores aterrorizan por las noches a los senadores poco populares, y además Clodio es íntimo amigo de César y hace todo lo que éste le dice. ¡Ay, sí, pobre Metelo Celer! Ahora el nuevo procónsul Julio César puede incluso montar a Clodia, la ramera, ¡en su propia cama! Ya sabréis que en Roma se dice que Craso tiene el dinero y Pompeyo el poder, pero que César tiene el rabo más grande.
Nadie pareció encontrar aquello gracioso.
—¿Y ese Cayo Julio César se quedará ahora con la provincia del tal Metelo Celer? —preguntó Divicón con impaciencia.
El tono cada vez más severo del tigurino había desconcertado a Pisón, que me miró. Yo le devolví la mirada pétrea de un viejo druida.
—Así es, Divicón. El nuevo gobernador se llama Cayo Julio César —contestó.
Divicón rió con ganas y, satisfecho, hizo que le volvieran a llenar el vaso:
—¿Ese seductor de pacotilla que ha dado más que hablar en las camas ajenas de senadores que en el campo de batalla? Seguro que los esposos de Roma se alegrarán cuando abandone la capital.
—Sin duda, Divicón —observó Pisón, sonriente—. Pero Cayo Julio César no sólo es el mayor seductor de Roma, sino también el mayor deudor. Los deudores producen intereses, pero son peligrosos. Siempre necesitan dinero. Y todos los acreedores cuidan de que sus deudores vuelvan a conseguirlo…
Uno de los distinguidos príncipes que hasta ahora habían atendido con majestuosidad y en silencio pidió la palabra. Nameyo era considerado, después de Divicón, el hombre más importante de los helvecios.
—¿Y qué le ha ofrecido Cayo Julio César a Roma además de espectáculos circenses, carreras de cuadrigas y cacerías?
—¡Espectáculos circenses, carreras de cuadrigas y cacerías! —exclamó Pisón riendo, y añadió—: Una gran cantidad de esposos engañados e hijas desvirgadas.
Divicón, con objeto de que le oyeran también algunos de los que quizás escuchasen fuera, bramó:
—¿Basta eso para llegar a cónsul en Roma?
—Ha bastado —respondió Pisón—. Sin embargo el gran Divicón no debería subestimar a César. Antes de ser cónsul en Roma fue propretor en la Hispania ulterior, aunque como después de su elección seguía teniendo una deuda de veinte millones de sestercios, no le estaba permitido salir de Roma y no podía incorporarse siquiera al cargo de gobernador en Hispania. Sin el aval de Craso, César no habría logrado escapar de sus acreedores. Se marchó a Hispania con una deuda de veinte millones. ¿Y cómo regresó a Roma? ¡Hecho un ricachón! Bien, después se lo volvió a gastar todo y se endeudó otra vez hasta las cejas… Con eso quiero decir que si César abandona algún día la Galia y regresa a Roma, será más rico de lo que ha llegado a ser Craso. ¿Y la Galia…?
Se hizo un silencio embarazoso. Pisón saboreó con fruición la atención que se le dispensaba antes de concluir:
—Por eso, gran Divicón, son tan importantes los pactos con Roma.
—Si ese seductor quiere atacarnos, que lo haga. Nosotros no tenemos por costumbre pagar la paz con oro. Deseamos la paz, pero no la compramos.
El romano torció el gesto y forzó una sonrisa.
—Gran Divicón, toda Roma conoce vuestra valentía, puesto que los germanos son vuestros vecinos y cada año le suministráis a Roma miles de esclavos germanos, pero no subestimes a César. En Hispania no sólo se enriqueció; también cosechó tantos méritos militares que el Senado le concedió una marcha triunfal.
Divicón hizo un gesto despectivo con la mano, espantando a una gallina que se acercó demasiado al asado de cerdo que sus esclavos traían en bandejas de bronce y que depositaron sobre unas mesitas bajas de madera.
—He oído decir a los mercaderes que César exterminó a los pueblos hispanenses de las montañas. Pero, si se atreve a aventurarse en lo que él llama la Galia, encontrará la muerte. ¡La Galia es la tierra de los celtas!
Diviciaco estaba a todas luces afligido por el desarrollo de la conversación. Deseaba la paz con Roma a casi cualquier precio, ya que sólo Roma podía volver a convertirlo en príncipe de los eduos, ayudarlo a conseguir esa posición que había perdido poco a poco en favor de su hermano Dumnórix, enemigo de los romanos, a causa de la traición de la República. Pisón pidió que le diluyeran el vino con más agua. Ya se le trababa la lengua.
—César saqueó Hispania para pagarle sus deudas a Craso, y en la Galia hará lo mismo.