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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (29 page)

BOOK: El Druida
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Yo comprendía a Sulis, la cual apreciaba su independencia no tanto por el bien de sus poderes curativos sino por su rango. En su condición de curandera druídica estaba en pie de igualdad con cualquiera, mientras que como esposa habría estado sometida a un hombre, y Sulis no soportaba el sometimiento. Preví que incluso obligarla a mostrar la obediencia debida a un jefe druida sería difícil. Me pregunté cómo había resuelto Menua aquel problema.

Pero por lo menos percibía el espíritu de Sulis. En cambio, la misma simplicidad de Lakutu la hacía opaca para mí. O tal vez se trataba de la barrera del lenguaje. Se comunicaba sólo con su cuerpo. Si hubiera tenido invitados en el alojamiento, ella no les habría hablado, pero indudablemente habría bailado para ellos.

No invitaba a nadie al alojamiento.

Un jefe druida debía estar por encima de la turbación, pero yo todavía era novato en mi oficio. La presencia de Lakutu era para mí una fuente de intenso azoramiento. No intenté explicárselo —como jefe druida no tenía que hacerlo—, pero me prometí que en cuanto pudiera resolvería el problema.

No sabía cómo. Menua me había adiestrado en la resolución de problemas de la tribu, no personales.

El sol se había puesto hacía largo rato cuando por fin regresé al alojamiento. Me esperaban el fuego y la comida. Lakutu había mantenido el fuego encendido y había sustituido a Damona en la preparación de mi cena. Esta última mujer enarcó las cejas pero no dijo nada..., por lo menos a mí.

Cuando entré en el alojamiento, Lakutu estaba sentada al lado de mi camastro. Volvió sus ojos oscuros hacia mí, me sonrió tímidamente y bajó la vista. No pronunció una sola palabra de saludo.

Mi cabeza especuló que tal vez su negativa a hablar era la única manera que le quedaba de conservar cierta soberanía sobre sí misma.

Estaba demasiado cansado para cenar. Me tendí agradecido en el jergón, que tenía la fragancia de la pinaza recién cogida, y cerré los ojos.

La puerta crujió sobre sus goznes de hierro. Tendría que enseñarle a Lakutu a engrasarlos con grasa fundida.

—¿Ainvar?

Exhalé un suspiro.

—Entra, Tarvos.

Había adquirido el hábito de asomarse cada noche, para ver si necesitaba algo antes de que también él se retirase a descansar. No era costumbre que un jefe druida tuviera un guerrero a su servicio..., pero tampoco se sabía que alguna vez un jefe druida hubiese tenido una esclava en su alojamiento.

Sólo podía esperar que estos quebrantamientos en la tradición estuviesen acordes con un aspecto de la norma que yo aún no comprendía.

Tarvos entró en el aposento, echó un vistazo a la cazuela y se sirvió antes de sentarse con las piernas cruzadas ante el fuego.

—¿Puedo hacer algo por ti?

—No..., sí. —Unas imágenes se deslizaron rápidamente tras mis ojos cerrados: Sulis, Lakutu—. Dime, Tarvos, ¿has visto a la nueva mujer de Crom Daral desde nuestro regreso?

Él se rió entre dientes.

—¿La que te estaba esperando?

Me erguí sobre un codo para mirarle.

—¿Estás enterado de eso?

—Todo el mundo lo sabe. Dicen que se convirtió en un centro de tormenta cuando supo que ibas a convertirte en druida, que gritó y arrojó cosas. Parece ser que todo el mundo estaba preocupado, pues nos estaba poniendo en evidencia. Cuando una tribu captura a una mujer noble de otra tribu y no puede encontrarle un hogar, eso repercute negativamente en la tribu captora.

—Pero Crom Daral la tomó.

—Así es, y lo siento por él. Una mujer que grita...

Tarvos dedicó su atención a un pedazo de carne asada.

—¿La has visto?

—No estoy seguro, no sé qué aspecto tiene. Por supuesto, le he oído jactarse a él.

Me senté en el jergón.

—¿Jactarse de qué?

—Esa mujer resultó ser un tanto sorprendente. Durante el festival de la cosecha, el niño ciego que siempre se aleja de su madre tropezó con Briga y ella le cogió en brazos. Cuando se dio cuenta de que no veía, rompió a llorar. Sus lágrimas cayeron sobre el rostro alzado del chiquillo y al día siguiente empezó a ver luz. Dicen que ahora es capaz de reconocer caras.

—¿Briga?

—Briga la secuana, la mujer de Crom Daral. Sulis se impresionó tanto que quiso tomarla como aprendiza, pero la mujer no quiere saber nada con la druidería. Sin embargo, Crom se jacta de ella. Probablemente es la primera cosa en su vida de la que se jacta.

Tarvos se puso en pie, se estiró y cogió un trozo de carne sin esperar a que Lakutu se lo ofreciera. El Toro dio un mordisco y, con la grasa corriéndole por la barba, observó:

—No sé por qué será, pero la carne sabe mejor a la manera en que Lakutu la prepara. —Entonces se comió el pan que yo no había tocado, un cazo de cuajada, un cuenco de nueces con miel, se bebió tres vasos de vino, eructó satisfecho y dijo—: Si no hay nada más, me voy.

