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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (43 page)

BOOK: El Druida
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Acampamos en un lugar oculto a cierta distancia de la fortaleza y envié a Tarvos solo. A pesar de su talla y su fuerza el Toro podía parecer inocuo. Tenía el don, que ya había observado antes, de pasearse entre cualquier muchedumbre sin llamar la atención, sencillamente porque parecía tan natural y desenvuelto. El guerrero volvió a nosotros con los ojos brillantes.

—Crom Daral se lo dijo, en efecto. Tasgetius se puso furioso. Cenabum está oficialmente prohibido a los príncipes Cotuatus y Conconnetodumnus.

—¿Cómo reacciona la gente?

Tarvos sonrió.

—Con un zumbido como el de un nido de abejorros que han sido molestados. Por supuesto, los mercaderes están de parte del rey y acusan a Cotuatus y a Conco de toda clase de vilezas. Aunque Tasgetius les ha prohibido entrar en la ciudad, no ha explicado los motivos, por lo que yo mismo me he encargado de eso. He visitado a varios conocidos y les he informado sobre el campamento romano levantado en nuestro territorio, les he dicho que estos valientes príncipes habían ido a espiar a los traicioneros invasores, los mismos a los que el rey da la bienvenida.

Di una palmada en el hombro del Toro.

—¡Eres un tesoro, Tarvos!

Azorado, él inclinó la cabeza y removió la tierra con un pie.

—Ese alzamiento que deseabas está en marcha, Ainvar —musitó—. He tenido poco que ver con ello. Tasgetius se lo ha buscado.

—Todos hemos tenido algo que ver con ello, Tarvos, incluso Crom Daral, sobre todo él —concluí riendo sin poder evitarlo.

Le di instrucciones a Cotuatus.

—De momento te quedarás aquí y yo volveré al bosque para estar lo más lejos posible de los acontecimientos, de manera que nadie acuse a la Orden de estar implicada. Avisa a tus seguidores de que apoyas un alzamiento contra Tasgetius y sólo estás esperando que le derroten y vuelvan a abrirte las puertas de Cenabum. Cuando esto suceda, naturalmente, significará que Tasgetius ya no es rey. Transmite la noticia a gritos y llama a los ancianos. Yo convocaré a la Orden y nos prepararemos para elegir a un nuevo rey, uno que no entregue nuestro territorio.

Nos habíamos ocultado en un bosque. Me alejé un poco de los demás y permanecí en silencio algún tiempo, percibiendo la presencia vital de los árboles a mi alrededor, exultante. Mi paciencia había sido recompensada. Con el inverosímil Crom Daral como eje, la rueda de los acontecimientos había girado hasta que se produjo la serie de circunstancias apropiada. Pronto podría informar a Rix de que el corazón de la Galia estaba con seguridad de su parte.

Antes de que ningún medio humano pudiera informarme, lo sabría. El viento transportaría el mensaje, la tierra me diría cuándo Tasgetius había dejado de ser rey. De la misma manera que los hombres gritan de un valle a otro, los árboles se gritan en silencio entre ellos, incluso a través de grandes distancias. Lo oiría en el bosque sagrado, sabría cuándo se había llevado a cabo la hazaña. Los druidas sabemos.

Dejé a Cotuatus y Conco a la tensa espera de noticias desde Cenabum y partí con mis guardaespaldas hacia el Fuerte del Bosque.

Por el camino empecé a notar un cosquilleo en la base de la espina dorsal. Acucié a mi caballo, sintiendo que la aprensión iba en aumento. No nos detuvimos a descansar, sino que reventamos a un segundo grupo de caballos haciéndolos galopar furiosamente. No obstante, aun así llegamos demasiado tarde.

Cuando cruzamos las puertas abiertas del fuerte y mi gente se adelantó corriendo a saludarnos, examiné sus rostros y vi que faltaban muchos. Briga, Lakutu, Damona..., la mayoría de las mujeres.

Hice que mi caballo virase y me dirigí a la torre de vigilancia.

—¿Dónde están las mujeres? —le grité al centinela.

Éste exploró el horizonte.

—Ya deberían haber vuelto...

—¿Dónde están?

—Fueron con Grannus a cantar una canción a los viñedos, para protegerlos del espíritu de la escarcha.

—¿Han ido acompañados de guardianes?

Él me miró perplejo.

—¿Por qué habrían de necesitarlos? Han ido al viñedo junto al río, a poca distancia.

¡El viñedo!

Habíamos llegado a amar a nuestras viñas. Sus formas retorcidas y extrañas eran bellas para nosotros, porque las habíamos cultivado para que adoptasen tales formas y permitieran que los rayos de sol llegaran a todos los racimos. Los tallos nudosos y retorcidos pero obedientes a nuestro propósito eran gratos a la vista. Sus hojas, verdes y nuevas, eran conmovedoramente tiernas. Cerca ya de la cosecha, sus colores dorado, amarillo y casi rojo les daban aspecto de joyas.

