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Authors: Bernard Cornwell
Hasta Mordred se comportó aquella tarde. El fuego siempre embelesaba al rey, que se quedó mirando con los ojos muy abiertos la maqueta de la torre ardiendo a la luz del sol. Los leños apilados se derrumbaron sobre el centro y las llamas siguieron ardiendo; ya casi era de noche cuando Merlín fue a buscar un rastrillo de jardinero y peinó las cenizas. Rescató la copa de oro, que ya no parecía tal de tan retorcida y desfigurada como estaba, pero seguía siendo oro.
—Llegué al Tor a la mañana siguiente del incendio, Derfel —me dijo— y busqué y rebusqué entre las cenizas. Levanté hasta el último resto de viga requemada con mis propias manos, pasé las cenizas por el tamiz, rastrillé lo que quedó y no encontré oro. Ni una gota. Se llevaron la olla e incendiaron la torre. Sospecho que robaron los tesoros al mismo tiempo, pues allí los tenía todos guardados, excepto el carro y el otro.
—¿Qué otro?
Por un momento, me dio la impresión de que no iba a contestar, pero después se encogió de hombros como si ya nada importara.
—La espada de Rhydderch. La conoces por el nombre de Caledfwlch. —Se refería a la espada de Arturo, Excalibur.
—¿Se la regalasteis a pesar de ser uno de los tesoros? —pregunté, atónito.
—¿Por qué no? Ha jurado devolvérmela cuando la necesite. No sabe que es la espada de Rhydderch, Derfel, y debes prometerme que no se lo dirás. Si lo descubre, cometerá cualquier estupidez, como fundirla para demostrar que no teme a los dioses. Arturo llega a ser muy obtuso en algunos momentos, pero es el mejor gobernante que tenemos, de modo que he decidido darle un poco más de poder secreto permitiéndole que use la espada de Rhydderch. Se mofaría si lo supiera, claro, pero un día, la hoja se convertirá en una llama y entonces no se lo tomará a risa.
Yo quería saber más sobre la espada, pero Merlín se negó a seguir hablando.
—Ahora no tiene importancia —dijo—, todo eso ha pasado ya. Los tesoros han desaparecido. Nimue irá a buscarlos, supongo, pero yo ya soy muy viejo, viejo en exceso.
Yo no podía soportar que dijera aquellas palabras. Después de todo el esfuerzo empleado en reunir los tesoros, parecía que los hubiera abandonado sin más. Hasta la olla mágica, por la que tanto penamos en la Senda Tenebrosa, parecía haber perdido todo interés.
—Si los tesoros existen todavía, señor —insistí—, pueden ser hallados. —Merlín sonrió con indulgencia.
—Serán hallados.
—En ese caso ¿por qué no los buscamos?
Suspiró como si la pregunta fuera una impertinencia.
—Porque están escondidos, Derfel, guardados en algún lugar con un encantamiento de invisibilidad. Lo sé, lo noto. Así que tenemos que esperar a que alguien intente hacer uso de la olla. Cuando tal cosa suceda lo sabremos pues sólo yo sé darle el uso debido, y si otra persona convocara sus poderes, desataría el horror por toda Brítania. —Se encogió de hombros—. Esperemos el horror, Derfel, y entonces iremos hasta su mismo centro y allí encontraremos la olla.
—¿Entonces, quién creéis que la ha robado? —persistí.
—¿Los hombres de Lancelot? —preguntó, abriendo las manos en señal de ignorancia—. Para entregársela a Cerdic, seguramente. O tal vez hayan sido esos dos gemelos silurios. Creo que los subestimé, ¿verdad? Aunque eso ya no tiene importancia. Sólo el tiempo dirá quién va a quedarse con ella, Derfel, sólo el tiempo. Espera a que el horror se muestre y la encontraremos.
Parecía satisfecho con esperar y, mientras esperaba, contaba viejas historias y escuchaba las nuevas, aunque de vez en cuando se arrastraba hasta su habitación, que comunicaba con el patio exterior, y allí hacía algún conjuro, casi siempre en favor de Morwenna. Seguía adivinando el porvenir; generalmente extendía una capa de cenizas frías sobre las losas del patio y soltaba una culebra de agua, la cual pasaba dejando un rastro en ellas, que era lo que él leía; pero me di cuenta de que siempre hacía predicciones suaves y optimistas. No disfrutaba con la tarea. Aún conservaba cierto poder, no obstante, pues, cuando Morwenna contrajo unas fiebres, hizo un hechizo con lana y cascaras de hayuco y luego le administró un brebaje de carcomas machacadas que le quitó la fiebre; sin embargo, cuando Mordred enfermaba, siempre inventaba encantamientos que lo empeoraran, aunque el rey nunca llegó a debilitarse hasta la muerte.
