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Authors: Frederik Pohl

El Encuentro (41 page)

BOOK: El Encuentro
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—¿Que intente dar con él? ¿Y cómo lo busco?

Se oyó algo así como un suspiro.

—Bueno, hay una estratagema que puedes probar, Robin. No puedo decirte ni arriba ni abajo ni a ese lado, porque me imagino que no cuentas todavía con puntos de referencia...

—¡Condenadamente cierto!

—Ya. Pero existe un viejo truco que usan los domadores de fieras para conseguir que los animales ejecuten maniobras complicadas que no entienden. Incluso hubo un mago que solía hacer bajar un perro hasta los espectadores, elegir una persona cualquiera a la que extraía un objeto cualquiera y...

—¡Albert —le rogué—, no es éste el momento de que me cuentes anécdotas largas y fuera de lugar!

—No, no se trata de una anécdota. Es un experimento psicológico. Con perros funciona bien... Que yo sepa no ha sido jamás probado en seres humanos adultos, pero vamos a ver. Esto es lo que vas a hacer. Empieza a moverte en cualquier dirección. Si es una buena dirección, ya te diré yo que sigas. Cuando deje de decírtelo, dejas de hacer lo que estés haciendo. Busca. Prueba cosas diferentes. Cuando lo que estés haciendo, o la dirección que hayas tomado, sea lo correcto, te lo haré saber. ¿Puedes hacer lo que te digo?

—¿Y me darás una galleta cuando lo haga bien, Albert? —le pregunté.

Una risa sofocada.

—Una galleta no, pero su equivalente electrónico puede que sí, Robin. Ahora, ponte a buscar.

¡Que empezara a buscar! ¿Pero cómo? Claro que no tenía sentido hacerse semejante pregunta, ya que si Albert hubiera sido capaz de darme un «Cómo», no habría tenido necesidad de intentar conmigo un truco de amaestrador de perros. Así que empecé... a buscar cosas.

No sé decir con exactitud qué es lo que estuve haciendo. En todo caso, lo que puedo hacer es facilitar una analogía. Cuando iba a la escuela, en la clase de ciencias nos enseñaron un scanner de electroencefalogramas, y nos enseñaron como todos nuestros cerebros emiten ondas Alfa. Según decían, era posible conseguir que las ondas se hicieran mayores y más veloces —aumentar su frecuencia y su amplitud— pero no había manera de decir cómo. Lo hicimos por turnos, éramos todos críos, y todos logramos acelerar el sinuoso trazo de la pantalla, pero no hubo dos que para lograrlo hubieran hecho la misma cosa. Uno dijo que había contenido la respiración; otro, que había tensado los músculos; otro dijo que había pensado en comida, y otro que había hecho como si gritara pero sin abrir la boca. Ninguno había hecho nada de todo aquello. Y sin embargo, había funcionado; lo que yo estaba haciendo tampoco era real, porque no tenía nada real con que hacerlo.

Pero me moví. No sé cómo, pero me moví. Y todo el rato la voz de Albert iba diciendo:

—No, no, no, no, no, así no, no, no...

Y de pronto:

—¡Sí! ¡Sí, Robín, sigue así!

—¡Estoy siguiendo!

—No hables, Robín. Limítate a seguir. Sigue. Siguesiguesiguesigue... ¡No! ¡Párate!

—No.

—No.

—No.

—No. ¡Sí! ¡Siguesiguesiguesigue! ¡No!... ¡Sí! Sigue. ¡Párate! Es ahí, Robín. Ese es el volumen que debes abrir.

—¿Aquí? ¿Eso de ahí? Pero esa voz parece...

Me detuve. No pude continuar. Bien, yo ya había aceptado el hecho de que estaba muerto, que no era nada más que electrones en una cinta de datos, capaz de comunicarme únicamente con el almacenaje mecánico de datos o con personalidades no vivas como Albert.

—¡Abre el volumen! —me ordenó— ¡Deja que te hable!

