El druida del César (12 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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—Esta torques de oro te corresponde a ti, Corisio. Muchas veces me han hablado nuestros druidas de cierto joven celta que solía sentarse al pie de un roble en una aldea rauraca. Considero una señal de los dioses que llegaras hasta mí. —Entonces se volvió de nuevo hacia el druida Veruclecio—: Toma a Corisio bajo tu protección y llévalo el año que viene, según el deseo de los dioses, a la sagrada escuela druídica de la isla de Mona. —Se irguió para añadir por último—: Quiero ofrecer un sacrificio a los dioses, pues he incumplido el precepto sagrado de la hospitalidad.

Veruclecio me acompañó afuera y me sonrió con simpatía.

—Te llevaré conmigo, Corisio, pero el vino y la carne te gustan demasiado para convertirte en druida. Por otro lado, también hay dioses que le tienen gran simpatía al vino y a las mujeres, y al parecer les gusta habitar en tu cuerpo. Ellos decidirán si quieren hablar a nuestro pueblo a través de ti. Cuando sea el momento lo sabremos, pero aún no ha llegado.

* * *

Pasé la tarde con Basilo. Jugamos con los perros abandonados y volvimos a relatarnos todos los detalles del ataque de los germanos que, a nuestro parecer, habíamos adornado demasiado poco. Consideramos todos los posibles desarrollos: qué hubiese sucedido si… Era un juego fascinante. Desde luego, pusimos de vuelta y media al huraño druida Diviciaco, urdimos planes, hablamos de Massilia y Roma, y Basilo me preguntó si me acostaba con Wanda. Le respondí que Wanda era tan sólo mi esclava.

Pasamos la noche en la nave de Curtix, el fundidor de bronce. Las hijas de Divicón habían vestido a Wanda con tanta elegancia que casi me resultó difícil seguir tratándola como a una esclava. Pero ¿acaso no le había dicho a Divicón que era mi mujer? Y precisamente por eso, le habían preparado el lecho junto al mío, de modo que al dormirme tenía sus pies a mi cabeza. Basilo, por su parte, a su cabeza tenía mis pies. Los celtas no duermen unos junto a otros, sino dispuestos a lo largo de las tarimas cubiertas con pieles que penden de las paredes. De madrugada Wanda se dio al fin la vuelta, de modo que dormimos cabeza con cabeza. Me preguntó si ya estaba despierto, y lo hizo con tanta insistencia que al final le respondí con un no molesto.

—Amo, ¿estás furioso porque ahora soy tu mujer? —musitó al tiempo que esbozaba una leve sonrisa. Por lo visto había pasado un día muy divertido con las hijas de Divicón—. Amo, si tú puedes vencer a un príncipe germano en un heroico combate, también yo podría ser tu mujer —volvió a sonreír.

—¿Acaso quieres decir con eso que ambas cosas son solemnes mentiras? —gruñí.

—No, amo —mintió—. Siento haberte molestado. Perdóname.

—Por esta vez, vale, pero la próxima te haré azotar y te venderé.

Se quedó callada. Supongo que estaría muy satisfecha. ¿Cómo iba a vender alguien ducho en negocios a una esclava a la que acababa de azotar? También Basilo rió. Estoy seguro de que no iba a cerrar ni un ojo mientras alguien siguiera explicando algo porque, al igual que a mí, le encantaban las historias.

* * *

La mañana siguiente nos sentamos con Divicón y su familia a desayunar tortas de pan y leche de cabra recién ordeñada. Como entre celtas que se tienen mucho aprecio, además, Divicón quiso darme una alegría especial al despedirnos.

—Corisio, deberías conceder la libertad a tu esclava Wanda. Como noble está mucho más guapa.

Las hijas y los nietos de Divicón rieron divertidos y yo me ruboricé, aunque entre los celtas esas mentirijillas no están mal vistas. Es nuestra forma de bromear. Sin embargo para los extranjeros como Wanda resultaba difícil de entender.

—Creo —comencé vacilante, sin saber en realidad adonde quería llegar— que ayer convertí a Wanda en mi mujer porque, si no, todo el mundo habría querido comprármela.

De nuevo todos reímos divertidos. Sólo Basilo parecía estar preocupado. También él tenía la costumbre de imaginar el peor final posible de las cosas; si no le hubiese gustado tanto luchar, seguro que habría sido bardo.

—Muy listo, Corisio —contestó Divicón sonriente—. Sin duda, yo te habría hecho una oferta. Ahora que lo sé, te propongo un trueque por Wanda. —Señaló al esclavo romano que nos había servido el vino la noche anterior—. Es Severo. Hace cincuenta años obligué a su padre a pasar bajo el yugo en el
Garumna
. Lo cierto es que Severo ya tiene treinta años, pero es fuerte, resistente, goza de buena salud y, a pesar de ser romano, no es demasiado tonto.

Otra vez rieron todos, hasta Basilo. Poco a poco empecé a notar una sensación de náuseas en el estómago, puesto que aunque Divicón no podía reprenderme por mis mentiras, sí tenía el derecho de llevar el juego hasta sus últimas consecuencias. Se trataba de un ritual que, una vez iniciado, debía concluirse con decencia y dignidad. Wanda ya sentía que nuestras horas como matrimonio estaban contadas. Como era mi deber, agradecí la oferta de Divicón.

