Read El enemigo de Dios Online
Authors: Bernard Cornwell
—Los cinco panes y los dos peces —terció Igraine rápidamente—. El hermano Derfel pensaba que podían ser cinco peces y dos panes, pero estoy segura de que no, ¿me equivoco, lord obispo?
—Mi señora tiene toda la razón —dijo Sansum—. El hermano Derfel no es buen cristiano. ¿Cómo puede un hombre tan ignorante escribir el evangelio para los sajones?
—Sólo con vuestro amoroso apoyo, lord obispo —replicó Igraine— y, naturalmente con el de mi esposo. ¿O debo decirle al rey que os oponéis a él en esta nimiedad sin trascendencia?
—Si lo hicierais serías culpable de la mayor falsedad —mintió Sansum, hábilmente manipulado por mi inteligente reina—. He venido a deciros, señora, que vuestros lanceros opinan que deberíais partir. El cielo amenaza nieve.
Igraine recogió la bolsa de pergaminos y me dedicó una sonrisa.
—Nos veremos cuando cese la nieve, hermano Derfel.
—Ruego porque llegue el momento, señora.
Sonrió de nuevo y pasó ante el santo, que permaneció semiinclinado hasta que ella salió por la puerta. Pero, tan pronto como ella desapareció, se enderezó y me miró fijamente. Los mechones que le sobresalen por encima de las orejas, y que nos hicieron llamarlo señor de los ratones, se han tornado blancos, pero la edad no ha ablandado al santo. Aún es capaz de erizarse en vituperios, y el dolor que le produce orinar sólo consigue agriarle el temperamento.
—En el infierno hay un rincón especial, hermano Derfel —me dijo entre dientes— para los que cuentan mentiras.
—Rogaré por esas pobres almas, señor —dije y, dándole la espalda, mojé esta pluma en tinta para proseguir con el relato de Arturo, mi señor de la guerra, mi hacedor de la paz y mi amigo.
Los años que siguieron fueron de gloria. Igraine, que escucha en exceso a los poetas, los llama Camelot. Nosotros no. Fueron los años del mejor gobierno de Arturo, cuando dio forma a un país según sus deseos, cuando Dumnonia estuvo más cerca de su idea de una nación en paz consigo misma y con sus vecinos; pero, al mirar atrás nos parecen mucho mejores de lo que fueron, sólo porque los que siguieron fueron mucho peores. Quien escuche los relatos que se cuentan por la noche al amor de la lumbre pensará que construimos una Britania enteramente nueva, llamada Camelot y poblada de brillantes héroes, pero la realidad es que, sencillamente, gobernamos Dumnonia de la mejor forma que supimos, con justicia, y jamás la llamamos Camelot. Ni siquiera había oído tal nombre hasta hace un par de años. Camelot sólo existe en las visiones dé los poetas, pero en verdad, en nuestra Dumnonia, incluso durante aquellos años buenos, las cosechas seguían perdiéndose, la peste nos asolaba y las guerras nos diezmaban.
Ceinwyn acudió a Dumnonia; nuestro primer hijo nació en Lindinis. Fue una niña y la llamamos Morwenna, como la madre de Ceinwyn. Nació con el cabello oscuro pero, al cabo de un tiempo, se le tornó claro como el oro, igual que el de su madre. Mi preciosa Morwenna.
