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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (46 page)

BOOK: El Druida
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—Estoy pensando en coleccionar mujeres, iniciando así una nueva tradición. Podría reunir alrededor de una docena.

—Humor druida —observó él correctamente.

Si había tenido poco tiempo para dedicarlo a Briga, no lo tenía en absoluto para las dos mujeres juntas. Mis responsabilidades y mantenerme al corriente de las actividades de César me tenían totalmente ocupado.

A principios del verano, el romano había regresado a la Galia para consolidar no sólo su conquista de los vénetos sino la de todas las tribus a lo largo del litoral occidental. Había construido barcos de guerra con los que navegó costeando y manteniendo bajo una vigilancia constante las zonas que podían representar un peligro potencial. Sus campamentos de invierno en la Galia habían hecho entender a muchas tribus lo que significaba realmente la presencia romana, y se producían esporádicas revueltas en diversos puntos del territorio, pero como las tribus se rebelaban de una manera independiente, César se enfrentaba con ellas una tras otra y las sofocaba sangrienta y salvajemente.

Una tras otra.

En aquel año terrible, quienes vivíamos en la Galia central sentimos que el puño del romano se cerraba lenta pero seguramente a medida que derrotaba a las tribus alrededor de nuestro perímetro. También estacionó una legión entre los nantuanos, al sudeste de los eduos, a fin de poder abrir una ruta a través de los Alpes para traer a más ejércitos. Inició negociaciones con reyes acobardados en diversas zonas para suministrar a sus fuerzas cereales y otros productos de primera necesidad.

Enviaban a Roma un botín considerable. También envió agentes a Cenabum para que investigaran la muerte de Tasgetius.

Conco viajó al norte y vino a verme al bosque para decirme lo que sucedía.

—Los romanos tienen muchas sospechas, Ainvar, pero no pueden probar nada. Nadie puede decir quién blandió la espada. Han hecho muchas preguntas sobre Cotuatus, e incluso algunas sobre mí, pero sin obtener respuestas satisfactorias, afortunadamente. Y el viejo Nantorus parece tan impotente que se han quedado perplejos. No creo que el problema haya terminado, pues los mercaderes seguirán quejándose porque Nantorus no coopera con ellos como lo hacía Tasgetius. Pero la gente de César no ha abandonado Cenabum... por ahora.

Ese «por ahora» no me gustó.

Evidentemente había obrado con prudencia al insistir en que Nantorus volviera a ocupar el trono. Aunque a Nantorus no le gustaran, las cosas debían seguir como estaban hasta que Rix estuviera preparado para entrar en acción. No era un necio jactancioso como Cotuatus, no hablaría de un apoyo irreal ni actuaría prematuramente. La confederación gala estaba creciendo. Era sólo cuestión de tiempo.

También era sólo cuestión de tiempo antes de que César cerrase su puño sobre la Galia libre.

Envié de nuevo a Conco para que le repitiera a Cotuatus la orden de mantener la cabeza inclinada y esperar. A Conco no le satisfizo llevar ese mensaje; era pariente del otro príncipe y deseaba acción. No comprendían que mi deseo de acción era tan grande como el suyo.

Entretanto, y como era de predecir, el asesino de Tasgetius estaba creando dificultades en el Fuerte del Bosque. Había vuelto allí tal como le ordené y tomado posesión de su antiguo alojamiento, pero lejos de mostrarse agradecido por el refugio que le proporcionaba, Crom no hacía más que quejarse. Había encontrado un espíritu afín en Baroc, el porteador, y a los dos podía encontrárseles a cualquier hora del día o de la noche bebiendo juntos y condenando a todo el mundo excepto a ellos mismos.

Un día el Goban Saor me salió al paso cuando regresaba del viñedo, donde todavía llevábamos a cabo rituales curativos en la tierra devastada, antes de plantar nuevas vides.

—Me temo que, totalmente en broma, he difundido tu observación sobre coleccionar mujeres, Ainvar —me informó—. Alguien que me oyó se la repitió a alguien más y éste a Crom Daral, y ahora..., ya sabes cómo se alteran las palabras en estos casos. Dice que te jactas de haberle robado a su mujer y tienes la intención de robar más.

—Hablaré con él —le dije disgustado.

Pero hablar con Crom no sirvió de nada. Su cabeza era una piedra en la que estaban talladas sus opiniones.

—Sé lo que sé —fueron sus únicas palabras.

Cuando hablé con Sulis, le dije:

—Me negué a darle la satisfacción de explicárselo con detalle. Sólo le dije que Briga y yo siempre nos habíamos comportado con respeto hacia sus sentimientos, cosa que es cierta. Y en cuanto a Lakutu..., ¡de ninguna manera se la robé!

—¿Qué será de ella después de que nazca el niño? —me preguntó la sanadora, mirándome de soslayo.

—No he pensado en lo que sucederá tan adelante —respondí con sinceridad.

—Beltaine está al llegar. ¿Tienes intención de casarte entonces con Briga?

—Así es.

—Hummm —replicó ella.