Pero ella no necesitaba su permiso.

—Hola, Robín, cariño —dijo la voz no viviente de mi querida esposa Essie, extraña, forzada, pero no cabía la menor duda de que era su voz—. ¿Te gusta el sitio en el que estás ahora?

Estoy convencido de que nada, ni siquiera la aceptación de mi propia muerte, me ha producido un shock semejante al de encontrar a Essie entre los difuntos.

—¡Essie! —exclamé— ¿Qué te ha pasado?

E, inmediatamente, la voz de Albert, solícita, a mi lado:

—Se encuentra perfectamente, Robin, no está muerta.

—Pero... ¡Tiene que estarlo! ¡Está aquí!

—No, mi querido muchacho, en realidad no está aquí —me explicó Albert—. Su libro está aquí porque ella misma se registró parcialmente como parte de los experimentos del proyecto Vida Nueva. Y en parte, también, de los experimentos que han conducido a mi estado actual.

—¡Bastardo, me habías dejado creer que había muerto!

—Robin —me dijo con gentileza—, tienes que acabar de una vez con esa obsesión humana por la biología. ¿Crees que realmente importa el que su metabolismo siga operando a nivel orgánico, además de la versión que hay de ella registrada aquí dentro?

Aquella extraña voz de Essie terció en aquel momento:

—Ten paciencia, Robin, mi amor. Ten calma. Todo se va a arreglar.

—Lo dudo muy seriamente —dije con amargura.

—Confía en mí, Robin —me susurró—. Escucha a Albert. Él te dirá lo que tienes que hacer.

—Lo más duro ha pasado ya —me tranquilizó Albert—. Espero que me perdones todos los traumas por los que te he hecho pasar, pero eran necesarios... eso creo.

—Así que eso crees, ¿eh?

—Sí, Robin, sólo lo creo, porque esto no se había hecho antes y estamos dando muchos palos de ciego. Sé que ha sido una impresión para ti encontrarte con el análogo de la señora Broadhead registrado aquí dentro, pero eso va a prepararte para cuando te encuentres con ella en carne y hueso.

Si hubiera tenido un cuerpo con que hacerlo, me hubiera sentido tentado de darle un puñetazo... De haber tenido Albert algo donde ser golpeado.

—¡Estás aún más loco que yo! —le grité.

Una risa ahogada.

—Más loco, no, Robin. Tan sólo igual de loco. Vas a poder verla y hablar con ella, de la misma manera que tú lo hacías conmigo mientras estuviste... vivo. Te lo prometo, Robin, va a funcionar... eso creo.

—¡Pues yo no!

Una pausa.

—No es fácil —concedió—, pero míralo así: yo puedo. ¿O es que no crees que vas a poder hacerlo mejor que un simple programa computerizado como yo?

—¡No intentes provocarme, Albert! Comprendo lo que me dices. Crees que voy a poder manifestarme yo mismo como un holograma y comunicarme con personas vivas en el tiempo real. ¡Pero es que no sé cómo!

—No, todavía no, Robin, ya que esas capacidades aún no están incluidas en tu programa. Pero puedo enseñarte cómo hacerlo. Te manifestarás, quizá no con la agilidad y la gracia con que yo lo hago —se jactó—, pero al menos se te reconocerá. ¿Listo para aprender?

Y la voz de Essie, o mejor dicho, esa copia degradada de la voz de Essie, susurró:

—Hazlo, por favor, Robin, porque te estoy esperando impaciente.

¡Qué agotador es nacer! Agotador para el recién nacido, y más agotador todavía para el estudiante en prácticas que no experimenta el parto pero que tiene que soportar todos los lamentos.

Lamentos que eran interminables y que espoleaban las constantes recomendaciones de mis dos comadronas.

—Puedes hacerlo —prometía la copia de Essie a uno de mis lados (admitamos de momento que yo tuviera «lados»).

—Es más fácil de lo que parece —confirmaba, al otro lado, la voz de Albert.