El tiempo hubo de dar la razón a Merlín con respecto a Ginebra pues, poco después de que Lancelot estableciera su nuevo gobierno en Venta, se mostró hastiada de su nuevo palacio de Lindinis. Dijo además que resultaba muy frío en invierno y excesivamente húmedo, pues quedaba a merced de los vientos provenientes de los pantanos que rodeaban Ynys Wydryn; súbitamente, no podía conformarse con nada que no fuera regresar nuevamente al antiguo palacio de invierno de Uther en Durnovaria. No obstante, Durnovaria estaba casi tan alejada de Venta como la propia Lindinis; así pues, Ginebra convenció a Arturo de la necesidad de preparar una casa para el lejano día en que Mordred se convirtiera en rey y, por derecho real, exigiera la devolución del palacio de invierno. Finalmente, Arturo dejó la elección en manos de Ginebra. Arturo soñaba con una construcción sólida rodeada de una empalizada, con cuadras y graneros, pero Ginebra encontró una villa romana al sur de la fortaleza de Vindocladia, situada, tal como previera Merlín, en la frontera entre Dumnonia y el nuevo reino de Lancelot. La villa se levantaba sobre una loma, dominando una ría marina, y Ginebra le dio el nombre de palacio del mar. Un hormiguero de albañiles comenzó a renovar la residencia que Ginebra llenó de estatuas, las que antes habían adornado Lindinis. Incluso hizo levantar el mosaico del salón de la entrada de Lindinis para llevarlo a la nueva casa. Durante un tiempo, a Arturo le preocupaba la proximidad del palacio del mar a las tierras de Cerdic, pero Ginebra insistió en que la paz lograda en Londres sería duradera y Arturo, que comprendió lo mucho que a ella le complacía aquel lugar, cedió. Nunca le importó dónde estuviera su casa, pues rara vez se hallaba en ella. Le gustaba ir de acá para allá visitando todos los rincones del reino de Mordred.
El propio Mordred se trasladó al saqueado palacio de Lindinis y Ceinwyn y yo, como teníamos su tutela, también nos instalamos allí, junto con sesenta lanceros, diez jinetes mensajeros, dieciséis cocineras y veintiocho esclavos domésticos. Teníamos un mayordomo, un chambelán, un bardo, dos cazadores, un destilador de hidromiel, un halconero, un médico, un ujier, un antorchero mayor y seis cocineros, cada cual con sus esclavos; además de los esclavos de la casa había otro nutrido grupo que trabajaba las tierras, desmochaba los árboles y mantenía los canales bien drenados. Alrededor del palacio se desarrolló una pequeña población de alfareros, zapateros y herreros; comerciantes que se enriquecieron gracias a nosotros.
Todo parecía muy lejos de Cwm Isaf. Dormíamos en una cámara con azulejos, lisas paredes revocadas y puertas con columnas. Comíamos en un salón de banquetes con capacidad para cien personas, aunque un día sí y otro también lo dejábamos vacío, pues preferíamos la intimidad de una estancia pequeña adyacente a las cocinas; nunca he podido soportar comer fría la comida que se debe tomar caliente. Si llovía, podíamos pasear por la arcada del patio sin mojarnos y en verano, cuando el sol quemaba en las baldosas, nos bañábamos en un estanque con una fuente en el patio interior. Nada de todo aquello era nuestro, claro está; el palacio y las extensas tierras que lo rodeaban eran honores reales que pertenecían al pequeño Mordred, de seis años.
Ceinwyn estaba acostumbrada al lujo, aunque no en tan gran variedad, pero la presencia constante de esclavos y sirvientes no la cohibía como a mí, y despachaba sus deberes con una eficiencia y una discreción que mantenían el palacio tranquilo y feliz. Ceinwyn mandaba a los sirvientes, supervisaba la cocina y repasaba las cuentas, pero yo sabía que echaba de menos Cwm Isaf y todavía, algunas noches, se sentaba con la rueca e hilaba lana mientras hablábamos.
Hablábamos de Mordred a menudo. Ambos teníamos la esperanza de que su fama de atravesado fuera una exageración, pero era en vano, pues si alguna vez existió un niño malo, Mordred lo fue. Desde el primer día en que llegó en una carreta de bueyes, procedente de la casa de
Culhwch, cerca de Durnovaria, y descendió en nuestro patio, dio muestras de mal comportamiento. Llegué a odiarlo, que Dios me perdone. No era más que un niño y yo lo odiaba.
El rey, siempre pequeño para su edad y a pesar del pie malformado, era de constitución fuerte, musculoso y correoso. Tenía el rostro redondo pero desfigurado por una curiosa nariz de patata que afeaba mucho al pobre pequeño; su cabello era rizado, castaño oscuro, y le crecía en dos grandes porciones que sobresalían, una a cada lado de la raya del medio, de tal manera que los demás niños de Lindinis dieron en llamarlo «cabeza de cepillo», aunque nunca delante de él. Tenía una mirada extrañamente madura, pues incluso a la tierna edad de seis años observaba con recelo y suspicacia; sus ojos no llegaron a endulzarse con la madurez de la edad adulta. Era inteligente, aunque se negaba obstinadamente a aprender las letras. El bardo de la casa, un joven entusiasta llamado Pyrlig, era el responsable de enseñar a Mordred a leer, a contar, a estampar su nombre, a tañer el arpa, a nombrar a los dioses y a recitar la genealogía de su real linaje, pero Mordred en seguida le dio ciento y raya.