Aunque me regocijé con Lakutu porque una parte de Tarvos vivía en ella, su presencia en el alojamiento era una influencia turbadora. En las escasas ocasiones en que tenía tiempo para abrazar a Briga, siempre era consciente de que Lakutu estaba allí, lo cual actuaba como un cubo de agua fría arrojado sobre mi pasión. Me retenía, susurraba en vez de gritar de alegría. Percibía la decepción en Briga.

Pero no podía disfrutar de intimidad con ella en el exterior, en algún lugar entre los árboles y la hierba, pues cada vez que cruzaba la puerta alguien se presentaba con una petición que exigía tiempo y esfuerzo del jefe druida.

Mi reputación de sabiduría iba en aumento y me exponían todos los problemas..., aunque yo no podía resolver los míos.

Mi cabeza me sugería que, una vez naciera el hijo de Lakutu, podría ser juicioso considerarla como posible esposa de Crom Daral. No se lo comenté a Briga, quien le tenía afecto a Lakutu. Briga le tenía afecto a cualquiera a quien ayudara.

Había muchas cosas que, a pesar mío, no discutía con Briga. Antes había imaginado que cuando estuviéramos juntos podría abrirme por completo a ella y compartir los aspectos de Ainvar que sólo ella comprendería. Sin embargo, Briga no se me abría, se mantenía reservada, oculta en las sombras de sus ojos. Temía amar porque temía salir perdiendo. Y así también yo me retiraba, me volvía crítico y celoso, presa de una insatisfacción que no había previsto. Faltaba la magia.

Sin embargo, alguna vez Briga extendía una mano con un rápido movimiento y me tocaba con las yemas de los dedos la franja plateada en mi pelo. En tales momentos aparecía en su rostro una breve expresión de temor reverencial y yo ansiaba preguntarle qué había visto aquel día en el bosque que le había hecho venir después a mí, pero no se lo preguntaba. La tenía a ella y eso era suficiente.

A veces era excesivo.

Empecé a sospechar que deseaba el sueño de Briga más que la realidad. La realidad era una mujer que tanto podía distraerme con su presencia como con su ausencia; una mujer a la que no podía hacer caso omiso, al contrario que ella con respecto a mí, que se mordía continuamente las uñas, que no decía las palabras que yo la había imaginado diciéndome, que a veces miraba a otros hombres con una expresión especulativa, que tomaba decisiones por sí misma sin pedirme permiso. Es decir, una persona libre.

Confiando en el poder del ritual, esperaba que el matrimonio la cambiara. Las antiguas ceremonias de Beltaine habían sido diseñadas no sólo para estimular la fertilidad, sino también para reforzar la pauta de la sumisión femenina.

¡Ah, la belleza de Beltaine aquel año! Incluso con las nubes de Roma en el cielo, nos regocijamos. Las llamas de la gran fogata se alzaron a gran altura y su calor hizo que me sintiera reconfortado mientras Briga echaba atrás la cabeza cubierta de flores y se reía.

Dian Cet recitó las leyes del matrimonio, pero yo apenas le escuchaba y mis ojos se desviaban una y otra vez hacia la mujer menuda y llenita vestida con una falda plisada que se ruborizaba cuando yo la miraba pero que luego hacía con los dedos gestos sexualmente explícitos allí donde nadie salvo yo podía verlos. ¡Briga!

Llevaba el cabello recogido en tres largas trenzas que le colgaban a la espalda, y entre cada una de ellas había una espiga de la última cosecha, entreverada con las hebras del cabello. El aire que la rodeaba tenía un resplandor dorado y yo estaba seguro de que todo el mundo podía verlo. Briga, mi Briga.

Las mujeres que iban a casarse se adelantaron con gran solemnidad para reverenciar al árbol de Beltaine. Los hombres observábamos, imaginando en nuestros cuerpos aquellas manos y bocas que ahora se entregaban al culto. Luego todos bailamos la danza que representaba la persecución y la captura y preparaba a las mujeres para su rendición.

Bailábamos como lo habían hecho los celtas a lo largo de innumerables siglos, pisoteando el suelo, cantando, exultantes por estar vivos. A través de nuestras manos unidas percibía la inmortalidad que corría como un río desde el pasado al futuro. El ritual diseñado para influir en Briga tenía un profundo significado para mí. Mientras mis pies se movían siguiendo la antigua danza que ya era vieja en los inicios de la humanidad, se me revelaba el significado de la existencia, perfecto y puro. La vida es, nosotros somos, el grande y sagrado imperativo cosmológico es sencillamente ser.

Cuando terminó la danza, me apreté contra Briga por detrás. Mis muslos presionaron sus nalgas, mis manos se deslizaron hacia arriba, a lo largo de la caja torácica, para curvarse sobre sus pechos. La apreté más contra mí, contra cada parte dolorosamente ansiosa de mi ser y grité con la alegría de vivir.

La carne, más elocuente que las palabras, se impuso.

Yacimos en el suelo mientras el gran trueno se acumulaba en mí. Briga me clavó los dientes en el músculo del hombro mientras salía girando de mí mismo, lanzado a un vórtice creativo donde la Fuente eternamente hacía y deshacía mundos, girando con el movimiento incesante que lo mantiene todo en equilibrio. Tras mis ojos cerrados se formaban pautas en capas cada vez más complejas y luego se disolvían para formarse de nuevo.

