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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (34 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
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Arturo se afanaba con los hierros planos. Silbaba mientras trabajaba. No era la primera vez que Giuseppe oía silbar a su alumno. Cualquier idiota sabe silbar, pero Arturo lo hacía extraordinariamente bien. Incluso en una ocasión Giuseppe le rogó que hiciera una demostración, porque el camino puede resultar largo cuando se está de viaje. Arturo no conocía canciones ni melodías, sino que juntaba los labios y emitía tonos bajos y agudos, parecidos a los que usan los pájaros para alegrar al mundo.

—¿Dónde has aprendido a silbar así, despreocupado cretino?

—Lo he aprendido solo, maese, puede que de la puesta del sol, de la luna nueva y de la hojarasca de octubre.

—La hojarasca de octubre, claro, ¿por qué no? Mientras no sea algo que hayas aprendido de tu anterior medicastro…

—Ah, pues el jardinero mayor era un auténtico maestro.

—Lo sospechaba, aunque no sé la razón. Parece que no había arte en el mundo que no dominara aquel extraordinario señor.

La mirada de Arturo adquirió un brillo singular.

—Había algunos sonidos que no podía soportar.

—¿De verdad? ¿Qué sonidos eran ésos?

—Había muchos: el llanto de un niño lo entristecía, los gemidos del hipócrita lo encolerizaban. Pero lo peor para mi señor eran las campanas de la iglesia.

—Vaya, comprendo. Y ¿por qué hería tanto a los oídos del escardador aquel sonido? ¿Tal vez había revuelto tanto la tierra que la fe en el Todopoderoso desapareció en el humus?

—No, no, maese; al contrario, todos los días agradecía a Dios que nos hubiera otorgado la vida.

—¿A vosotros dos?

—Sí, a él y mí.

—Vamos, que te recordaba en sus oraciones de antes de acostarse, ¿es eso lo que quieres decir? Me conmueves, Arturo.

—Decía a menudo que con la buena vida que disfrutábamos estaba seguro de que Dios se complacía en nosotros.

—Sí, está claro que los delirios de grandeza se habían apoderado de su razón. Pero hablábamos de lo diestro que eres silbando.

—¿Quiere que siga silbando, maese?

—No, no sigas, degenerada alondra cantarina, que ya he oído bastante. Ojalá se encuentre en Ravena el jardinero mayor, porque allí hay trescientas iglesias y setecientas campanas que tañen y repican tanto que los niños nacen sordos.

Así es como habían ido las cosas en Portofino, pero ya estaban en Viareggio, y Giuseppe recordó a su alumno que pronto se haría de día, mientras observaba cómo introducía el hierro plano entre la caja y la tapa. Tenía dedos hábiles y una fuerza nada despreciable. Todo indicaba que los seis días que viviera como un asno le habían sentado bien.

En un santiamén abrió la tapa y emitió un grito sofocado.

Giuseppe se deslizó fosa abajo, donde observó más de cerca el hallazgo.

—No tiene más que un par de meses —murmuró, olisqueando las bolsas aromáticas con santolina, buena contra los gusanos, un insecticida excelente.

Arturo desvió la mirada, pues no estaba acostumbrado a los cadáveres recientes. A su alrededor había abundantes fémures amarillos, huesos manchados de tierra y costillares marrones con forma de catedral, pero aquel cadáver era tan fresco que la piel aún estaba pegada al cráneo. El cabello dorado de la mujer parecía haber sido peinado tres horas antes. Largo y claro, recogido en dos pulcras trenzas. Llevaba en la frente una diadema oriental con una perla de color lechoso.

—Casi no tengo coraje para quitársela —dijo Giuseppe suspirando, y al poco se metió en el bolsillo la diadema.

—¿De qué puede haber muerto, maese?

Giuseppe sacudió la cabeza.

—No tiene señales de enfermedad —murmuró—, pero desde luego era guapa; basta observar la elegancia de manos y pies. El arco de la frente, los hombros erguidos. Puede que fuera la fiebre; estos años mueren muchas jóvenes por la fiebre.