—¡No quiere hacer nada, señor! —se quejaba el pobre Pyrlig—. Le doy pergamino y lo rompe, le doy pluma y la parte. Le pego y me muerde, ¡mirad! —Me enseñó la fina muñeca con picadas de pulga y la enrojecida e irritada señal de los regios dientes.
Destiné a Eachern, un lancero irlandés curtido y de baja estatura, al aula de estudio con orden de mantener a raya al rey, y no dio mal resultado. Con una sola azotaina, Eachern persuadió al niño de que había encontrado la horma de su zapato y, malhumorado, se sometió a la disciplina pero siguió sin aprender nada. Al parecer, es posible conseguir que un niño no se mueva, pero no obligarlo a aprender. No obstante, Mordred trató de intimidar a Eachern amenazándolo de vengarse de las palizas que le daba cuando fuera rey, pero Eachern se limitó a darle otro azote y le aseguró que él habría regresado a Irlanda cuando Mordred fuera mayor de edad.
—O sea, lord rey —le dijo Eachern, propinando al niño otro soplamocos—, que si deseáis vengaros, tendréis que ir a Irlanda con vuestro ejército y nosotros os demostraremos lo que es una auténtica paliza de personas mayores.
Mordred no era sencillamente un niño travieso —habríamos podido lidiar con algo así— sino un malandrín redomado. Actuaba con la intención de hacer daño, de matar incluso. En una ocasión, cuando tenía diez años, encontramos cinco víboras en la oscura bodega donde guardábamos los barriles de hidromiel. Nadie sino Mordred las habría colocado allí, y sin duda lo hizo con la esperanza de que mordieran a un esclavo o a un sirviente. El frío de la bodega las había dejado adormiladas y pudimos matarlas sin dificultad, pero un mes más tarde, una sirvienta murió tras ingerir unos champiñones que resultaron ser setas no comestibles. Nadie sabía quién los había cambiado, pero todo el mundo pensó en Mordred. Era como si, según palabras de Ceinwyn, dentro de aquel belicoso cuerpecillo se ocultara una mente calculadora de adulto. Creo que a ella le gustaba tan poco como a mí, pero se esforzaba mucho por tratarlo con amabilidad y no soportaba las azotainas que todos le propinábamos.
—Empeoran su carácter —me advirtió en una ocasión.
—Eso me temo —confesé.
—Entonces, ¿por qué se le azota?
—Porque si se le trata amablemente —repliqué encogiéndome de hombros—, aun saca provecho.
Al principio, cuando Mordred acababa de llegar a Lindinis, me prometí a mí mismo no ponerle jamás la mano encima, pero tan noble intención desapareció a los pocos días y, al cumplirse el primer año, con sólo verle la fea y malcarada nariz de patata y la cabeza de cepillo, me entraban unos deseos irrefrenables de ponérmelo en las rodillas y azotarlo hasta hacerle sangrar.
La propia Ceinwyn llegó a castigarlo. Ella no quería, pero un día la oí gritar. Mordred había encontrado una aguja y comenzó a pinchar a Morwenna en la cabeza como si tal cosa. Acababa de ocurrírsele comprobar lo que sucedería si pinchaba al bebé en un ojo con la dichosa aguja cuando Ceinwyn llegó corriendo y comprendió el motivo de los gritos de su hija. Levantó a Mordred en el aire y le sacudió un bofetón tan contundente que el niño salió disparado hasta el centro de la habitación. A partir de entonces, nunca dejamos que nuestros hijos durmieran solos, siempre había un sirviente a su lado y Mordred añadió el nombre de Ceinwyn a su lista de enemigos.
—Es malo, simplemente —me decía Merlín—. Seguro que no has olvidado la noche en que nació.