—Lo protege el demonio —me decía Merlín— y, en estos días, me faltan fuerzas para enfrentarme a un demonio joven.
Se quedaba recostado entre cojines y atraía a uno de sus gatos pita que se posara en su regazo. Siempre le habían gustado los gatos, y en Lindinis abundaban. Merlín se encontraba a gusto en aquel lugar. Eramos amigos, tenía un gran apego a Ceinwyn y a nuestra creciente prole de niñas, y Gwlyddyn, Ralla y Caddwg, sus viejos sirvientes del Tor, le prodigaban toda clase de cuidados. Los hijos de Gwlyddyn y Ralla crecían junto a los nuestros, unidos todos contra Mordred. Cuando el rey cumplió doce años, la vieja Ceinwyn había dado a luz cinco veces. Las tres niñas sobrevivieron, pero los dos varones murieron al cabo de una semana de su nacimiento, y Ceinwyn culpaba de tan tempranas muertes al perverso espíritu de Mordred.
—No quiere que haya más varones aquí —decía apesadumbrada—, sólo niñas.
—Mordred se marchará en seguida —le prometí, pues ya contábamos los días que faltaban hasta su decimoquinto aniversario, momento en que sería proclamado rey.
También Arturo contaba los días, aunque con cierta aprensión, pues temía que Mordred destruyera cuanto él había construido. Durante aquellos años, Arturo acudía a Lindinis frecuentemente. De pronto oíamos cascos de caballo en el patio, abríamos las puertas de par en par y su voz resonaba por las grandes estancias medio vacías del palacio.
—¡Morwenna! ¡Seren! ¡Dian! —gritaba, y nuestras tres rubias hijas acudían presurosas, a pie o a gatas, a tirarse a sus grandes brazos; después les prodigaba regalos, como panales de miel, pequeños broches o conchas en forma de delicada espiral. Luego, arropado entre niñas, entraba en la estancia donde nos halláramos y nos daba las últimas nuevas: se había construido un puente, se había abierto un nuevo tribunal, había encontrado a un magistrado honrado, se había ejecutado a un bandido... o bien nos relataba alguna maravilla de la naturaleza, como que habían visto una serpiente marina en la costa, que había nacido una ternera con cinco patas o, como en una ocasión, nos habló de un juglar que tragaba fuego.
—¿Cómo se encuentra el rey? —preguntaba siempre al concluir sus relatos.
—El rey crece —respondía Ceinwyn invariablemente, sin entusiasmo, y Arturo no preguntaba más.
Nos contaba cosas de Ginebra, buenas siempre, aunque tanto Ceinwyn como yo sospechábamos que su entusiasmo ocultaba una extraña soledad. Nunca estaba solo, pero creo que no llegó a encontrar el alma gemela que tanto ansiaba. En otro tiempo, Ginebra mostraba igual pasión y entusiasmo que Arturo en las cosas del gobierno, pero poco a poco había ido derivando sus energías hacia el culto a Isis. Arturo, que jamás se enfervorizó por culto religioso alguno, fingía interés en la diosa, pero creo que en realidad opinaba que Ginebra perdía el tiempo buscando un poder inexistente, de la misma forma que nosotros habíamos perdido el tiempo en otra ocasión buscando la olla mágica.
