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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El Emperador

BOOK: El Emperador
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Frederick Forsyth, que demostró su formidable ingenio, entre otras obras, en «Chacal», «Odessa» y «La alternativa del diablo», parece condensarlo aquí en una serie de relatos cortos, cada uno de los cuales es una pequeña obra maestra en su género. Porque el ingenio es el denominador común de unos cuentos, por lo demás, muy variados. Desde el patetismo de «El emperador» —que da título a la obra—, con la lucha de un pescador inexperto con un imponente pez espada y con la liberación del pescador de su propio género de vida, rutinaria y angustiada, hasta «Hay días nefastos», en que unos ladrones, por un error muy explicable, roban un camión que transporta sacos de abono, en vez de otro que llevaba una enorme cantidad de cajas de coñac francés —las cuales tenían que entregar a unos gánsters por un precio previamente convenido—, y cuando, descubierto el pastel, se dispone el jefe de los atracadores a desprenderse del inútil camión, éste sufre un accidente, revientan unos sacos de abono y, en presencia de la Policía, se descubre que el abono no era más que la tapadera de un contrabando de armas, por lo cual el ladrón paga por un delito que no ha cometido. O «El fullero», en que un juez, estafado por el jugador de ventaja en un viaje en tren, tiene que juzgarle por un delito idéntico; o «Un hombre precavido», en que un enfermo incurable, antes de suicidarse, dispone de las cosas de manera ingeniosa para burlar a los presuntos herederos de su cuantiosa fortuna y privar al mismo tiempo de sus derechos al fisco. Todos los relatos —repetimos— son sumamente ingeniosos y matizados por un finísimo humor.

Frederick Forsyth

El Emperador

ePUB v1.0

Cecco
25.05.12

Título original:
The emperor

Frederick Forsyth, 1982.

Traducción: J. Ferrer Aleu

Portada: Domingo Alvarez

Editor original: Cecco (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

EL EMPERADOR

—Y hay otra cosa —dijo Mrs. Murgatroyd.

A su lado, en el taxi, su marido disimuló un ligero suspiro. Con Mrs. Murgatroyd, siempre había otra cosa. Por muy bien que marchase todo, Edna Murgatroyd no podía vivir sin un acompañamiento de quejas continuas, sin una letanía de lamentaciones. En una palabra, incordiaba sin cesar.

En el asiento junto al conductor, Higgins, el joven ejecutivo de la oficina central que había sido seleccionado para las vacaciones de una semana a costa del Banco, por ser «el recién llegado más prometedor» del año, guardaba silencio. Era el encargado de la sección de cambio de divisas; un joven animoso al que habían conocido en el aeropuerto de Heathrow hacía veinticuatro horas y cuyo entusiasmo natural había menguado gradualmente ante los ex abruptos de Mrs. Murgatroyd.

El conductor criollo, rebosante de sonrisas y de amabilidad cuando habían tomado el taxi hacía unos minutos para dirigirse al hotel, había captado también el humor de la pasajera y había optado también por callarse. Aunque su lengua nativa era el francés criollo, comprendía perfectamente el inglés. A fin de cuentas, Mauricio había sido antes colonia británica durante ciento cincuenta años.

Edna Murgatroyd siguió rezongando, fuente inagotable de autoconmiseración y de enojo. Murgatroyd miraba por la ventanilla, mientras el aeropuerto de Plaisance desaparecía detrás de ellos y rodaban por la carretera que conducía a Mahebourg, antigua capital francesa de la isla, y a los arruinados fuertes donde los galos habían esperado defenderla contra la flota británica en 1810.

Murgatroyd miraba fijamente a través de la ventanilla, fascinado por lo que veía. Estaba resuelto a disfrutar hasta el máximo de estas vacaciones de una semana en una isla tropical, primera aventura verdadera de su vida. Antes de emprender el viaje, se había tragado dos gruesas guías de Mauricio y había estudiado la isla de Norte a Sur en un mapa a gran escala.