—Ni un detalle —respondí, pues yo había estado presente, al contrario que Merlín.
—Dejaron que los cristianos asistieran al alumbramiento, ¿no es cierto? —me preguntó—. Y llamaron a Morgana cuando todo empezó a torcerse. ¿Qué precauciones tomaron los cristianos?
—Oraciones —dije con un encogimiento de hombros—. Me acuerdo también de un crucifijo. —Yo no había entrado en la cámara del parto, claro está, pues los hombres no entraban jamás, sino que vigilaba desde las almenas de Caer Cadarn.
—No es de extrañar que todo se torciera —comentó Merlín—. ¡Oraciones! ¿De qué sirven las oraciones contra un espíritu maligno? Hay que verter orina en el dintel de la puerta, colocar hierro en la cama y echar artemisa al fuego. —Sacudió la cabeza, apesadumbrado—. Un espíritu se apoderó del niño antes de que Morgana pudiera intervenir, por eso tiene el pie tan retorcido. Seguramente, el espíritu se agarraría al pie del niño cuando notó la llegada de Morgana.
—¿Y qué hay que hacer para sacarle el espíritu? —pregunté.
—Clavar una espada en su pervertido corazón —replicó con una sonrisa, y se reclinó en el respaldo de la silla.
—¡Os lo ruego, señor! —insistí—. ¿Qué hay que hacer?
—El viejo Balise decía que se podía intentar colocando al poseso en una cama entre dos vírgenes; todos desnudos, claro está. —Chasqueó la lengua—. Pobre Balise. Era un buen druida, pero la inmensa mayoría de sus hechizos requerían desnudar a jovencitas. La idea era que el espíritu preferiría alojarse en una virgen, ¿comprendes?, de modo que se le ofrecían dos niñas virginales para que no supiera por cuál decidirse; el truco consistía en sacarlos a todos de la cama en el preciso momento en que el espíritu salía del cuerpo del loco sin haber decidido todavía en qué virgen instalarse; en ese momento exacto, se sacaba de la cama a los tres y se arrojaba una tea encendida al colchón. Teóricamente, así se quemaba al espíritu, que se convertía en humo, pero a mí nunca me pareció un remedio sensato. Confieso que lo intenté en una ocasión. Traté de sanar a un pobre viejo demente, de nombre Malldyn, y lo único que conseguí fue un idiota tan loco como un cuco, dos niñas esclavas aterrorizadas y los tres ligeramente chamuscado. —Suspiró—. Enviamos a Malldyn a la isla de los Muertos, el mejor sitio para él. ¿No podrías enviar a Mordred allí?
La isla de los Muertos era el destierro donde confinábamos a locos de remate. Nimue había estado allí en una ocasión y yo había ido a rescatarla del horror.
—Arturo no lo consentiría jamás —dije.
—Supongo que no, claro. Voy a hacer un encantamiento, pero te advierto que tengo pocas esperanzas. —Merlín vivía con nosotros entonces. Era un anciano que iba consumiéndose poco a poco, o al menos eso nos parecía a todos, pues el fuego que había reducido el Tor a cenizas le había exprimido toda la energía y, con la energía, se habían evaporado también sus sueños de reunir los tesoros de Britania. Lo único que quedaba de él era un cascarón seco y cada vez más viejo. Pasaba horas sentado al sol y, en invierno, se acurrucaba junto al fuego. Conservaba la tonsura de druida pero ya no se trenzaba la barba, que crecía y crecía, blanca y desmesurada. Comía poco y siempre estaba dispuesto a hablar, aunque nunca de Dinas y Lavaine ni del horrible instante en que Cerdic le había cortado la trenza de la barba. Pensé que aquella violación sumada al rayo que cayó sobre el Tor le habían sorbido la vida, aunque aún alimentaba una pequeña chispa de esperanza. Estaba convencido de que la olla no se había quemado sino que había sido robada, y me lo demostró un día en el jardín de Lindinis, al poco de habernos instalado. Construyó una torre de juguete con leños, colocó una copa de oro en el centro y un puñado de yesca en la base y luego ordenó que le llevaran fuego de las cocinas.