No había en todo el universo dos personas cuyas palabras creyera yo más a pie juntillas. Pero había echado mano de toda mi capacidad de confiar; no me quedaba ya más, y estaba muerto de miedo. ¿Que era fácil? Más bien era absurdo.

Porque me encontré viendo el camarote tal y como lo había estado viendo Albert todo el rato. Carecía de la perspectiva de dos ojos con los que enfocar mi visión y de dos oídos localizados en dos lugares concretos del espacio. Lo veía y lo oía todo a un tiempo. Hace mucho, el pintor aquel, Picasso, pintó cuadros así, con los elementos dispuestos en un orden aleatorio. Estaban todos, pero esparcidos y combinados de tal modo que no había una forma principal que se distinguiera, sino una especie de mosaico de piezas medio escondidas. Había recorrido junto a Essie la Tate y el Metropolitan para ver esas pinturas, y llegué a encontrar placer al verlas; algunas me parecieron hasta interesantes. Pero ver el mundo real descoyuntado de semejante manera, como piezas en una cadena de ensamblaje... eso no era interesante en absoluto.

—Déjame que te ayude —me susurró el análogo de Essie—. ¿Me ves allí, Robin? ¿Dormida en la cama? He estado sin dormir muchos días, Robin, transfiriendo tu antiguo receptáculo corporal en tu nuevo molinete, y claro, ahora estoy agotada; mira, acabo de rascarme la nariz con la mano. ¿Ves la mano? ¿Ves la nariz? ¿Me reconoces? —A continuación, una carcajada sofocada—. Claro que me reconoces, Robin, porque ésa de ahí soy yo.

23
FUERA DEL ESCONDITE HEECHEE

Había también que pensar en Klara, de haber estado entonces en condiciones de pensar en ella sin más, y no sólo en Klara sino también en Wan (aunque, francamente, éste apenas lo merecía), y también en el Capitán y sus Heechees, quienes se merecían, realmente, tanta atención como uno pudiera dedicarles. Pero en aquellos momentos, ni eso sabía. Me había ampliado, de acuerdo, pero no era mucho más inteligente.

Y, por lo demás, tenía mis propios problemas en los que pensar, aunque si el Capitán y yo nos hubiéramos conocido ya y hubiésemos podido comparar, habría resultado interesante ver de quién eran los problemas más graves. Seguramente habría habido un empate. Los problemas de ambos estaban, simple y sencillamente, fuera de escala, eran demasiado grandes como para resolverlos.

La proximidad física de sus dos cautivos humanos era uno de los problemas del Capitán. Para su olfato, hedían. Físicamente, eran repelentes. La línea de sus figuras quedaba estropeada por la grasa, fofa o compacta, vibrante, y por la carne acombada. Los únicos Heechees que habían llegado a ofrecer un aspecto tan desagradable, habían sido los pocos que habían muerto de una de las enfermedades degenerativas más horrendas que su raza había conocido nunca. Pero ni siquiera en esos casos el hedor había resultado tan insoportable. El aliento humano olía al rancio de los alimentos en putrefacción. Las voces humanas rascaban como las sierras eléctricas. Al Capitán le produjo dolor de garganta el tratar de pronunciar las gruñentes y zumbonas sílabas de su pobre lengua.

Desde el punto de vista del Capitán, sus cautivos eran desagradables sin más, y no solamente porque se negaran, simple y llanamente, a entender la mayor parte de las cosas que él intentaba decirles. Cuando intentó darles a entender lo cerca que habían estado de poner en peligro sus vidas —por no mencionar las vidas de los Heechees allá en su escondrijo— la primera pregunta que se les ocurrió plantearle fue: «¿Sois Heechees?»

A pesar de todos sus problemas, al Capitán le quedó espacio para irritarse al oír aquello. (De hecho, se trataba de la misma irritación que habían experimentado la gente del velero al enterarse de que los Heechees les llamaban «los habitantes del fango». El Capitán lo sabía, pero no pensó en ellos).

