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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (32 page)

BOOK: El Druida
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—No sé qué esperas que haga —dijo ella en voz baja, pero cogió el manto que colgaba de una clavija y salió detrás de mí.

El día estaba llegando a su fin.

CAPÍTULO XIX

—Trae a tu marido —le dije a Damona cuando entramos en mi aposento—. Que monte guardia en la puerta y no deje entrar a nadie, sobre todo a Crom Daral, ¿comprendes?

Damona asintió y se apresuró a cumplir mi orden. Teyrnon, el herrero, no era joven, pero confié en que pudiera repeler a Crom si era necesario. Aunque pensándolo bien...

—¡Trae también al Goban Saor! —le grité.

Damona había encendido todas sus lámparas y las mías, y, colocadas alrededor del aposento, lo inundaban de luz. Lakutu estaba tendida y contorsionada entre mis mantas, el rostro blanco como la cera. Sus ojos abiertos a medias mostraban medias lunas blancas bajo las pestañas, y en ocasiones emitía un sonido débil, como si se esforzara por vomitar. Una mano golpeaba en vano el jergón.

Briga se volvió hacia mí.

—¿Qué voy a hacer? No sé cómo ayudarla.

Menua me había instruido para que le siguiera, para instruir e inspirar, pero no para impartir el total de ese adiestramiento entre un latido de corazón y el siguiente.

—Simplemente, escucha al espíritu que hay dentro de ti —le dije con desesperación—. Ábrete a él y haz lo que te parezca correcto.

Lakutu gimió. Sin vacilación, Briga se arrodilló a su lado y aplicó las manos en las mejillas de la mujer, en un gesto instintivo de simpatía.

Los espasmos sacudieron el cuerpo de Lakutu y vomitó un fluido hediondo que salpicó a Briga. Noté de nuevo el olor a fruta amarga.

Briga no perdió tiempo en limpiarse. Cogiendo a Lakutu entre sus brazos, me dirigió una última y frenética mirada y luego cerró los ojos.

Su rostro adoptó una expresión fija, concentrada, como si escuchara una música lejana.

Mientras yo miraba, Briga se tendió en el jergón al lado de Lakutu y apretó su cuerpo contra el de la otra mujer, pechos, rodillas y caderas de ambas en contacto. Lakutu se contorsionó, pero Briga la retuvo con una fuerza insospechada.

Oí que Damona regresaba con los hombres para custodiar la puerta, pero no alcé la vista y la mantuve fija en las dos mujeres tendidas en el jergón.

Lakutu se contorsionó por segunda vez.

—¿Tienes un poco de leche, Ainvar? —me preguntó Briga en voz baja.

—¿Leche? No...

—Búscala, pronto.

—Mi hija está amamantando a un niño, la traeré —ofreció Damona.

Regresó enseguida con una mujer más joven, la cual se quedó mirando boquiabierta a las mujeres enlazadas en la cama.

—De prisa —nos instó Briga.

Impaciente, cogí a la hija de Damona y le rasgué el cuello redondo de su vestido. Sus pechos segregaban una leche espesa. Busqué un cuenco y se lo di a Damona.

—Usa esto —le dije.

Cuando el cuenco estuvo lleno a medias, se lo llevé a Briga. Ella se separó de Lakutu y se irguió, todavía con aquella expresión fija, como si escuchara una música. Entonces escupió varias veces en la leche.

La tensión de la magia se cerró a nuestro alrededor como un puño.

Cuando Briga intentó darle el brebaje a Lakutu, la otra mujer apretó los dientes y produjo un peculiar sonido chirriante. Briga requirió mi ayuda con la mirada. Usando los dedos pulgar e índice, abrí la boca de Lakutu, cuya lengua estaba hinchada y ennegrecida. Briga vertió un poco de leche, le cerró la boca y le friccionó la garganta. Lakutu vomitó la leche. Briga lo intentó de nuevo. Por fin un poco de leche pareció penetrar en el cuerpo de la mujer envenenada.