Nuestra primera cosecha de las viñas inmaduras tuvo lugar tras un verano húmedo, que había producido una excesiva acidez en el suelo, con el resultado de un fruto agrio y un vino apenas bebible. Aprendimos de nuestros errores. Los druidas hicieron todos los sacrificios necesarios para asegurar que el verano siguiente fuese cálido y seco. Las uvas que cosechamos entonces fueron dulces como la miel y el vino soberbio.

Durante la cosecha, respirar el aire con su intenso aroma de fruta madura era como respirar vino. La gente interrumpía su trabajo para intercambiar miradas, husmear y sonreír. Del suelo arenoso y cicatero estaban obteniendo una magia poderosa.

Ahora las uvas estaban recolectadas, habían sido prensadas y el vino esperaba. Pero el cuidado de las viñas no cesaba, era preciso darles todo el amor de que fuésemos capaces para protegerlas mientras dormían y prepararlas a fin de que produjeran de nuevo, una y otra vez. Y, como eran más diestras en prodigar cuidados, las mujeres se ocupaban de esa tarea.

Tuviste que jactarte ante Tasgetius de las viñas, me acusó mi cabeza. Y el rey había tenido suficiente tiempo para...

—¡Vamos! —le grité a Tarvos. Hice girar a mi fatigado caballo, le golpeé con los pies y crucé la puerta al galope, gritándole al centinela—: ¡Reúne a todos los hombres que puedas y sígueme, de prisa!

Tarvos nunca preguntaba nada, jamás titubeaba. Incluso mientras el sorprendido centinela gritaba órdenes y los miembros de mi guardia personal, que habían empezado a desmontar, trataban de sujetar sus caballos para montarlos de nuevo, Tarvos ya galopaba a mi lado.

Rodeamos el cerro en el que se alzaba el bosque y seguimos el curso del río. Habíamos plantado un viñedo en la otra orilla del río Autura, donde un meandro protegido atrapaba y retenía el calor del sol. Al acercarnos, los árboles que crecían cerca del agua en nuestro lado del río nos dificultaban la visión, pero pronto éste trazó una curva y la escena apareció ante nosotros.

Alguien, tanto podía ser Tarvos como yo, lanzó un grito de ira. Los romanos estaban allí.

Una centuria de guerreros al mando de un centurión montado había invadido nuestras jóvenes vides. No se trataba de un simple grupo de exploración. En su mayoría eran legionarios, claramente identificables por sus uniformes. Llevaban cascos de bronce idénticos, con unos ajustados bonetes de cuero debajo para proteger la cabeza de los golpes, una armadura para el torso de láminas metálicas unidas con correas de cuero que permitían la movilidad de brazos y hombros y un surtido de armas: espadas, dagas y dos lanzas cada uno. También llevaban escudos de madera recubiertos de cuero con bordes metálicos.

Acompañaban a aquellos profesionales de la muerte auxiliares armados con mortíferas hondas de cuero y bolsas llenas de piedras. Aquella masa recorría nuestro viñedo con un propósito implacable, empujando a nuestras mujeres delante de ellos mientras pisoteaban y destruían las jóvenes viñas.

—¡Lakutu! —gritó Tarvos al verla.

Los romanos le oyeron. El centurión refrenó su caballo, se volvió hacia nosotros y alzó el brazo, sin duda una señal. Los auxiliares, que iban delante, como de costumbre, empezaron de inmediato a disparar sus hondas, algunos hacia nosotros y otros hacia las mujeres desamparadas que les precedían. Los proyectiles lanzados contra nosotros no nos alcanzaron y cayeron inocuamente al agua, pero vi que varias mujeres alzaban los brazos y caían. Una piedra golpeó la cabeza de una niña con tal fuerza que le brotó sangre de la nariz y los oídos.

Los golpes que había dado antes en los flancos de mi caballo no fueron nada comparados con los de ahora. El animal penetró en la corriente con un salto frenético y un tremendo chapoteo. Tarvos estaba detrás de mí. El resto de mi guardia, sólo a unos pocos pasos de distancia.

Debíamos de parecer risibles, una docena de hombres que atacaban a una centuria romana. Pero no éramos sólo hombres, éramos celtas. Y aquéllas eran mujeres celtas tratando inútilmente de encontrar un refugio entre las hileras de sarmientos. Cuando vieron que acudíamos en su ayuda dejaron de correr y, unas agazapadas y otras en pie, lanzaron sus propios gritos de guerra y cogieron piedras, tierra e incluso estacas arrancadas de las vides para arrojarlas a los extranjeros. Su valiente ataque fue tan inesperado como el nuestro y entre todos tomamos a la centuria de César por sorpresa.

Los auxiliares, que no estaban tan adiestrados ni eran tan disciplinados como los legionarios, titubearon. El centurión a caballo gritó airado una orden, pero los honderos eran incapaces de decidir si debían seguir lanzando piedras contra nosotros y las mujeres o retroceder ante nuestro avance. El resultado fue que se agruparon en un nudo confuso, causando una perceptible pérdida de impulso a los romanos.