Después metió la mano bajo las mortajas medio descompuestas y sacó una daga, un puñalito precioso con un bonito mango.

—Es extraordinario —murmuró—. Lo tenía en la mano.

Abrió la hebilla que sujetaba la mortaja reblandecida, descubrió el pecho y se inclinó hacia delante.

—Exactamente —susurró—. Qué pena.

—¿A qué se refiere, maese?

—La chica se quitó la vida, y si no estoy muy equivocado, lo hizo con este cuchillo. La herida tiene el tamaño de la hoja de su daga. Hace falta coraje para arrebatar la vida a otra persona, pero se necesita el doble para quitarse la propia. Muchas lágrimas se han vertido a causa de esta desgracia. Pero por muy bonito que sea el puñal, no voy a cogerlo, pues pertenece a su tumba. Enseguida me he dado cuenta de que aquí se escondía una tragedia.

En aquel instante cayó una pincelada azul desde la luna.

—Tenemos que irnos, maese —advirtió Arturo.

Giuseppe no le hizo caso; levantó la mano derecha del cadáver y sacó el anillo que llevaba en el dedo índice. Era de plata, ancho, algo masculino, con adornos pulidos.

—¿No deberíamos dejarlo? —dijo Arturo—. Es de ella.

—No, Arturo —susurró Giuseppe—, en eso te equivocas, amigo, pues este anillo me pertenece. —Se sentó pesadamente en la tierra arcillosa—. Dios mío, lo que tiene uno que ver en su vejez. No se puede aguantar. ¿Cuándo aprenderemos a comprender a los seres humanos? Cúbrelo todo, Arturo, pero hazlo con cuidado, porque yace aquí una desgracia a duras penas soportable.

—¿A qué se refiere, maese?

—Luego, Arturo, luego, que ahora tengo un nudo en la garganta y el corazón desgarrado.

Poco después salían del bosque, y el carro no se detuvo hasta que atravesaron las murallas de Volterra, donde Arturo saltó del pescante para guiar a la mula por las estrechas callejas.

Al poco tiempo se pararon frente a una posada en la calle de los Caldereros. El sitio no era espacioso, tampoco muy concurrido, pero les dieron a cada uno un colchón de paja y una jarra de vino, así como pan hecho aquel mismo día. Hasta aquel momento Giuseppe no había dicho palabra, excepto para indicar la ruta; pero después de probar el vino y partir el pan, se echó en el camastro con la mano en la frente. Se sentía mal, pero no podía expresarlo con palabras, porque el malestar no tenía relación con el cuerpo. Se sentía ligero pero pesado, libre y aun así oprimido; las ideas podían hacer lo que quisieran, pero cada vez que trataba de darles cauce, se paraban en el mismo sitio.

—Es una noche de locura —murmuró.

—¿Está enfermo, maese?

—¿Enfermo? No, no estoy enfermo; estoy viejo y cansado, tengo la cabeza embotada. Quizá sea así como anuncia su llegada la muerte. Que sea bienvenida.

—Maese sobrevive a todo.

—No lo menciones. Menuda maldición.

Giuseppe sirvió vino, bebió a grandes tragos y pidió a su alumno que tomara asiento.

Estuvieron un rato así, uno junto al otro, mirando en la misma dirección, es decir, hacia la pared de color terracota con la imagen de una cuadriga romana.

—Somos hijos de un pueblo grande, Arturo —dijo Giuseppe, suspirando—. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí, maese, pienso a menudo en Aníbal.

—¿En quién?

—En Aníbal, maese, el de Cartago. Mi antiguo maestro me hablaba de él a menudo. Decía que estuvo presente cuando Aníbal atravesó los Alpes y derrotó al ejército romano. Pero aquello pasó hace muchos años.

—Es el mayor desatino que haya oído el mundo jamás. ¿Aníbal?

—Sí, maese, el jardinero mayor sabía un montón de historias sobre él. La mejor era la de su suicidio.

—¿Te crees todo lo que te cuentan, Arturo? Deja, no respondas, cretino. Tu ingenuidad hace tiempo que te traicionó. Creerás también en Dios, ¿verdad?