Entonces Lakutu fue presa de unos espasmos tan violentos que arrojó a Briga a mis brazos. La secuana permaneció un instante contra mí antes de volver con la paciente.

El tiempo, que puede extenderse o contraerse, aquella noche se extendió. A la luz de las lámparas y el fuego, nos mantuvimos en vela. La hija de Damona no se había cubierto los senos, olvidando que estaban desnudos. La lucha por la vida absorbía nuestra atención.

Briga yacía al lado de Lakutu, la abrazaba y acariciaba constantemente diversas partes de su cuerpo. La vi aplicar su rostro a la cara manchada de Lakutu, nariz contra nariz, intercambiando el aliento. Murmuraba en voz queda un sonido suave y repetitivo sin palabras. Al cabo de un tiempo indeterminado, ayudó a Lakutu a incorporarse para que pudiera vomitar de nuevo, esta vez un gran chorro de líquido hediondo. Luego Lakutu se desplomó exhausta en los brazos de Briga, pero por un momento sus ojos parecieron despiertos y conscientes.

Hubo una conmoción en la entrada.

—¡No puedes apartar a mi mujer de mí! —gritó Crom Daral.

Oí que Teyrnon y el Goban Saor discutían con él y luego un ruido sordo. Se hizo el silencio.

—Pobre Crom —suspiró Briga.

El fuego en el hogar de piedra crepitaba, rugía y finalmente se convirtió en un charco de carbones encendidos. Briga siguió acariciando el cuerpo de Lakutu, inclinada sobre él y murmurando como si hablara a sus órganos interiores. Sus dedos amasaban una y otra vez el blando vientre y luego se deslizaban por el torso hacia la garganta con movimientos largos y seguros.

Lakutu se puso rígida. El terror brillaba en sus ojos. Briga la ayudó a incorporarse y vomitó de nuevo, otro chorro de líquido repugnante que las empapó a las dos. Más caricias, más murmullos, otro vómito menos cuantioso seguido por un chorro final de fluido claro que apenas olía.

Lakutu miró a Briga.

—Todo va bien —le aseguró la secuana con voz entrecortada por el cansancio—. Lo has sacado todo.

Acarició tiernamente las negras greñas.

Lakutu no necesitaba comprender las palabras, pues el lenguaje del tacto y el tono eran lo bastante explícitos. El temor desapareció de su rostro. Cerró los ojos y se sumió en un sueño natural.

Briga colocó a Lakutu en una posición cómoda sobre mi jergón, y entonces se irguió rígidamente, frotándose la espalda.

—Eso es todo lo que puedo hacer, Ainvar.

—Es suficiente —le dije agradecido. Aunque estaba muy sucia, anhelaba estrecharla entre mis brazos, pero me contenté con permanecer cerca, alzado por encima de ella como el gran pino con el que una vez me había comparado—. Estás agotada. Ve a descansar por tu propio bien.

Puse en la voz toda la emoción que no podía expresar con palabras. Las cosas más importantes nunca se dicen con palabras.

Fui al umbral y me asomé al exterior. Crom Daral estaba tendido en el suelo... con Teyrnon sentado sobre su pecho. El Goban Saor se apoyaba en la pared, al lado de la puerta, y de vez en cuando se frotaba los nudillos.

Entré en busca de una lámpara para ver mejor a Crom. Cuando la luz oscilante iluminó su rostro hinchado, abrió los ojos y me miró fijamente.

—¿Qué le estás haciendo a mi mujer?

—No le hago nada. Me está ayudando.

—¡Lo prohíbo!

—No puedes, Crom.

—¡La estás forzando contra su voluntad!

A mis espaldas, la vocecita áspera de Briga sonó fatigada pero firme:

—Jamás nadie ha podido obligarme a hacer algo que no quería hacer, Crom. A estas alturas tú lo sabes mejor que nadie.