Ginebra le dio un único hijo. Ceinwyn decía que, o bien dormían separados o bien Ginebra utilizaba alguna magia femenina para evitar el embarazo. En todos los pueblos, siempre había una mujer sabia que conocía el poder de las hierbas y las sustancias capaces de provocar un aborto o curar una enfermedad. Me consta que a Arturo le habría gustado tener más hijos, pues le complacían en gran medida los niños, y vivió algunos de sus momentos más felices con Gwydre en nuestro palacio. Arturo y su hijo disfrutaban sobremanera entre el salvaje grupo de mocosos desastrados y despeinados que correteaban por Lindinis sin recato, pero evitando siempre la nefasta y hosca presencia de Mordred. Gwydre jugaba con nuestras hijas, con los tres de Ralla y con las dos docenas de niños de los esclavos o siervos, que formaban ejércitos en miniatura y se batían en falsos combates; o colgaban mantos de guerra de las ramas de un peral bajo del jardín y lo convertían en una casa, donde imitaban las pasiones y la actividad del palacio de verdad. Mordred tenía compañeros propios, todos niños e hijos de esclavos, y ellos, como eran mayores, alborotaban más salvajemente. Nos llegaban rumores de que habían robado una guadaña de una cabaña, de que habían incendiado un pajar o un almiar, de que habían roto una criba o destrozado un seto recién colocado y, en años posteriores, también supimos que habían asaltado a la hija de algún pastor o campesino. Arturo escuchaba, se estremecía y se iba a hablar con el rey, pero nada cambiaba.
Ginebra apenas visitaba Lindinis, aunque mis deberes, que me hacían recorrer Dumnonia al servicio de Arturo, me llevaban con harta frecuencia al palacio de invierno y allí, una vez sí y otra también, veía a Ginebra. Me trataba con deferencia, pero en aquel tiempo todos nos tratábamos con deferencia, pues Arturo había inaugurado su gran banda de guerreros. Me habló de su idea por primera vez en Cwm Isaf, pero, durante los años que siguieron a la batalla de las afueras de Londres, convirtió en realidad su hermandad de lanceros.
Hasta el día de hoy, la mera mención de la Mesa Redonda hace chasquear la lengua a algunos ancianos, que se ríen de aquel intento de domesticar la rivalidad, la hostilidad y la ambición. En realidad, «Mesa Redonda» no fue nunca su nombre propio sino una especie de sobrenombre. Arturo la llamaba la Hermandad de Britania, un nombre mucho más impresionante, pero nadie la llamó así jamás. Los pocos que recordaban aquella institución se referían a ella como «el juramento de la mesa redonda», y seguramente olvidaron que su fin era preservar la paz. Pobre Arturo; realmente confiaba en la hermandad, como si los besos pudieran proporcionar la paz y mil muertos pudieran seguir con vida hasta el día de hoy. Arturo intentó de veras cambiar el mundo, y instrumento era el amor.
La Hermandad de Britania fue inaugurada oficialmente en el palacio de invierno de Durnovaria durante el verano que siguió a la muerte de Leodegan, padre de Ginebra y rey exiliado de Henis Wyren, a causa de la peste. Pero aquel mes de julio, cuando teníamos que reunirnos todos, la peste llegó a Durnovaria de nuevo y así, en el último momento, Arturo convocó la gran reunión en el palacio del mar, que ya estaba terminado y relumbraba en su loma sobre el arroyo. Lindinis habría sido un lugar más apropiado para las ceremonias inaugurales, pues el palacio era mucho más espacioso, pero Ginebra debió de poner todo su empeño en mostrar al mundo su nueva casa. Le complacía, sin duda, llenar sus salones civilizados y sus umbrías arcadas de guerreros rudos de largos cabellos y barbas enmarañadas. Parecía querer decirnos que vivíamos para defender esa belleza, aunque tomó las medidas necesarias para que pocos de nosotros durmiéramos en realidad dentro de la agrandada villa. Acampamos fuera, donde ciertamente nos hallábamos más a nuestras anchas.
Ceinwyn me acompañó. No estaba bien de salud, pues las ceremonias tuvieron lugar poco después del alumbramiento de su tercer hijo, un varón, que, tras un laborioso parto que la debilitó hasta la desesperación, desembocó en la muerte del recién nacido; pero Arturo le rogó que asistiera. Quería que estuvieran presentes todos los lores de Britania y, aunque no acudió ninguno en representación de Gwynedd, Elmet y los demás reinos del norte, fueron muchos los que hicieron un largo viaje y, al final, todos los grandes de Dumnonia hicieron acto de presencia. Acudieron Cuneglas de Powys, Meurig de Gwent, el príncipe Tristán de Kernow y, cómo no, Lancelot; todos esos reyes trajeron consigo a sus lores, a sus druidas, a sus obispos y lugartenientes, de modo que las tiendas y los refugios se extendieron en una amplia franja alrededor de la colina del palacio del mar. Mordred, que entonces contaba nueve años, acudió con nosotros y le fueron adjudicadas, contra la voluntad de Ginebra, unas habitaciones dentro del palacio junto con los demás reyes. Merlín se negó a asistir. Dijo que era muy viejo ya para semejantes tonterías, Galahad fue nombrado mariscal de la hermandad y, por tanto, presidía la reunión al lado de Arturo y, al igual que éste, creía devotamente en la idea.
