El Emperador (7 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El Emperador
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Higgins se estremeció.

—No puede usted abandonar Londres, viejo. No tendría con qué vivir.

—Vaya si puedo —dijo el director de sucursal de Banco—. Mi decisión está tomada, y no voy a volverme atrás. Estaba pensando en todo esto en el hospital, cuando entró Monsieur Patient para ver cómo estaba. E hicimos un trato… Él me venderá su barca, y todavía me quedará lo suficiente para adquirir una casucha en la playa. Él continuará como patrón y enviará a su nieto al colegio. Yo seré su ayudante en la barca y, durante dos años, él me enseñará todo lo referente al mar y a los peces. Después de esto, llevaré a los turistas a pescar y me ganaré la vida de esta manera.

El grupo de los que estaban allí de vacaciones seguía mirándole fijamente, presas todos ellos de un pasmado asombro.

Fue Higgins quien volvió a romper una vez más él silencio.

—Pero, Murgatroyd, viejo amigo, ¿qué me dice del Banco? ¿Qué me dice de «Ponder's End»?

—¿Y qué dices de mí? —aulló Edna Murgatroyd.

Él reflexionó sobre cada pregunta.

—¡Al diablo con el Banco! —dijo al fin—. ¡Al diablo con «Ponder's End»! Y, señora, ¡al diablo contigo!

Dicho lo cual, dio media vuelta y subió los últimos peldaños. Una salva de aplausos resonó a su espalda. Mientras se dirigía a su habitación por el pasillo, llegaron hasta él voces entusiastas de despedida:

—¡Así se hace, Murgatroyd!

NO HAY SERPIENTES EN IRLANDA

Por encima de la mesa, McQueen miró con cierto escepticismo al nuevo aspirante. Nunca había dado trabajo a hombres como aquél. Pero McQueen no carecía de sentimientos, y si el aspirante necesitaba dinero y estaba dispuesto a trabajar, no sería él quien se negase a darle una oportunidad.

—¿Sabe que es un trabajo muy duro? —inquirió, con su rudo acento de Belfast.

—Sí, señor —contestó el aspirante.

—Es un empleo temporal, ya sabe. Nada de preguntas, nada de reducciones. Trabajará en el montón. ¿Sabe lo que eso significa?

—No, Mr. McQueen.

—Bueno, significa que le pagaré bien, pero en dinero efectivo. Sin que conste en parte alguna. ¿Comprendido?

Quería decir que no habría impuesto sobre la renta, ni contribuciones a deducir del salario. Habría podido añadir que tampoco habría seguros sociales, y que las normas de Higiene y Seguridad se ignorarían por completo. Un rápido provecho para todos era la consigna, con una buena tajada para él mismo, como contratista. El aspirante asintió con la cabeza para indicar que había «comprendido», aunque, en realidad, no había entendido nada. McQueen le miró, reflexivamente:

—¿Dice usted que es estudiante de Medicina del último curso, en Royal Victoria? —Otro asentimiento de cabeza—. ¿En vacaciones de verano?

Otro ademán de asentimiento. Saltaba a la vista que el aspirante era uno de esos estudiantes que necesitaba dinero, aparte y por encima de su asignación, para completar los estudios de Medicina. McQueen, sentado en su destartalada oficina de Bangor, al frente de un negocio más o menos clandestino como contratista de demoliciones, sin más activo que un maltrecho camión y una tonelada de martillos de segunda mano, se consideraba un
self-made man
y era acérrimo partidario de la ética de trabajo del Ulster protestante. Y no iba a dejar en la estacada a otro de los suyos, fuese cual fuere su aspecto.

—Está bien —dijo—, será mejor que se aloje aquí, en Bangor. No podría venir de Belfast y volver allí todos los días, sin retrasarse. Trabajamos desde las siete de la mañana hasta la puesta del sol. El pago es a destajo, pero bueno. Ahora bien, diga una palabra a las autoridades y perderá el empleo como dos y dos son cuatro. ¿De acuerdo?