Pasó por mi lado y se arrodilló al lado de Crom Daral.

—Deja que se levante —le dijo a Teyrnon.

El herrero me miró. Me encogí de hombros.

Moviéndose la mandíbula con los dedos, Crom se puso en pie. Tuve la impresión de que exageraba su estado para que Briga le ayudara.

—Han intentado matarme —le dijo—. Ven conmigo ahora. Te necesito.

A la luz de la lámpara parecía un chiquillo enfurruñado, con el labio inferior protuberante a través del bigote caído.

—La mujer que está ahí dentro me necesita, Crom.

—¿Qué puedes hacer por ella? —le preguntó con petulancia.

Antes de que Briga pudiera responder, tercié:

—Acaba de salvarle la vida.

Crom me miró y luego su mirada volvió a posarse en Briga.

—No has podido hacer eso.

—Lo has hecho —me apresuré a decirle a la secuana—. Sabes que lo has hecho.

—No eres una curandera —insistió Crom—. ¿Cómo podías saber lo que tenías que hacer?

Briga sacudió la cabeza con un pequeño gesto de impotencia.

—No puedo decirlo. Yo... lo he sabido, sin más.

Me asombraba que fuese capaz de mantenerse en pie. El agotamiento brotaba de ella en oleadas que yo podía oír y oler. Cuando se tambaleó a causa de la fatiga, tanto Crom como yo extendimos los brazos para sujetarla y nuestras miradas se cruzaron como espadas.

—Es mi mujer, Ainvar —gruñó, cogiéndola de un brazo.

Me apresuré a cogerla del otro. Estaba temblando.

—Es una mujer con un don precioso —afirmé, tanto a ella como a él. Entonces bajé la voz y me dirigí directamente a ella—: Ahora lo admites, ¿no es cierto? Debes dejar que Sulis te adiestre.

—Pero ¿y yo? —gimió Crom.

Briga aspiró hondo e irguió sus hombros cansados.

—Pobre Crom —dijo por segunda vez, y aunque yo no quería reconocerlo, percibí un afecto inequívoco en su voz.

Me dije, entristecido, que había malentendido lo que había entre ellos. Mis esfuerzos por rescatar a las mujeres parecían invariablemente equivocados. Le solté el brazo. Ella me miró tan brevemente que no pude interpretar su espíritu a la luz de la lámpara que aún sostenía con la otra mano. Entonces se volvió a Crom Daral. Éste la abrazó y le apoyó la cabeza en su hombro con una gentileza que nunca habría esperado de él.

—Ahora te llevaré a casa —le dijo.

Se la llevó sin que ella opusiera resistencia, y los tres hombres nos quedamos mirándolos. El primer resplandor del alba se alzaba alrededor de nosotros, pero el cielo estaba cubierto de nubes bajas y no había bastante luz para ver con claridad. Quise creer que ella había vuelto la cabeza para mirarme, pero no podía estar seguro.

La primera luz del alba...

Con un sobresalto, me di cuenta de que había transcurrido toda una noche. El tiempo, que puede contraerse o expandirse, había perdido su significado. Ahora una llamada invisible apresuraba mi sangre.

Tras la fétida atmósfera del alojamiento, el aire frío y cortante era agradable. Llenándome los pulmones de él, empecé a entonar la canción del sol.

Teyrnon y el Goban Saor se me unieron. La voz del primero era armoniosa; el maestro artesano cantaba con un potente tono de bajo profundo. Las puertas se abrieron en todo el fuerte. Primero uno tras otro y luego en un flujo lírico, los habitantes del fuerte añadieron sus voces a las nuestras como arroyos que corren a engrosar un río.

Juntos cantamos a la luz que nacía.

Cuando regresé al alojamiento, Lakutu dormía. Damona había enviado a su hija a casa y se había quedado ella misma a cuidar de Lakutu, insistiendo en que no estaba cansada, aunque ambos sabíamos que lo contrario era cierto.