—Tu oferta es muy generosa, Divicón. Pero sólo al heroico vencedor de la legión romana del
Garumna
le corresponde engalanar su hogar con un esclavo romano vivo. Yo me lo he ganado tan poco como las insignias romanas que cuelgan sobre tu cabeza.

Señalé los estandartes del águila romana, el emblema más importante de la legión. Divicón se volvió y contempló su botín de emblemas.

Luego adoptó una expresión muy seria, mientras sus mujeres volvían a reír con disimulo y Basilo exhibía una sonrisa de oreja a oreja.

—Tienes razón —replicó Divicón, compungido—. Un esclavo romano le corresponde a un general que ha subyugado a una legión romana. Por eso puedes elegir con plena libertad lo que debo darte a cambio de tu esclava.

De ese modo me había vuelto a atrapar. No habría sido correcto afirmar que no había nada en la casa de Divicón por lo que pudiera cambiar a una esclava germana. Podía exigirle oro y caballos, o incluso el matrimonio con una noble. ¿Qué debía hacer? Divicón reprimió una risa y se sonrió satisfecho mientras todas las miradas recaían sobre mí, en especial la de Wanda. Basilo tenía los labios apretados y sacudía el pie con inquietud. Creo que a él también le gustaba un poco Wanda, aunque sobre todo le preocupaba que perdiera a mi pierna izquierda.

—Gracias, gran Divicón —repliqué—. La elección me resulta sumamente difícil pues todo cuanto posee el gran Divicón es digno de ser cambiado por una esclava germana.

El anciano asintió satisfecho y miró a Wanda, que parecía hallarse fuera de sí. Sin embargo, yo no había terminado de dar mi respuesta.

—Divicón, incluso la piel sobre la que te tumbas a dormir es digna de ser cambiada por mi esclava germana. Sin embargo, mi admiración por tus hazañas es tan grande que los dioses jamás me perdonarían que te ofreciera una esclava que casi siempre está de mal humor, nunca ríe, es un horror cocinando y por la noche emite unos sonidos que recuerdan a una bisagra mal engrasada. Verla de continuo te turbaría los sentidos, te enturbiaría el ánimo y te reportaría muchos disgustos. Los dioses me han enviado a esta esclava como castigo, y sería indecoroso querer cargártelo a ti. —Intenté parecer muy abatido mientras la mímica muda de Wanda reforzaba mis advertencias de forma obvia.

Nadie rió. Todos miraron a Divicón y, sin gran entusiasmo, se dispuso a responder:

—Corisio, te agradezco que le ahorres a un anciano semejante desgracia. Haciéndolo demuestras auténtica grandeza.

Wanda agachó la cabeza y su rostro quedó oculto por la melena rubia, que esa mañana todavía llevaba suelta. Divicón y yo nos hicimos un breve gesto con la cabeza. Habíamos concluido el ritual. Tal vez a un extraño le habría parecido un frívolo pasatiempo de sociedad, pero se trata de un juego con consecuencias despiadadas. Aunque todas esas lisonjerías sean soberanos embustes, no le puede faltar a uno una respuesta plausible si no quiere perder a su esclava.

* * *

Al día siguiente me despedí de Basilo. El quería cabalgar con los guerreros, convencido de que lucharían contra legionarios romanos. La cabeza de un centurión romano colgada de su brida era para él una visión aún más grandiosa que Massilia y Roma juntas. Basilo era un guerrero.

—Corisio —me llamó cuando salía por la puerta con Wanda y el druida Veruclecio en dirección al sur—. Amigo, ¿volveremos a vernos?

—¡Sí, Basilo! —respondí a voces—. ¡Volveremos a vernos!

Basilo lanzó un grito de júbilo y levantó el puño hacia el cielo.