—Sí, señor. Por favor, ¿cuándo y dónde debo empezar?

—El camión recoge a la brigada en el patio de la estación principal a las seis y media, cada mañana. Esté allí el lunes. El capataz es Big Billie Cameron. Le avisaré de que estará usted allí.

—Sí, Mr. McQueen.

—Una última pregunta —dijo McQueen, sosteniendo el lápiz—. ¿Cómo se llama?

—Harkishan Ram Lal —respondió el estudiante.

McQueen miró su lápiz, la lista de nombres que tenía delante, y al estudiante.

—Le llamaremos Ram —dijo, y éste fue el nombre que anotó en la lista.

El estudiante salió al brillante sol de junio de Bangor, en la costa norte de County Down, Irlanda del Norte.

Aquella misma tarde de sábado encontró alojamiento barato en una destartalada pensión de la Railway View Street, corazón del barrio de pensiones de Bangor. Al menos, estaba cerca de la estación principal, de la que salía el camión de la empresa todas las mañanas después de salir el sol. Desde la triste ventana de su habitación podía ver el lado del apuntalado terraplén por el que entraban los trenes de Belfast en la estación.

Había tenido que hacer varios intentos para conseguir una habitación. La mayoría de las casas con el rótulo de «Habitaciones» sobre el portal parecían estar al completo cuando él llamaba a la puerta. Pero era cierto que una gran cantidad de trabajadores temporeros acudían a la ciudad en pleno verano. Y también era verdad que Mrs. McGurk era católica y por esto tenía aún habitaciones libres.

Pasó la mañana del domingo trayendo sus cosas de Belfast; sobre todo, libros de texto de Medicina. Por la tarde, se tumbó en la cama y pensó en la luz brillante y dura que caía sobre los pardos montes de su Punjab natal. Dentro de un año, obtendría su título de médico, y, después de otro año trabajando como interno, volvería a su país para combatir las enfermedades de su propio pueblo. Tal era su sueño. Calculaba que este verano podría ganar el dinero suficiente para llegar a los exámenes finales y que, después, gozaría de un salario apropiado.

El lunes por la mañana, se levantó al sonar el despertador a las seis menos cuarto, se layó con agua fría y llegó al patio de la estación momentos después de las seis. Tenía tiempo de sobra. Encontró un café que abría temprano y tomó dos tazas de té negro. Su único tentempié. El destartalado camión, conducido por uno de los de la brigada de demoliciones, llegó a las seis y cuarto, y una docena de hombres se agruparon a su alrededor. Harkishan Ram Lal no sabía si debía acercarse a ellos y presentarse, o esperar a distancia. Esperó.

A las seis y veinticinco, llegó el capataz en su propio coche, aparcó éste en una calle lateral y se acercó al camión. Llevaba en la mano la lista de McQueen. Miró a los doce hombres, les reconoció y asintió con la cabeza. El indio se aproximó. El capataz le miró fijamente.

—¿Eres el morenito contratado por Mr. McQueen? —preguntó.

Ram Lal se detuvo en seco.

—Harkishan Ram Lal —dijo—. Sí.

No hacía falta preguntar a qué debía su apodo Big Billie Cameron. Medía casi uno noventa, descalzo; pero ahora calzaba unas enormes botas claveteadas y de puntera reforzada con acero. Unos brazos como troncos de árboles pendían de sus enormes hombros, y una mata de cabellos castaños oscuros coronaba su cabeza. Dos ojos pequeños y malévolos observaron, entre unas pálidas pestañas, al delgado y nervudo indio. Saltaba a la vista que no le complacía su presencia. Escupió en el suelo.