Cruzaron una aldea, donde empezaban los campos de caña de azúcar. En las entradas de las casitas de campo a orillas de la carretera, vio indios, chinos y negros, y
mestizos
criollos, viviendo unos al lado de los otros. Templos hindúes y santuarios budistas se alzaban a pocos metros de una iglesia católica, carretera abajo. Sus libros le habían informado de que Mauricio era una mezcla racial de media docena de grupos étnicos principales y cuatro grandes religiones, pero nunca había visto una cosa semejante, al menos viviendo en santa compañía.

Cruzaron más aldeas, pobres y, desde luego, sucias; pero los lugareños sonreían y les saludaban con la mano. Murgatroyd correspondía a su saludo. Cuatro gallinitas flacas se apartaron aleteando al acercarse el taxi, librándose por milímetros de la muerte, y, al mirar él hacia atrás, vio que estaban de nuevo en la carretera, picoteando en el polvo una comida al parecer inverosímil. El coche redujo la marcha en un recodo. Un muchachito tamil, en camisa, salió de una choza, se plantó junto a la cuneta y arremangó aquella prenda hasta la cintura. Debajo, no llevaba nada. Se puso a hacer pipí en la carretera, al pasar el taxi. Sujetándose la camisa con una mano, saludó con la otra. Mrs. Murgatroyd lanzó un bufido.

—¡Qué asco! —exclamó. Se inclinó hacia delante y tocó el hombro del conductor—. ¿Por qué no lo hace en el retrete? —preguntó.

El chofer echó la cabeza atrás y se echó a reír. Después volvió la cara para contestarle. El vehículo siguió dos curvas por control remoto.


Pas de toilette, Madame
—contestó.

—¿Qué ha dicho? —preguntó ella.

—Al parecer, la carretera
es
el retrete —explicó Higgins.

Ella sonrió por la nariz.

—Miren —señaló Higgins—. El mar.

A su derecha, mientras rodaban un trecho junto a un risco escarpado, el océano Indico se extendió hasta el horizonte, límpido y azul bajo el sol de la mañana. A media milla de la costa, había una blanca faja de espuma sobre el gran arrecife que resguarda Mauricio de unas aguas más furiosas. Más acá del arrecife, pudieron ver la laguna, agua mansa de un verde muy pálido y tan clara que los racimos de coral eran fácilmente visibles a una profundidad de seis metros. Después, el taxi volvió a meterse entre los campos de caña. Al cabo de cincuenta minutos, cruzaron la aldea de pescadores de Trou d'Eau Douce. El chofer señaló hacia delante.


Hôtel
—dijo—,
dix minutes
.

—Gracias a Dios —bufó Mrs. Murgatroyd—. No puedo aguantar más este traqueteo.

Entraron en el paseo, entre pulidos campos de césped salpicados de palmeras. Higgins se volvió, sonriendo.

—Esto está muy lejos de Ponder's End —dijo.

Murgatroyd sonrió a su vez.

—Ciertamente —convino.

Y no era que tuviese motivos para estar descontento del suburbio de Ponder's End, Londres, donde era director de sucursal del Banco. Una instalación de industria ligera había iniciado sus actividades hacía seis meses, y, cediendo a una inspiración, Murgatroyd se había dirigido a la dirección y a los trabajadores y les había propuesto que, para reducir el riesgo de robo de los salarios, pagasen las semanas de los obreros igual que los sueldos de los ejecutivos: mediante cheques. Para sorpresa suya, la mayoría se había mostrado de acuerdo, y varios cientos de nuevas cuentas corrientes se habían abierto en su sucursal. Este logro había despertado la atención de la oficina central y alguien había lanzado la idea de un plan de incentivos para el personal de las sucursales y de provincias. Él había ganado el premio correspondiente al primer año, y este premio consistía en una semana en Mauricio, con los gastos pagados por el Banco.