—No hay más comida, si te refieres a eso.

—¿Quieres que entregue algún mensaje?

—Creo que no. Tal vez mañana..., no, me encargaré yo mismo.

—Si me necesitas... —dijo Tarvos desde la puerta antes de salir.

A la mañana siguiente, cuando salí del aposento para dirigir la canción al sol, llovía intensamente. Canté de todos modos, a voz en cuello, obteniendo tibias respuestas de la gente que se resguardaba bajo los marcos de sus puertas y miraban la oscuridad invernal.

Una vez finalizada la canción fui en busca de Sulis. Teníamos que hablar de asuntos druídicos. Una persona con un don como el que decían que poseía la mujer secuana no podía dejar de ser utilizada. Teníamos que hablar con ella... Yo debía hablar con ella sobre su don. Me dije que era por el bien de la tribu.

Como era una mujer soltera, la curandera aún vivía en el alojamiento de su padre. Al acercarme a la vivienda desde una dirección, vi que su hermano, el Goban Saor, llegaba por otra.

—¡Hola, Ainvar! —exclamó, agitando la mano. Entonces titubeó. Cuando llegué hasta él, me dijo—: Lo siento, no estoy acostumbrado a considerarte como el jefe druida.

De súbito su tono era deferente.

—Tampoco yo —admití, sonriendo—. Nada ha cambiado entre nosotros, seguimos siendo amigos.

Él se relajó visiblemente.

—Temía que te enfadaras conmigo.

—¿Enfadarme contigo? ¿Por qué habría de hacerlo?

—Por no haberte dado ya ese regalo que me pediste para alguien.

Recordé de repente a qué se refería.

—La persona a la que quería dárselo está muerta —repliqué en voz baja.

—Sí, es una gran lástima. La verdad es que me salió muy bien. Tardé mucho tiempo porque tenía que encontrar exactamente la piedra apropiada, bueno, ya comprendes esas cosas, y la talla fue más difícil de lo que había previsto. Era como si la piedra viviese e insistiera en adoptar su propia forma. Quisiera que vieses el resultado, Ainvar, aunque ya no lo quieras. Sólo le falta el pulido final.

—¿Quién ha dicho que no lo quería? Enséñamelo.

Él me condujo a su cobertizo. Allí, entre una multitud de trabajos artesanos, había un objeto alto como la cabeza de un hombre y cubierto con mantas de piel de ternera. Con un floreo orgulloso, el Goban Saor retiró la cobertura.

El ser de dos caras me miró con sus ciegos ojos de piedra.

No eran los rostros inhumanos de mi primera visión ni los demasiado humanos de la segunda. En aquel momento se me reveló un tercer juego de caras, muy estilizadas, misteriosas, pero tan inequívocamente celtas en su forma y su línea como los morillos del fuego de Menua. Nadie las confundiría jamás con la perfección vacía de las deidades romanas esculpidas. En manos de Goban Saor la piedra había cobrado vida.

—¿Era esto lo que querías? —me preguntó en voz baja.

A pesar de su altura y corpulencia, de que era más fuerte que cualquier hombre que yo conociera excepto Vercingetórix, el Goban Saor hacía gala de una amabilidad excepcional, como si prefiriese desmentir su fortaleza. Dos aspectos de una sola persona.

Miré de nuevo la talla, que era al mismo tiempo atractiva y turbadora. Por ninguna razón perceptible, una fría serpiente de temor empezó a desenrollarse en mi vientre.

El intento de encarnar una visión del Más Allá era un error. Algo había sido atrapado en la piedra, atraído tal vez por la energía del artesano mientras éste trabajaba totalmente ajeno a las fuerzas que atraía. Ahora, fuera lo que fuese, estaba agazapado en la piedra y aguardaba, pues su momento aún no había llegado.

El Goban Saor me estaba mirando.

—¿No te gusta, Ainvar? Sé que no podría reproducir exactamente lo que me describiste, pero...

—Es bueno, extraordinario, mucho más de lo que esperaba —me apresuré a decirle— Ahora cúbrelo, ¿quieres?

Perplejo, hizo lo que le pedía.

—¿Qué debo hacer con esto?

—Te prometí un brazalete de oro de mi padre por hacerlo. Tarvos te lo traerá antes de que el sol se ponga. Pero quiero que la imagen se quede aquí, cubierta, tal como está. No se la enseñes a nadie, no la muevas ni la pulas. Ni siquiera vuelvas a tocarla, ¿de acuerdo?

Él quería proteger su creación, me di cuenta de que deseaba discutir, pero yo me envolví en mi autoridad como en un manto y le miré fijamente. El Goban Saor bajó los ojos.

—Haré como dices.

No podía decirle lo que había percibido en la imagen. La había creado con su inspiración e inocencia. No tenía ninguna culpa.

Dejé al maestro artesano en su cobertizo y fui a hablar con Sulis, pero la figura de piedra cubierta, esperando, seguía en mi mente.