—Bueno, sube al maldito camión —dijo. Para el trayecto hasta el lugar del trabajo, Cameron se sentó en la cabina, que no estaba separada de la caja del camión, donde los doce obreros ocuparon los bancos de madera de ambos lados. Ram Lal se sentó junto a la tabla del fondo, al lado de un hombre menudo e impasible, de brillantes ojos azules, que resultó llamarse Tommy Burns. Parecía simpático.

—¿De dónde eres? —preguntó con genuina curiosidad.

—De la India —respondió Ram Lal—. Punjab.

—¿Qué?

Ram Lal sonrió.

—El Punjab es una parte de la India —indicó.

Burns reflexionó durante un rato. Al fin preguntó:

—¿Eres protestante o católico?

—Ninguna de ambas cosas —respondió Ram Lal, pacientemente—. Soy hindú.

—¿Quieres decir que no eres cristiano? —preguntó Burns, muy sorprendido.

—No. Yo profeso la religión hindú.

—¡Eh! —dijo Burns a los demás—. Este hombre no es cristiano.

Pero no pareció escandalizado; sólo curioso, como un niño que hubiese tropezado con un nuevo e intrigante juguete. Cameron volvió la cabeza.

—Sí —gruñó—. Es un pagano.

La sonrisa se desvaneció en el semblante de Ram Lal. Éste se quedó mirando fijamente la lona del costado del camión. Ahora estaban ya bastante al sur de Bangor, rodando por la carretera en dirección a Newtownards. Al cabo de un rato, Burns empezó a presentarle a los otros. Había un Craig, un Munroe, un Patterson, un Boyd y dos Brown. Ram Lal había estado en Belfast el tiempo suficiente para saber que aquellos apellidos eran de origen escocés, marbete de los duros presbiterianos que constituían la espina dorsal de la mayoría protestante en los Seis Condados. Aquellos hombres parecían amables y le saludaron con la cabeza.

—¿No traes la cesta del almuerzo, chico? —preguntó el viejo llamado Patterson.

—No —dijo Ram Lal—. Era demasiado temprano para pedirle a mi patrona que me preparase una.

—Tienes que almorzar —dijo Burns—, y también desayunar. El trabajo es duro.

—Compraré una cesta y mañana traeré comida —repuso Ram Lal.

Burns miró las botas ligeras y con suela de goma del indio.

—¿No habías hecho nunca esta clase de trabajo? —le preguntó.

Ram Lal meneó la cabeza.

—Necesitarás un par de botas pesadas. Para no estropearte los pies, ¿sabes?

Ram Lal prometió comprar también un par de botas pesadas, si encontraba un almacén abierto por la noche. Cruzaron Newtownards y siguieron hacia el Sur por la A21, en dirección a la pequeña población de Comber. Craig miró a Ram Lal.

—¿Cuál es tu verdadero oficio? —preguntó.

—Estudio Medicina en la Royal Victoria de Belfast —explicó Ram Lal—. Espero terminar el año próximo.

Tommy Burns estaba entusiasmado.

—Entonces, eres casi un médico de verdad —dijo—. ¡Eh, Big Billie! Si uno de nosotros sufre un accidente, el joven Ram podrá curarle.

Big Billie lanzó un gruñido.

—Lo que es a mí, no me pondrá un dedo encima —dijo.

Esto impidió que siguiese la conversación hasta llegar a la obra. El conductor se había desviado al noroeste de Comber y, después de rodar dos millas por la carretera de Dundonaid, torció por un camino a la derecha hasta detenerse donde terminaban los árboles y podía verse el edificio a demoler.

Era una grande y vieja destilería de whisky, una ruina larga y desigual. Había sido una de las dos destilerías de aquellos parajes que habían producido antaño buen whisky irlandés; pero hacía años que la habían cerrado. Se alzaba junto al río Comber, que había alimentado su rueda hidráulica al fluir de Dundonaid hacia Comber, para verter sus aguas en Strangford Lough. La malta llegaba en carretas tiradas por caballos y los barriles de whisky salían por el mismo camino. El agua dulce que impulsaba las máquinas servía también para las tinas. Pero ahora hacia años que la destilería estaba abandonada y vacía.

