Sólo tardó diez minutos en convencerse de que todo estaba en orden —licencia, seguro, manifiesto de la carga, comprobante de pago del impuesto, permisos, etcétera—, de que se habían cumplido todos los requisitos necesarios para el transporte de mercancías de un país a otro, incluso dentro del Mercado Común. Estaba a punto de devolverle todos los papeles a Clarke cuando algo le llamó la atención.
—¡Eh! ¿Qué diablos es eso? —preguntó. Clarke siguió la dirección de su mirada y vio, debajo de la sección de la cabina del camión, una mancha de aceite que se extendía continuamente. El aceite goteaba de alguna parte próxima al eje de atrás de la sección.
—¡Jesús! —exclamó, desesperado—. Parece de la caja del diferencial.
El aduanero llamó a un colega más antiguo, al que conocía Clarke, y los dos hombres se agacharon para ver de dónde salía el aceite. Se había derramado ya más de dos cuartillos y había que esperar que seguirían otros tres. El viejo aduanero se levantó.
—Con eso no irías muy lejos —dijo, y, dirigiéndose a su compañero más joven, añadió—: Haz pasar a los otros rodeándolo.
Clarke se arrastró debajo del vehículo para observar más de cerca. Desde el motor, bajaba el árbol de transmisión que se introducía en la caja de acero del diferencial. Dentro de esta caja, la fuerza del árbol giratorio era transmitida lateralmente al eje posterior, empujando de este modo el camión hacia delante. Esto se realizaba mediante una compleja combinación de ruedas dentadas dentro de la caja, y las ruedas giraban permanentemente en un baño de aceite lubricante. Sin este aceite, las ruedas se agarrotarían dentro de muy poco. La parte delantera de la caja de acero se había rajado.
Sobre el eje había una placa articulada en la que descansaba la parte remolcada del camión, que era la de la carga. Clarke salió de debajo del vehículo.
—La rotura es completa —dijo—. Tendré que llamar a la oficina. ¿Puedo usar el teléfono?
El aduanero veterano señaló con la cabeza el despacho de paredes de cristal y se dirigió a examinar los otros camiones. Algunos conductores sacaron la cabeza de sus cabinas y dedicaron groseros comentarios a Clarke, mientras éste iba a telefonear.
Pero no había nadie en la oficina de Dublín. Era la hora del almuerzo. Clarke se quedó en el cobertizo de la Aduana, haciendo tiempo, mientras los últimos turismos salían para dirigirse al interior de la isla. A las tres, consiguió ponerse al habla con el director gerente de «Tara Transportation» y le explicó el problema. El hombre lanzó una maldición.
—Yo no puedo arreglar esto —dijo a Clarke—. Tendré que acudir a la agencia principal de «Volvo Trucks». Llámeme dentro de una hora.
A las cuatro, no había aún noticias, y a las cinco, los aduaneros dijeron que iban a cerrar, puesto que había llegado ya el último ferry del día, procedente de Fishguard. Clarke telefoneó de nuevo, para decir que pasaría la noche en Rosslare y volvería a llamar dentro de una hora. Uno de los aduaneros tuvo la amabilidad de llevarle a la ciudad y mostrarle una pensión donde podía dormir y desayunar. Clarke decidió pernoctar allí.
A las seis, los de la oficina le dijeron que tendrían la pieza de recambio a las nueve de la mañana siguiente y que la enviarían con un mecánico de la compañía en una furgoneta. El hombre se reuniría con él al mediodía. Clarke telefoneó a su esposa para decirle que llegaría con veinticuatro horas de retraso; después, tomó el té y se dirigió a un pub. En la Aduana, a tres millas de allí, el camión de «Tara», con sus colores distintivos verde y blanco, permanecía silencioso y solo, sobre un charco de aceite.
El día siguiente, Clarke se levantó tarde, a las nueve. Llamó a la oficina a las diez, y le dijeron que tenían la pieza de recambio y que la furgoneta saldría dentro de diez minutos. A las once, regresó al muelle, gracias a un voluntario que se avino a llevarle. La compañía cumplió puntualmente su palabra, y la furgoneta, conducida por el mecánico, rodó por el muelle y entró en el cobertizo de la Aduana a las doce. Clarke la estaba ya esperando.
El vivaracho mecánico se deslizó debajo del vehículo como un hurón, y Clarke oyó que rezongaba. Cuando volvió a salir, estaba ya pringado de aceite.
—La pieza delantera está partida —dijo, innecesariamente—. Completamente partida.
—¿Cuánto tardará? —preguntó Clarke.
—Si me echa una mano, le sacaré del atolladero en una hora y media.
Tardaron un poco más. Primero, tuvieron que enjugar el charco de aceite, y cinco cuartillos no son grano de anís. Después, el mecánico cogió una pesada llave inglesa y desenroscó cuidadosamente los grandes tornillos que sujetaban la pieza delantera a la parte principal de la caja del diferencial. Hecho esto, retiró los dos semiejes y empezó a aflojar el árbol de transmisión. Clarke estaba sentado en el suelo, observándole, y, de vez en cuando, le pasaba la herramienta que pedía el mecánico. Los aduaneros les observaban a los dos. Nunca ocurre gran cosa en la Aduana, en los intermedios entre las llegadas de los barcos.