—Los hombres no sirven para cuidar a los enfermos, Ainvar. Quédate sentado en tu banco y déjame que la lave y le prepare un jergón limpio. Así descansará mejor.

Obedientemente, tomé asiento. Y observé, como hacen los druidas.

Damona no era más que la esposa de un forjador, una mujer sencilla de cabello gris metálico y el rostro surcado por las arrugas de la edad. Tenía las manos agrietadas y callosas, pero sabían instintivamente cómo aliviar a la paciente. Un tirón aquí, una palmadita allá, un rápido gesto para echar hacia atrás el pelo de la mujer, un sorbo de agua ofrecido antes de que Lakutu tuviera que pedirlo.

Allí estaba yo con la cabeza llena de aprendizaje y, sin embargo, no podría haberlo hecho ni la mitad de bien.

Mientras contemplaba a Damona, pensé en mi abuela y en la misma Lakutu, en todas las pequeñas amabilidades que habían tenido conmigo, sus interminables regalos cotidianos en los que no reparé en su momento.

Las mujeres hacían que me sintiera pequeño. Mío era el cometido de instruir a la tribu, pero el de ellas consistía en prodigarle cuidados. Estaba empezando a sospechar que su cometido era más necesario que el mío.

Los humanos pueden medrar aunque sean ignorantes, pero se marchitarán si no los quieren y protegen.

Cuando Damona empezó a dejar caer objetos, insistí en que se marchara a casa.

Más tarde Crom Daral apareció en mi puerta.

—Quiere saber cómo está la mujer —me dijo desde el umbral.

—Dile que sigue viva... Y gracias, Crom —me obligué a añadir, sabiendo que no le había sido fácil venir.

—Mmmm —musitó, y dio media vuelta.

Fue un alivio para mí que Sulis regresara a la mañana siguiente. Con un disgusto que no trató de ocultar, examinó a Lakutu y confirmó mi sospecha de envenenamiento.

—Briga ha hecho por ella todo lo que ha podido, y probablemente más —afirmó—. La mujer vivirá, pero está dañada, la sangre sale de sus tripas. No puedo decir si recuperará o no sus fuerzas. Debes preguntárselo a Keryth.

—Ya lo hice. Los portentos eran ambiguos.

—Lo son con frecuencia. Eso sólo significa que el resultado estará determinado por elecciones que los humanos todavía tienen que hacer.

—No tienes necesidad de instruir al jefe druida, Sulis —le dije fríamente.

A veces sospechaba que ella aún me veía como un muchacho espigado al que había introducido a la magia sexual.

Había transcurrido largo tiempo desde que Sulis y yo practicamos juntos la magia sexual. Sin embargo, por las miradas invitadoras que me dirigía de vez en cuando, yo sabía que deseaba hacerlo de nuevo conmigo, reforzar sus vínculos con el hombre que ahora era el jefe druida.

Empezaba a reconocer la ambición en sus numerosas formas.

Sin embargo, seguía teniendo afecto a Sulis, y, en cierto nivel, seguía teniéndolo a Crom Daral, aunque sabía que él me mataría con mucho gusto si pudiera.

Para mí, una vez se formaban tales vínculos, era imposible romperlos.

—Es evidente que Briga siente simpatía por... esta mujer —me dijo Sulis—. Sería mejor que ella siguiera cuidándola en vez de que yo la sustituya ahora.

—¿Le pedirás que lo haga?

—Haré lo que pueda, Ainvar, pero es testaruda.

—Lo sé —repliqué tristemente.

Convoqué a todos los druidas que vivían a menos de una jornada de marcha desde el bosque y les informé sobre el intento de envenenarme. El horror que sentían se expandió en ondas que alcanzaron a los árboles que nos rodeaban y reverberaron en conmocionadas voces arbóreas.

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