Desde luego, los niños del lugar habían irrumpido en ella y encontrado un sitio ideal para jugar. Hasta que uno había resbalado y se había fracturado una pierna. Entonces, el concejo del Condado la había inspeccionado y declarado su estado ruinoso, y el dueño había recibido una orden tajante de demolición.

El hombre, vástago de una antigua familia de hacendados que había conocido tiempos mejores, quería gastar lo menos posible en la obra. Entonces había intervenido McQueen. La demolición podía hacerse más de prisa, pero a mayor coste, con maquinaria pesada; Big Billie y su equipo lo harían con mazas y palancas de hierro. McQueen había incluso cerrado un trato para vender las mejores vigas y los cientos de toneladas de ladrillos viejos a un constructor aprovechado. A fin de cuentas, los ricos actuales querían que sus nuevas casas tuviesen «estilo», o sea, que pareciesen viejas. Por esto preferían los ladrillos blanqueados por el sol y las vigas antiguas auténticas para adornar las nuevas-viejas casas «solariegas» de los ejecutivos importantes. McQueen haría su agosto.

—Bueno, chicos —dijo Big Billie, mientras el camión emprendía la vuelta a Bangor—. Ya hemos llegado. Empezaremos con las tejas. Ya sabéis cómo hay que hacerlo.

El grupo de hombres se plantó al lado del montón de herramientas. Había grandes mazas con cabezas de 3 kilos; palancas de hierro de 2 m. de longitud y más de 2,5 cm. de grueso; barras de hierro de un metro de largo, con la punta encorvada y hendida, para arrancar clavos; martillos de mango corto y pesada cabeza, y varias clases de sierras. Las únicas medidas de seguridad eran los cinturones con ganchos y las largas cuerdas. Ram Lal contempló el edificio y tragó saliva. Tenía una altura de cuatro pisos, y él odiaba las alturas. Pero los andamiajes eran caros.

Uno de los hombres se dirigió al edificio sin que nadie se lo ordenase, agarró una puerta de tablas, la arrancó como si fuese un naipe y encendió una fogata. Otro trajo agua del río en una olla y la puso a hervir para hacer té. Todos tenían tazas esmaltadas, a excepción de Ram Lal. Éste tomó también nota de que tenía que comprar una taza. Iba a ser un trabajo entre polvo, que daría mucha sed. Tommy Burns apuró su taza, volvió a llenarla y la ofreció a Ram Lal.

—¿Tenéis té en la India? —preguntó.

Ram Lal tomó la taza. El té .estaba previamente mezclado, era dulce y grisáceo. Lo aborreció.

Aquella primera mañana, trabajaron encaramados en el tejado. No había que conservar las tejas; por consiguiente, las arrancaban a mano y las arrojaban al suelo, lejos del río. Había una ordenanza que prohibía arrojar cascotes al río. Por esto tenían que hacerlo hacia el otro lado del edificio, sobre las altas hierbas, los matorrales, las retamas y las aulagas que cubrían la zona alrededor de la destilería. Los hombres estaban atados con cuerdas los unos a los otros, a fin de que, si uno se soltaba y empezaba a resbalar por el tejado, el más próximo a él pudiese sostenerle. A medida que quitaban las tejas, aparecían grandes boquetes entre las vigas. Debajo estaba el suelo de la planta superior, que había sido almacén de malta.

A las diez, bajaron por la desvencijada escalera interior para desayunar sobre la hierba con otra olla de té. Ram Lal no desayunó. A las dos, interrumpieron el trabajo para almorzar. Los hombres echaron mano a sus gordos bocadillos. Ram Lal se miró las manos. Tenían varios cortes y sangraban. Los músculos le dolían y tenía un hambre atroz. Tomó nota, mentalmente, de que debía comprar unos guantes gruesos de trabajo.

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