Antes podía entrar en cualquier alojamiento del fuerte sin ninguna ceremonia, pero ahora era el jefe druida. Al verme aparecer inesperadamente en el umbral de su puerta, la anciana madre de Sulis se puso nerviosa, tartamudeó, tosió, miró frenéticamente a su alrededor en busca de sus hijas para que la ayudaran y luego se retiró musitando muchas disculpas y pidiéndome que fuese paciente durante unos momentos mientras ella preparaba vino y pastelillos con miel. Yo estaba más azorado que ella. Sulis me rescató.

—Creo que el jefe druida ha venido a hablar conmigo, madre, no a que le agasajemos —dijo ella, leyendo la expresión de mis ojos.

Agradecido, la cogí del codo y salimos al aire impregnado de humo. La lluvia había remitido de momento y ya no soplaba el viento. Al socaire del alojamiento estábamos bastante cómodos, envueltos en nuestros pesados mantos de lana.

—Dime qué sabes de Briga, la mujer secuana, y el incidente con un niño ciego cuando yo estaba ausente.

La versión de los hechos que me dio Sulis coincidía punto por punto con lo que Tarvos había oído sobre el particular. Concluyó diciendo:

—Como puedes imaginar, fue la comidilla del fuerte durante varias noches. Pero Briga debió de asustarse, pues se retiró al alojamiento de Crom Daral y desde entonces no sale a menos que sea imprescindible.

—¿Es feliz con Crom Daral? —le pregunté sin pensarlo dos veces.

Para mi pesar, descubría que el hecho de ser nombrado jefe druida no aumentaba la prudencia de uno.

—¿Qué importa eso, Ainvar? —De repente la voz de Sulis tenía el aguijón de una avispa—. ¿También estás interesado por esa mujer... aunque ya dispones de una esclava para tu cama?

Jamás se me había ocurrido que Sulis pudiera estar celosa. Era una druida. Sin embargo, al pensar en Crom y Briga también yo estaba celoso.

—¿Y a ti qué te importa si estoy interesado por una mujer o no? —repliqué, regodeándome al ver sus esfuerzos para responder adecuadamente—. Si mal no recuerdo, Sulis, hace mucho tiempo te negaste a ser mi mujer.

—Eso fue...

No terminó la frase y apretó los labios.

—¿Sí? ¿Eso fue antes de que me nombraran jefe druida?

Ella se ruborizó intensamente. El intenso color rojo le sentaba mal, hacía que la red de arrugas alrededor de los ojos pareciera blanca en contraste, acentuando su edad.

Perversamente, este signo de mortalidad hizo que me sintiera más tierno hacia ella de lo que me había sentido en mucho tiempo, y lamenté mi displicencia.

—Te pido disculpas. No debería haberte hecho esa acusación.

Ella se horrorizó.

—¡El jefe druida jamás pide disculpas!

—Al parecer, hago muchas cosas que los jefes druidas no hacen jamás.

Estuve a punto de añadir que quizá era demasiado joven para el cargo, pero me contuve. Mi cabeza me reveló que no debía manifestar a nadie mi vulnerabilidad. Haber pedido disculpas ya era un error suficiente.

En otro tiempo me había gustado la idea de estar solo y ser singular, especial, más allá de lo ordinario..., hasta que me vi empujado para siempre más allá de lo ordinario y me di cuenta de que no había manera de regresar.

—Hablaremos de la mujer secuana y su don —le dije en un tono severo y formal copiado de Menua.

Nuestra lucha fue silenciosa. Había salido victorioso en la guerra de voluntades con Vercingetórix y no me dejaría derrotar por Sulis. Mientras la lluvia caía de nuevo, fría, insistente, ella inclinó la cabeza.

—¿Qué deseas a ese respecto? —me preguntó con voz sorda.

Lamenté mi pequeña victoria, pero la norma es inexorable.

—Yo mismo hablaré con ella, Sulis, e intentaré que comprenda su don. Es preciso que supere ciertos resentimientos hacia la Orden, pero dada la grave escasez de nuevos druidas, tenemos que aprovechar todas las oportunidades. Si podemos convencerla para que se integre en la Orden, tendremos una valiosa curandera, y tú te encargarás de su adiestramiento.

—¿Y qué me dices de Crom Daral?

—Aún no están casados, no se unirán hasta Beltaine, dentro de cinco lunas. Hasta entonces, ella es libre y puede abandonar el alojamiento de Crom si lo desea.

—¿Y dónde viviría? —inquirió Sulis con los labios tensos.

—Contigo —le dije—. ¿Estás de acuerdo?

—Como tú digas.

Sulis dio media vuelta y entró en su aposento.

La lluvia glacial me corría por la nuca. Me subí la capucha.

La puerta de Crom Daral estaba atrancada. Llamé una, dos veces, con la vara de fresno de mi cargo, pero no recibí respuesta. Sin embargo, salía humo por el agujero en el centro de la techumbre de paja.

Di una patada a la puerta.

La hoja se abrió hacia adentro y Briga apareció ante mí con una horquilla de asar carne en la mano. Había olvidado que era tan menuda, pero en cuanto la vi mis brazos y mi regazo recordaron su calor, peso y medidas exactos.

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