Me atreví a mirar por encima del hombro. Tarvos continuaba detrás de mí, galopando a través del agua que, debido al invierno, no superaba la altura de las rodillas de nuestros caballos. Detrás de él, a pocos pasos, avanzaban los demás miembros de mi guardia, y a lo lejos veía un grumo oscuro en movimiento, que debían ser los guerreros del fuerte que acudían en nuestra ayuda. Si lográbamos sobrevivir hasta que llegaran, teníamos una posibilidad de vencer. El tiempo era nuestro enemigo.

Los druidas contemplamos la naturaleza del tiempo. Como parte de nuestro adiestramiento desarrollamos una intensa voluntad imaginativa que es capaz de manipular cualquier elemento que se conforme a la ley natural. Como había observado antes, el tiempo podía contraerse o alargarse, por lo que debía de ser maleable hasta cierto punto.

Haciendo un esfuerzo mental incalculable, aferré el tiempo y lo retuve con todas mis fuerzas, poniendo en el intento el pleno poder de mi voluntad. Imaginé a los romanos moviéndose lentamente, luego con más lentitud todavía, como si estuvieran sumergidos en unas aguas muy profundas. Imaginé que el tiempo se detenía para ellos.

Lo que mi mente estaba creando y lo que mis ojos observaban empezaron a mezclarse. La centuria romana, paralizada en un solo momento retenido por mi mente, cesó de moverse.

El esfuerzo estaba más allá de cualquier otro que hubiera intentado jamás. Sabía que no podría mantenerlo, tenía la sensación de que todas las fibras de mi cuerpo se estaban partiendo. Logré decirle a Tarvos en un jadeo:

—Ve a buscar a las mujeres y hazles cruzar el río.

Nunca tenía que decirle a Tarvos una cosa dos veces. Pasó con celeridad por mi lado, subió a la otra orilla, bajó de su agotado caballo y empezó a juntar a nuestra gente como una gallina que recoge a sus polluelos. Mi influencia se concentraba en el espacio ocupado por los romanos. A los carnutos no les afectaba, a excepción de dos o tres que ya habían sido capturados por los guerreros y se encontraban atrapados dentro de sus filas.

Yo no sabía quién estaba vivo, muerto y herido. No me atrevía a reducir mi concentración para mirar..., para mirar el rostro de Briga.

Mi fuerza era más débil en la retaguardia de la columna romana, y aquellos guerreros aún seguían capaces de acción. Se abrieron paso entre la masa inmovilizada de sus compañeros hasta que también a ellos les capturó el tiempo inmovilizado. Entonces se detuvieron y quedaron como los demás, a menudo con un pie levantado debido a la paralización de su paso, la boca abierta para lanzar un grito insonoro, los brazos levantados y blandiendo las armas.

Me acometían oleadas de náusea. Tuve la vaga sensación de que Tarvos regresaba hacia mí rodeado de otras personas que chapoteaban en el río...

Me tambaleé. Vi que los romanos empezaban a moverse de nuevo y volví a aferrar el tiempo con todas mis fuerzas. Pero mi concentración había sido interrumpida irrevocablemente por los gritos y el zumbido de las lanzas que surcaban el aire por encima de mi cabeza, procedentes de nuestro lado del río.

Habían llegado los guerreros desde el Fuerte del Bosque.

En cuanto me permití oírlos, el hechizo se rompió. Los romanos entraron en furiosa acción, lanzando una lluvia de lanzas en nuestra dirección. Los guerreros carnutos se arrojaron al agua y se encontraron con las mujeres que huían en la mitad de la corriente. Lanzaron alegres gritos de reconocimiento y las mujeres corrieron a ponerse a salvo mientras los hombres se apresuraban a atacar a los romanos.

Aturdido, bajé del caballo y me apoyé contra su flanco. El agua fría del somero Autura giraba alrededor de mis pantorrillas y me reanimaba un poco. Alcé la vista y vi que la batalla se libraba ferozmente en el viñedo. Aunque los romanos seguían superándonos en número, nuestros hombres estaban tan airados que cada uno luchaba como diez y la centuria estaba sufriendo bajas.

Probablemente el centurión tenía órdenes de buscar y destruir los viñedos de la Galia y matar a todo resistente disperso, pero no de poner en peligro a toda su compañía. Tras luchar lo suficiente para satisfacer el honor, el jefe romano gritó una última orden y los invasores giraron como un banco de peces, partiendo raudamente hacia el sudeste. Nuestros guerreros corrieron tras ellos, aullando al dar alcance a la retaguardia.

Cuando miré atrás para ver cómo estaban las mujeres, observé que llegaban más hombres con el fin de incorporarse a la lucha, en su mayoría granjeros y artesanos que habían cogido sus herramientas para usarlas como armas. Estaban en la orilla del río, blandiendo horquillas y hoces y lanzando insultos a los romanos que se alejaban.

Cogí a mi caballo de la brida y me dirigí hacia ellos. Tenía la sensación de que había permanecido en el río durante días enteros y quería asegurarme por mí mismo de que Briga y las demás mujeres estaban bien.

Al principio, debido al cansancio que sigue a un exceso de magia, no reconocí el bulto que yacía ante mí en el agua somera. Entonces mi caballo arqueó el cuello y resopló.

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