La pieza rota salió en pedazos poco antes de la una. Clarke empezaba a tener hambre y de buen grado habría ido a almorzar en el café de la carretera; pero el mecánico quería acabar de prisa. En el mar, el
St. Patrick
, hermano pequeño del
St. Kilian
, se movía en el horizonte con rumbo a Rosslare.
El mecánico empezó a repetir la operación a la inversa.
Colocó la nueva pieza, fijó el árbol de transmisión y empalmó los semiejes. A la una y media, el
St. Patrick
era claramente visible en el mar para quien quisiese observarlo.
Uno de ellos era Murphy. Yacía de bruces sobre las secas hierbas, en lo alto de un terreno ligeramente elevado detrás del puerto, invisible para quien estuviese a más de cien metros de distancia. Más cerca, no había nadie. Con sus gemelos de campaña, seguía el movimiento del barco que se acercaba.
—Ahí está —dijo—. A la hora exacta. Brendan, un hombre vigoroso, tumbado a su lado entre las altas hierbas, lanzó un gruñido.
—¿Crees que resultará, Murphy? —preguntó.
—Claro que sí —dijo Murphy—. Lo he proyectado como una operación militar. No puede fallar.
Un delincuente más profesional habría dicho a Murphy, traficante de chatarra en general, y de coches «transformados» en particular, que se salía un poco de su terreno con esta operación; pero Murphy había gastado varios cientos de libras de su bolsillo en el montaje, y no estaba dispuesto a rajarse. Siguió observando el transbordador que se acercaba.
En el cobertizo, el mecánico apretó el último tornillo de la pieza nueva, salió de debajo del camión, se levantó y se estiró.
—Ya está —dijo—. Ahora, echaremos cinco cuartillos de aceite y podrá salir pitando.
Desenroscó una pequeña tuerca en un lado de la caja del diferencial, mientras Clarke iba a buscar una lata de aceite y un embudo en la furgoneta. Fuera, el
St. Patrick
arrimó delicadamente la proa al muelle y fue amarrado. Se abrieron las puertas y descendió la rampa.
Murphy, sosteniendo firmemente los gemelos, observó el negro agujero en la proa del
St. Patrick
. El primer camión que salió era de color pardo oscuro y sus rótulos estaban en francés. El segundo en sa lir a la luz del sol de la tarde resplandecía con sus colores blanco y verde esmeralda. En el costado del remolque aparecía la palabra «TARA» en grandes caracteres verdes. Murphy exhaló despacio el aire de sus pulmones.
—Ahí está —susurró—. Ése es nuestro pequeño.
—¿Vamos ya? —preguntó Brendan, que podía ver muy poco sin gemelos y empezaba a aburrirse.
—No tenemos prisa —dijo Murphy—. Esperaremos a que salga del cobertizo.
El mecánico apretó la tuerca del paso del aceite y se volvió a Clarke.
—Ahí lo tiene —indicó—, listo para emprender la marcha. En cuanto a mi, voy a lavarme. Probablemente le adelantaré en la carretera de Dublín.
Volvió a meter la lata de aceite y todas sus herramientas en la furgoneta, buscó un frasco de detergente líquido y se dirigió al lavabo. El otro camión de «Tara Transportation» llegó del muelle y entró en el cobertizo. Un aduanero le hizo señal de que se colocase junto a su compañero, y el conductor bajó de la cabina.
—¿Qué diablos te ha pasado, Liam? —preguntó.
Clarke se lo explicó. Un aduanero se acercó a revisar los papeles del recién llegado.
—¿Puedo marcharme? —preguntó Clarke.
—Váyase de una vez —dijo el aduanero—. Ya ha ensuciado bastante este lugar.
Por segunda vez en veinticuatro horas, Clarke subió a la cabina, puso el motor en marcha y soltó el freno. Saludó con la mano a su colega, metió la marcha y salió del cobertizo a la luz del sol.
Murphy sujetó con más fuerza los gemelos al salir el camión por el lado de tierra del cobertizo.
—Ya le han despachado —dijo a Brendan—. Sin complicaciones. ¿Lo ves?
Pasó los gemelos a Brendan, que se deslizó hasta el borde de la elevación y miró hacia abajo. A una distancia de quinientas yardas, el camión iniciaba las curvas que le alejaban del muelle y le llevaban a la carretera de la ciudad de Rosslare.
—Lo veo —dijo.
—Ahí van setecientas cincuenta cajas del mejor coñac francés —dijo Murphy—. Esto equivale a nueve mil botellas. Se vende a más de diez libras, la botella, al detall, y a mí me darán cuatro. ¿Qué te parece?
—Es mucho licor —repuso ansiosamente Brendan.
—Es mucho dinero ¡estúpido! —exclamó Murphy—. Bueno, vamos allá.
Los dos hombres se deslizaron de la altura y corrieron agachados hasta el sitio donde estaba aparcado su coche, en un arenoso camino inferior.