—Sí, maese.

—Claro, por supuesto.

—Todos creemos en Dios; también usted, maese.

Giuseppe escondió el rostro entre las manos.

—Tanto hablar de la verdad —murmuró—. Con la verdad puede llegarse lejos, incluso a la cárcel. Guárdate de la verdad, yo prefiero la duda. Y en cuanto a la eternidad, sobre la que predican los clérigos… —Se detuvo y se quedó mirando al frente.

—Pero ¿no era eso lo que buscaba, maese? ¿La vida eterna?

—Sí, en la mañana de los tiempos. En España se dice que quien ha navegado cascada abajo nunca vuelve a ser la misma persona.

—¿Maese ha navegado alguna vez cascada abajo?

—Estoy en medio de una. Conocí en Alejandría a un hombre que coleccionaba llaves. Tenía miles de llaves. Yo no lo comprendía. Ahora ya lo comprendo. Porque soy exactamente como él y no me preocupo de cerraduras —dijo, permitiéndose una leve sonrisa—. De niño me interesaban mucho los laberintos. Además, mi madre me contaba un enigma cada día, que yo tenía que resolver antes de ponerse el sol. Encontrar la respuesta correcta no era ni la mitad de divertido que buscarla.

—Todos los días son valiosos.

Giuseppe asintió en silencio.

—Pero hoy —susurró—, que debía haber sido un día cualquiera, con sol primaveral y trabajo nocturno, me ha golpeado el martillo del tiempo. No puedo explicarlo de otra manera. Siento que padezco la fiebre, aunque no tengo fiebre, pero sí que noto por todo el cuerpo los latidos del corazón.

—Maese está cansado, eso es todo.

—Escúchame, Arturo, y ve en busca del brebaje que vendimos a la familia que padecía insomnio.

—¿Primula veris?

—Exacto. Doble dosis.

Arturo obedeció y bajó al patio en busca del remedio.

En el exterior estaba a punto de amanecer, y los gallos de los alrededores ya se dejaban oír.

Giuseppe estaba sentado en la cama, con el anillo de plata que había hallado aquella noche entre las manos.

Arturo se sentó frente a él.

—La joven que había en la tumba se llamaba Isabella. La conocí en Mirandola, o mejor dicho, en un bosque de las afueras de Mirandola. Le hice creer que le había salvado la vida, porque miento con facilidad; pero si mientes, has de tener buena memoria. Recuerdo con claridad lo que me dijo cuando nos separamos: «Adiós, Alberto, que seas feliz. Si aún llevo el anillo en el dedo cuando volvamos a encontrarnos, será para ti.» —Se sorbió las lágrimas y se secó la nariz con la manga—. Yo sabía que ella era de por aquí, pero no esperaba verla en estas circunstancias. El anillo debería haber estado en el dedo de su prometido. Ah, cómo soñé con ser ese hombre. Pero no hay que engañarse, podría haber sido su abuelo. Si bien había algo en aquella muchacha que hacía que un anciano olvidara su edad. De sólo mirarla, veías el futuro con confianza. Ahora se ha quitado la vida. La hermosa e inescrutable Isabella. Pertenecía al siglo que viene, y ahora pertenece a la oscuridad. Creo que la vida se interpuso. Maldito sea el capitán Tiziano, que esparce la melancolía en torno a sí.

—Beba algo más, maese.

—Sí, llena hasta el borde, porque hay más que contar, cosas que ponen los pelos de punta. Que se lleve el diablo a esos gallos. No existe animal más arrogante. —Miró a su alumno—. Tómame de la mano —susurró— y repite lo que me dijiste hace mil años en Florencia.

—¿Cuando nos conocimos, maese?

—Hablaste de una profecía. Te diré que no creo en profecías. Tampoco creo en la quiromancia. El mundo está lleno de estafadores, y los peores te prometen la vida eterna. Para eso, prefiero un crecepelo.

—Maese es la mejor persona del mundo.

—No digas esas cosas, pequeño cretino, porque ante ti hay un converso. Tengo la cabeza algo confusa todavía, pues la conversión parece no haber terminado aún.