El taxi se detuvo al fin delante de los arcos de la gran entrada del «Hôtel St. Geran», y dos mozos se apresuraron a recoger las maletas del portaequipajes y de la baca del coche. Mrs. Murgatroyd se apeó inmediatamente. Aunque sólo en dos ocasiones se había aventurado al este del estuario del Támesis —generalmente pasaban las vacaciones con su hermana en Bognor—, empezó inmediatamente a arengar a los mozos como si estuviese acostumbrada a tener la mitad del Reino a su disposición personal.

Seguidos de los mozos y del equipaje, cruzaron los tres el portal con arcos y penetraron en el fresco vestíbulo abovedado. Mrs. Murgatroyd marchaba en cabeza, luciendo su vestido estampado con motivos florales; Higgins llevaba prendas tropicales de color crema, y Murgatroyd un serio traje gris. A la izquierda, estaba la mesa de recepción, a cargo de un empleado indio que les dio la bienvenida sonriendo. Higgins tomó la iniciativa.

—Mr. y Mrs. Murgatroyd —dijo—. Yo soy Mr. Higgins.

El empleado consultó la lista de reservas.

—Sí, muy bien —dijo.

Murgatroyd miró a su alrededor. El vestíbulo era de piedra local, toscamente labrada, y muy majestuoso. A gran altura, unas vigas de madera oscura sostenían el techo. El vestíbulo se extendía hasta una columnata al fondo, y otras columnas sostenían los lados, a través de los cuales entraba una fresca brisa. Por el otro extremo llegaba el resplandor del sol tropical y el ruido de chapoteo y de gritos propio de una piscina en plena utilización. En mitad del vestíbulo, a la izquierda, una escalera de piedra llevaba a lo que debía ser el piso superior del ala destinada a dormitorios. A nivel del suelo, otro arco conducía a las habitaciones de la planta baja.

Un joven inglés rubio, de camisa almidonada y pantalón de color pastel, emergió de un despacho situado detrás de recepción.

—Buenos días —dijo, sonriendo—. Soy Paúl Jones, gerente del hotel.

—Higgins —dijo éste—. Le presento a los señores Murgatroyd.

—Sean bien venidos —dijo Jones—. Ahora me ocuparé de sus habitaciones.

Desde el fondo del vestíbulo, un tipo larguirucho avanzó en su dirección. Sus flacas piernas emergían de unos shorts de dril, y una camisa con flores estampadas revoloteaba a su alrededor. Iba descalzo, sonreía beatíficamente y llevaba un bote de cerveza en una de sus manazas. Se detuvo a pocos metros de Murgatroyd y le miró fijamente.

—Hola. ¿Recién llegados? —inquirió, con perceptible acento australiano.

Murgatroyd se sorprendió.

—Pues…, sí —dijo.

—¿Cómo se llama? —preguntó el australiano, sin la menor ceremonia.

—Murgatroyd —contestó el director bancario—. Roger Murgatroyd.

El australiano asintió con la cabeza, grabando en su mente la información.

—¿De dónde? —preguntó.

Murgatroyd lo interpretó mal. Pensó que el hombre quería decir: «¿De dónde es usted?»

—De Midland —dijo.

El australiano se llevó el bote a los labios y apuró la cerveza. Eructó.

—¿Quién es él? —preguntó.

—Higgins —respondió Murgatroyd—. De la Casa Central.

El australiano sonrió satisfecho. Pestañeó varias veces para enfocar la mirada.

—Esto me gusta —dijo—. Murgatroyd de Midland, y Higgins de la Casa Central.

Mientras tanto, Paúl Jones había advertido la presencia del australiano y salido de detrás del mostrador. Asió al larguirucho de un codo y se alejó con él por el vestíbulo.

—Vamos, vamos, Mr. Foster. Si vuelve usted al bar, podré atender debidamente a los nuevos huéspedes…

Foster se dejó llevar por aquel hombre de modales suaves pero firmes. Al alejarse, agitó amigablemente la mano.

—Que lo pase bien, Murgatroyd —gritó.

Paúl Jones volvió junto a ellos.

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