Cuando retrocedieron hasta el punto donde el camino confluía con la carretera del muelle a la población, sólo tuvieron que esperar unos segundos a que el camión de Clarke pasara zumbando por delante de ellos. Murphy sacó su «Ford Granada» negro, robado dos días antes y provisto de falsas placas de matrícula, y empezó a seguir al camión.
Éste no se detenía; Clarke quería llegar pronto a casa. Cuando cruzó el puente sobre el Slaney y, al salir de Wexford, se dirigió al Norte por la carretera de Dublín, Murphy resolvió que podía hacer su llamada telefónica.
Había visitado anteriormente la cabina y extraído el diafragma del auricular para asegurarse de que nadie lo estaría empleando cuando llegase él. Efectivamente, no había nadie. Pero alguien, enfurecido por la inutilidad del aparato, había arrancado el cable de su base. Murphy lanzó una maldición y reemprendió la marcha. Encontró otra cabina junto a una estafeta de correos, al norte de Enniscorthy. Al frenar, el camión que le precedía se perdió de vista.
La llamada iba dirigida a otra cabina de la carretera, al norte de Gorey, donde esperaban otros dos miembros de su pandilla.
—¿Dónde diablos te has metido? —preguntó Brady—. Hace más de una hora que espero aquí con Keogh.
—No te preocupes —dijo Murphy—. Está en camino, según el horario previsto. Tomad posiciones detrás de los matorrales de la zona de aparcamiento y esperad a que se detenga y baje del camión.
Colgó y arrancó de nuevo. Con su mayor velocidad, alcanzó al camión antes del pueblo de Ferns y le siguió al salir nuevamente a la carretera. Antes de llegar a Camolin, se volvió a Brendan.
—Ya es hora de que nos convirtamos en agentes de la ley y el orden —dijo.
Salió una vez más de la carretera y se introdujo en un camino vecinal que había estudiado en su anterior misión de reconocimiento. Estaba desierto.
Los dos hombres se apearon y sacaron una maleta del asiento de atrás. Se quitaron los blusones y sacaron dos guerreras de la maleta. Ambos llevaban ya zapatos, calcetines y pantalones negros. Al quitarse los blusones, resultó que llevaban también camisa azul y corbata negra, como es de reglamento en los policías. Las guerreras completaron el disfraz. Ambos llevaban la insignia de la Garda, la Policía irlandesa. Se calaron sendos gorros, que llevaban también en la maleta.
Lo último que contenía ésta eran dos rollos de tela adhesiva negra de plástico. Murphy los desenrolló, desprendió el revestimiento de paño y los extendió cuidadosamente con las manos, sobre cada una de las portezuelas delanteras del «Granada». El plástico negro se confundía con la pintura negra del automóvil. En cada uno de los trozos aparecía la palabra GARDA, en caracteres blancos. Cuando robaron el coche, Murphy escogió deliberadamente un «Granada» negro, porque era el tipo más corriente de coche patrulla de la Policía.
Brendan sacó del portaequipajes el último adminículo, un bloque triangular de 0,5 m. de longitud en la base. Esta base estaba provista de dos potentes imanes que sujetaron firmemente el bloque sobre el techo del automóvil. Delante y detrás del triángulo, aparecía también la palabra GARDA, impresa en las láminas de vidrio. No llevaba ninguna bombilla para iluminar el rótulo, pero, ¿quién repararía en ello a la luz del día?
Cuando los dos hombres subieron al coche e hicieron marcha atrás en el camino, cualquier observador casual los habría tomado por un par de policías de tráfico. Ahora conducía Brendan, con el «sargento» Murphy sentado a su lado. Alcanzaron al camión cuando éste esperaba ante un semáforo, en la población de Gorey.
Al norte de Gorey, entre la antigua ciudad-mercado y Arkiow, hay un nuevo trecho de carretera con doble carril en ambas direcciones, y en su mitad, en dirección Norte, hay una zona de aparcamiento. Éste era el lugar que había elegido Murphy para su emboscada. En el momento en que la columna retenida por el camión entró en el trecho de doble carril, los otros conductores adelantaron alegremente al camión y Murphy consiguió lo que quería. Bajó el cristal de la ventanilla y dijo «Ahora» a Brendan.
El «Granada» avanzó suavemente hasta colocarse al lado de la cabina del camión y se mantuvo a su altura. Clarke miró hacia abajo y vio, a su lado, un coche de la Policía y un sargento que le hacía señas. Bajó el cristal de la ventanilla.
—Ha pinchado el neumático de atrás —gritó Murphy, para hacerse oír a pesar del viento—. Deténgase en el aparcamiento.
Clarke miró hacia delante, vio el rótulo con una P grande en la orilla de la carretera, asintió con la cabeza y redujo la marcha. El coche de la Policía le adelantó, entró en la zona de aparcamiento y se detuvo. El camionero lo siguió y se detuvo detrás del «Granada». Clarke se apeó.
—Es la rueda de atrás —dijo Murphy—. Sígame.