Cuando al fin yací vacío y estremecido, Briga susurró mi nombre.

Alcé la cabeza. A nuestro alrededor la gente murmuraba y se movía mientras se recuperaban lentamente. Algunos siempre se unen a las parejas recién casadas para reforzar su primer acoplamiento nupcial, pero esta vez la participación había sido absoluta. Sulis yacía con Dian Cet y el Goban Saor con una bonita sirvienta. Cada hombre tenía una mujer. Teyrnon, el herrero, abrazaba a una que no era la suya, mientras que a poca distancia, Damona se agarraba de manera frívola a un joven que ciertamente no era su marido, pero que le hacía sentirse joven de nuevo y dichosa.

Había risas a nuestro alrededor, felices y desinhibidas, el sonido producido por gentes que gozaban.

—Nuestro fuerte y joven druida nos ha llevado a todos con él —oí decir a alguien.

Grannus vino a mi encuentro, abriéndose paso con dificultad entre las parejas que todavía yacían en el suelo. Observé que tenía el rostro enrojecido y la túnica alzada a un lado, con ramitas y tierra adheridas que revelaban sus recientes actividades.

El viejo Grannus, que había sobrevivido a su septuagésimo invierno.

—Lleva a tu esposa al lugar privado que le has preparado —decía formalmente a cada pareja casada— y celébralo hasta que mengüe la luna de miel. —Cuando llegó a nuestro lado añadió—: Está bien, Ainvar, ni siquiera el jefe druida es tan indispensable que no podamos prescindir de él el tiempo suficiente para que beba su barrica de hidromiel.

Después de las nupcias, tradicionalmente se le daba a cada nueva pareja una barrica de hidromiel y se les permitía estar solos durante el resto de la luna de Beltaine.

Briga y yo sacamos el máximo partido de las noches y días de nuestra luna de miel. Yo había hecho un nido para nosotros en un claro apartado, en las profundidades del bosque, con una tienda de cuero para protegernos de la lluvia y uno de mis guardaespaldas en guardia permanente, a una distancia tal que pudiera oír mis gritos pero que no me viera. Sin embargo, no solíamos estar dentro de la tienda y casi siempre dormíamos bajo los árboles y las estrellas.

Cuando se vació nuestra barrica de vino de miel, regresamos al fuerte y a mi alojamiento, donde encontré un montón de adornos de oro nada más cruzar la puerta.

—¿De dónde ha salido esto? —le pregunté a Lakutu.

—Son míos —respondió Briga en su lugar—. Envié a por ellos.

—¿Cómo? ¿Cuándo?

—Después de la danza de Beltaine, mientras tú recogías el hidromiel y los víveres. Hablé con dos de tus hombres y les pedí que fuesen a ver a mis parientes secuanos para decirles que ahora estoy casada con el jefe druida de los carnutos y no debo avergonzarme ante su tribu por mi pobreza. Me han enviado esta dote nupcial —añadió con orgullo.

—¿Enviaste a mis mensajeros para un recado propio, después de que nos casáramos?

—Naturalmente —replicó ella, encogiéndose de hombros.

La vida reanudó su curso normal.

Una noche de verano estrellada, Lakutu parió a su hijo. Cuando Briga me dijo que tenía los dolores, pedí ayuda, pues ya no era una mujer fuerte. El alojamiento no tardó en llenarse a rebosar. Yo quería marcharme, pero Lakutu me llamó y me quedé allí, aunque algunas de las mujeres arrugaron el ceño cuando me crucé en su camino.

Sulis restregó el vientre de Lakutu con aceite de sándalo importado, mientras Briga y Damona la sostenían en su posición acuclillada para facilitar el parto. Cantábamos al ritmo de sus esfuerzos, todos sudando juntos para producir la vida.

El niño salió rugiendo, un hijo de la guerra y el trueno.

—Será guerrero como su padre —le dije a Lakutu mientras depositaba al bebé en sus brazos por primera vez.

Había tomado todas las precauciones posibles para dar al pequeño las máximas probabilidades de vida. Habíamos solicitado todas las lámparas del fuerte, disponiéndolas de tal manera que ninguna sombra cayera sobre la cabeza emergente. Sulis lo bañó con agua sagrada del manantial del bosque, Keryth leyó sus primeros augurios en la placenta, la cual se llevó Aberth para alimentar el fuego en el debido sacrificio. Las mujeres habían tejido minúsculas muñequeras de ramitas verdes de serbal para protegerle de los malos espíritus y de muérdago para proporcionarle fuerza en los brazos. Una pequeña guirnalda de sauce en su cabeza le aseguraría una aguda visión nocturna. Las hojas de álamo esparcidas a su alrededor mantendrían a raya las enfermedades. Finalmente, el macizo brazalete de oro, símbolo del guerrero, que había pertenecido a su padre fue depositado a sus pies minúsculos y rosados.

BOOK: El Druida
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