—¡Heechees! —gruñó, y a continuación encogió su abdomen con indiferencia—. Sí. Da igual. Permaneced en silencio. Estaos quietos.

—¡Puf! —masculló Narizblanca, refiriéndose a más cosas que al simple hedor físico.

El Capitán le miró y después se volvió a Ráfaga.

—¿Has dispuesto ya de su nave? —le preguntó.

—Por supuesto —contestó Ráfaga—. Está de camino hacia un puerto de espera, pero ¿y el kugelblitz? (Por descontado, él no lo llamó kugelblitz.)

El Capitán arrugó su abdomen con morosidad. Estaba cansado. Todos estaban cansados. Llevaban varios días operando al límite de sus capacidades y empezaban a evidenciar los efectos. El Capitán intentó poner sus pensamientos en orden. El velero había sido puesto ya fuera de la vista. A los dos errabundos seres humanos habían conseguido sacarlos de las proximidades de aquel el más terrible de los peligros, el kugelblitz, y su nave, en conducción automática, había sido puesta a buen recaudo. Hasta ese punto, lo sabía con certeza, había hecho tanto como se hubiera podido esperar de él. Y no había sido sin pagar por ello, pensó, acordándose con pena de Dosveces; le resultaba incluso difícil de creer que, de haber seguido las cosas el curso normal, hubiera podido llegar a disfrutar de su amor anual.

Pero con sólo aquello no bastaba.

Era completamente posible, reflexionó, que, llegados a aquel punto, ya nada de nada resultara bastante; podía muy bien ser demasiado tarde para que él o la entera raza Heechee pudieran ya hacer algo. Pero eso, él no podía aceptarlo. Mientras quedara alguna esperanza, tenía que actuar.

—Pasadme las cartas de navegación de su nave —ordenó, y se volvió una vez más a los descarnados y toscos corpachones balbuceantes que había capturado. Habiéndoles como si fueran dos niños, les dijo—: Mirad esta carta.

Era una de las preocupaciones menos importantes en la situación en que el Capitán se encontraba, el que el individuo más delgado, y por tanto menos físicamente repulsivo, fuera también el más desagradable.

—Estáte quieto, tú —ordenó mostrándole a Wan un fino puño; sus delirios habían casi llegado a desatarse más que los de la hembra—. ¡Tú! ¿Sabes lo que es esto?

Por lo menos, la hembra tenía el buen juicio de hablar despacio. Sólo fueron necesarias unas pocas repeticiones antes de que él entendiera la respuesta de Klara:

—Es el agujero negro que íbamos a visitar.

El Capitán se estremeció.

—Sí, exactamente —dijo, tratando de articular las consonantes poco familiares.

Ráfaga les iba traduciendo a los demás, y podía ver cómo se les crispaban los tendones a causa de la impresión. El Capitán escogió cuidadosamente sus palabras, deteniéndose para comprobarlas con las mentes de sus ancestros, para estar seguro de que eran las adecuadas.

—Escuchad con atención —les dijo—. Esto es muy peligroso. Hace mucho, mucho tiempo, descubrimos que una raza de Asesinos había destruido todas las civilizaciones tecnológicamente avanzadas del universo... al menos, las de nuestra galaxia y las de las galaxias más próximas...

Bueno, la cosa no fue tan deprisa. El Capitán tuvo que repetir y repetir, en ocasiones, hasta una docena de veces una misma palabra, antes de que las balbucientes criaturas dieran señales de haber cogido la idea de lo que quería darles a entender. Mucho antes de que acabara, la garganta le ardía, y el resto de su tripulación, a pesar de saber tan bien como él la gravedad de los peligros en cuestión, dormitaba abiertamente. Pero él no se detuvo. La carta de navegación de la pantalla, con sus vórtices de energía arracimados y su quíntuple señal de peligro, no le permitió la menor dilación.

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