—Está muy caliente, maese.

—Sí, sudo como un cerdo. Puede que sea por el vino. Corre la cortina, que entre algo de aire. Aunque esta calleja es tan estrecha que ni la luz del día consigue colarse. Y tan temprano por la mañana, antes de que echen agua por la calle, hay un hedor terrible a letrina. —Se apoyó en la roja pared—. No me beneficia pensar tanto, pero no voy a dormirme hasta que me repitas lo que dijiste aquel día lluvioso en Florencia sobre la profecía, sobre la chica que iba a conocer. Lo recuerdo con claridad, aunque no con tanta como para poder repetirlo palabra por palabra. Dijiste que iba a atravesar el océano hasta llegar a un mundo diferente y desconocido, pero es lo que aseguran todas las retahílas de supercherías que venden por ahí. Hablaste de una chica. ¿Lo has olvidado, Arturo?

Arturo sumergió un paño en una jofaina, lo escurrió y lo colocó en la frente de su señor.

—No, maese, no lo he olvidado.

—Haz el favor de repetir lo que dijiste aquella vez, pero date prisa, porque el brebaje empieza a hacer efecto. ¿Por qué será que cuando el médico prueba alguno de sus preparados, se asombra de que sean eficaces? —Miró a su alumno—. ¿Quién soy, Arturo? Dilo.

El muchacho se inclinó sobre él.

—Es quien va a salvar la propia vida tres veces, encontrarse con la peste en Londres y Marsella, y conocer a una muchacha tanto en vida como en el reino de las sombras.

En el cuarto se hizo el silencio.

Giuseppe cerró los ojos.

—Exacto —murmuró—, exacto. Tanto en vida como en el reino de las sombras. Tómame de la mano, Arturo, porque ya me viene el sueño, pero cuando ceda la fiebre, vamos a continuar el viaje.

—¿Adónde va a llevarnos el viaje?

Giuseppe sonrió.

—Al ancho mundo, nada más y nada menos.

—¿Al mundo, señor?

—Eso es, al mundo, y no vuelvas a llamarme señor. No es apropiado. Llámame maese, es lo que hace la gente que me conoce. ¿Recuerdas las palabras, Arturo?

—Jamás las olvido, maese. Parecen hablarnos de un futuro lejano, aunque no pueden haber pasado más de dos años, ¿verdad?

—Durante esos años he estado en el cielo y en el infierno, y ahora estoy echado en un colchón de paja y no entiendo nada de nada. Debe de ser un enigma que no se resuelve nunca. Pero pronto volveremos a ver el mundo y a embriagarnos de presente. Abandonarnos a la despreocupación y al buen vino. Prométemelo, pequeño cretino.

Arturo puso su mejilla contra la frente caliente de su maese.

—El mundo —musitó— es el lugar en que estamos.

28

Se habla del próximo Papa de Roma.
Al final asoma un personaje bien conocido
del relato

Lo primero que sintió Tiziano fue el hedor de orines de gato, mezclado con el olor de una hoguera. Bajo su ventana, la calle estaba abarrotada de gente, carros y jinetes que, en grupos apretados, buscaban su camino. Si uno desviaba la vista y volvía a mirar a la misma calle una hora más tarde, se encontraba con la misma imagen, porque aquellos adoquines los pisaban gentes de todo el mundo: ingleses, germanos, griegos, chipriotas, españoles vestidos de terciopelo, pelirrojos holandeses, mendigos descalzos, lisiados, nobles, enfermos, sanos, simuladores y condenados a muerte; y, aunque todos iban con aceites de Oriente y bálsamo de Arabia, sólo olía a orines de gato en Clivius Dalphini, detrás de la iglesia de Santa Balbina. Habían decidido que era un aniversario especial del nacimiento del Salvador. Mediante una bula papal, todos quienes viajaran a Roma en 1350, año del Señor, tendrían indulgencia plenaria; y, aunque la Ciudad Eterna siempre estaba llena de gente, la mayor parte de los dos millones había ido en peregrinación, y ocupaba mucho espacio en una urbe que normalmente albergaba cuarenta mil almas.

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