Jamás se lo confesé a Arturo, pero todo aquello me resultaba ridículo. Su idea era que todos nos jurásemos paz y amistad, zanjásemos las enemistades y nos comprometiéramos unos con otros por medio de votos para evitar toda clase de enfrentamientos en el seno de la hermandad a partir de entonces; pero hasta los dioses parecieron burlarse de semejante ambición, pues el día de los actos más importantes amaneció helado y oscuro, aunque en realidad no llegó a llover, cosa que Arturo, ridículamente optimista con respecto a todo el proyecto, declaró de buen augurio.
No se llevaron espadas, lanzas ni escudos a la ceremonia, que tuvo lugar en el gran jardín que se extendía entre dos arcadas de reciente construcción que continuaban hasta el arroyo en un terraplén cubierto de hierba. Colgaban los pendones de los arcos, donde dos coros que cantaban solemnemente daban a las ceremonias la debida dignidad. En el extremo norte del jardín, cerca de una gran puerta arqueada que llevaba al palacio, habían preparado una mesa. Casualmente, era redonda, aunque tal forma no encerraba simbolismo alguno; simplemente, era la mesa más adecuada para sacar al jardín. No era de gran tamaño, como los brazos estirados de un hombre, tal vez, pero sí de una gran hermosura; romana, naturalmente, hecha de una piedra blanca y translúcida y tenía grabado un extraordinario caballo con grandes alas extendidas. Una de las alas estaba deteriorada por una resquebrajadura que corría de arriba abajo, pero la mesa no dejaba de ser un objeto impresionante, y el caballo alado, una maravilla. Sagramor dijo que jamás había visto un animal semejante en sus largos viajes, aunque aseguraba que existían los caballos alados en los misteriosos y remotos países de más allá de los océanos de arena. Sagramor había contraído matrimonio con su corpulenta sajona Malla y era ya padre de dos niños.
Las únicas espadas que asistieron a la ceremonia fueron las de los reyes y príncipes. La espada de Mordred estaba en la mesa y, cruzadas sobre ella, las de Lancelot, Meurig, Cuneglas, Galahad y Tristán. Uno a uno fuimos desfilando todos, reyes, príncipes, lugartenientes y lores, colocando una mano en el punto donde se tocaban las seis hojas y recitando el juramento de Arturo que nos unía en la amistad y en la paz. Ceinwyn había vestido a Mordred, que contaba nueve años, con nuevas ropas, le había cortado el pelo y lo había peinado con la intención de domeñar los erizados rizos que sobresalían como cepillos gemelos de su redondo cráneo, pero seguía componiendo una estampa poco atractiva cuando se acercó, cojeando con el retorcido pie izquierdo, a murmurar el juramento. Admito que el momento en que puse la mano sobre las seis espadas me pareció muy solemne; como la mayoría de los asistentes, tenía la intención de mantener la palabra que, naturalmente, sólo comprometía a hombres, pues a Arturo no le pareció asunto de mujeres a pesar del gran número de éstas que siguieron la larga ceremonia desde la terraza que se levantaba sobre la puerta arqueada. Y realmente fue larga. En principio, Arturo había pensado restringir el número de miembros de la hermandad a los guerreros que hubieran comprometido su espada por juramento en la lucha contra los sajones, pero al final lo amplió para admitir a todos los grandes que pudo atraer al palacio; cuando concluyeron los juramentos, lo pronunció él y, de pie en la terraza, nos dijo que la palabra que habíamos dado era tan sagrada como cualquier otro voto, que habíamos prometido mantener la paz en Britania y que si alguno de nosotros faltaba al juramento, todos los demás miembros tendrían la obligación de castigar al transgresor. Después, nos dio instrucciones para que nos abrazáramos unos a otros y luego, cómo no, empezó a correr la bebida.