Hacía buen tiempo, y se veían incluso algunos rayos de sol. Los caminos volvían a estar secos y firmes. Veruclecio y yo cabalgábamos uno al lado del otro, y me contó muchas cosas sobre las propiedades curativas de ciertas plantas. Tenía la habilidad de explicar cosas complicadas con las palabras más sencillas; me gustaba su forma de hablar. Desde luego, no tenía el trato cálido y paternal de Santónix, quien a fin de cuentas, me conocía de nacimiento y me había acompañado todos esos años como a un hijo. Veruclecio, por el contrario, me trataba como a un adulto. Cuando tenía la impresión de que yo ya había escuchado suficiente, adelantaba su caballo para sumirse en sus propios pensamientos sin que lo molestaran. Yo me quedaba entonces algo atrás y me ponía junto a Wanda. Por su parte, ella me explicaba más cosas en lengua germana sobre los dioses y las costumbres de su pueblo. Tenía razón el viejo Santónix: cuanto más se sabe, más interesante resulta adquirir nuevos conocimientos, puesto que cada elemento se puede introducir en contextos cada vez más complejos. Yo tenía sed de conocimientos y estaba orgulloso de poder traducirlos. No en vano me había mencionado el tío Celtilo la biblioteca viva de Alejandría, donde se encontraba reunido todo el conocimiento de la humanidad. Yo tenía una memoria excelente y podía recordar para siempre cosas que había visto, oído o leído una sola vez. Todos los druidas la tienen. Es esa estúpida memorización de miles de versos lo que nos convierte en auténticos artistas de la memoria; alguien que es capaz de retener seis mil versos puede retener también sesenta mil. La memoria es como un músculo que se somete a entrenamiento. Con todo, también Wanda me enseñaba mucho. Por desgracia nunca hablábamos de ella, ni tampoco de nosotros. Me daba la impresión de que ella se cuidaba mucho de no mostrar ningún sentimiento. Sólo lo hizo esa vez, cuando de improviso me dio las gracias por no haberla cambiado por nada con Divicón. Creo que jamás olvidaré la mirada que me lanzó en ese momento; mi rostro palideció de pronto como si hubiese bebido vino caliente con especias. Por supuesto, la reprendí con severidad: una mujer puede darle las gracias a su marido, pero nunca una esclava a su amo. ¡Semejante cosa es una absoluta impertinencia! Iba a recriminarla, cuando le vi esos ojos risueños en su rostro radiante; habría jurado que la miraba muy serio y enojado, pero no tuve más remedio que hundir los talones en los flancos del caballo y salir huyendo. Volví al lado de Veruclecio y él sonrió al verme la cara.

A nuestro paso encontramos algunas tropas de zapadores que Divicón había enviado para dejar en condiciones caminos y puentes. Las aldeas apartadas ya habían sido incendiadas y abandonadas. En los caminos se reunían cada vez más personas, carros y animales que se dirigían al sur. Reinaba un humor excelente. Para los celtas, la emigración de un pueblo es tan natural como la transmigración de las almas; no consideramos una pérdida abandonar nuestro hogar, igual que tampoco consideramos una pérdida la muerte, sino que la vemos sólo como un nuevo comienzo. Por eso nunca construimos una casa para toda la vida.

La planificación de la marcha era una obra maestra. Divicón no había dejado nada al azar. A intervalos regulares veíamos tropas armadas que acompañaban a carretas de bueyes cargadas con tiendas y material bélico. A pesar de que cada cual llevaba todos sus bienes, Divicón se había encargado de transportar también todo tipo de excedentes, ya que cualquiera podía perder todas sus posesiones por el camino y el príncipe no quería que a un solo celta le pasara por la cabeza la idea del saqueo. Por eso hizo que llevaran alimentos de sobra. Cuanto más cerca estábamos del final de la etapa, más grandes eran las columnas que se habían formado ya. Se trataba de una cantidad en verdad inmensa de carros, personas y animales. Juntos formaban ya una fila de unas treinta millas romanas. La gente estaba tranquila y alegre, como si sólo fuera de visita a la aldea más próxima.

* * *

Por el camino hablé un buen rato con Wanda sobre las artes curativas de los germanos, sobre sus dioses y los astros. No obstante, la propia Wanda continuaba siendo un enigma para mí. ¿De dónde era? Yo no lo sabía, y a veces me daba la impresión de que su identidad era el último pedazo de intimidad que deseaba guardarse para ella. Era una cuestión de dignidad, y sé que eso debe respetarse incluso en una esclava. Sin embargo, una vez que a causa de una mala pronunciación hice una afirmación bastante obscena, Wanda me regaló de nuevo con esa risa maravillosa que nunca dejaba de hechizarme. No dejé escapar la ocasión:

—Mi tío te compró en el mercado del
oppidum
rauraco del recodo del Rin. ¿Pero de dónde eres en realidad? ¿A qué tribu perteneces?

Wanda apretó los labios. Me miraba de una forma algo despectiva, casi con desdén, y eché en falta esa calidez de su mirada que tantas veces me encendía la cabeza.

—Soy tu esclava, amo —dijo fríamente.

Estaba claro que esperaba que le diera la libertad antes de revelarme sus secretos. No sé, estaba furioso y enfadado conmigo mismo.

—¿Es que ya te has olvidado de que te salvé la vida?

Wanda miraba al frente.

—¿En la nave de Divicón? No sabía que los príncipes celtas comieran jóvenes germanas para desayunar.

—Entonces, ¿habrías preferido ser la esclava de Divicón?

Ahora también estaba furioso con Wanda. No podía expresar mi enfado a voz en grito porque el druida Veruclecio, que iba dos cuerpos de caballo por delante, tenía un oído más fino que toda una jauría de perros.

—Las hijas y las nietas de Divicón han sido muy simpáticas conmigo, he comido por todo lo alto y he dormido de maravilla.

—Sí, claro —comenté con ánimo de provocar—. Eso es porque te tomaban por mi esposa. Pero como esclava…

—No nací siendo esclava, amo. El príncipe Divicón ha reconocido de inmediato que no soy de ascendencia corriente. Por eso me quería.

—Oh —me burlé—, a lo mejor eres la hija de un príncipe.

—Soy tu esclava, y por ello en adelante soportaré el balido lastimero de un carnero herido de muerte.

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