El enemigo de Dios (54 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El enemigo de Dios
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—¡Por el poder que me otorga el Santo Padre y por la gracia del Espíritu Santo —dijo Sansum a voces— os declaro esposo y esposa!

—¿Dónde está nuestro rey? —me preguntó Issa.

—¿Quién sabe? —musité—. Muerto, seguramente. —Entonces vi a Lancelot levantando los amarillentos huesos de la mano de Norwenna; se los acercó a los labios y fingió que los besaba. Un dedo cayó rodando cuando hubo soltado la mano.

Sansum, que jamás perdió ocasión de predicar, comenzó a arengar a la congregación, y en aquel mismo momento se me acercó Morgana. No la había visto aproximarse, la primera señal que tuve de su presencia fue una mano que me tiraba del manto; me volví alarmado y vi su máscara de oro refulgente a la luz de la fogatas.

—Cuando descubran la ausencia de los centinelas de las puertas —me dijo entre dientes— registrarán todo esto y seréis hombres muertos. Seguidme, insensatos.

Bajamos de un salto, con sensación de culpabilidad, y seguimos su deforme silueta negra, que esquivó a la multitud y nos llevó a las sombras de la gran iglesia del santuario. Allí se detuvo y me miró a la cara.

—Dijeron que habías muerto —me contó—, que habías caído con Arturo en el santuario de Cadoc.

—Sigo vivo, señora.

—¿Y Arturo?

—Vivo estaba hace tres días, señora —respondí—. Ninguno de nosotros murió en Cadoc.

—Gracias a Dios —suspiró—, gracias a Dios. —Entonces, me agarró por el manto y me acercó la cara a la máscara—. Escucha —dijo en tono apremiante—, mi esposo se ha visto obligado a hacer lo que ha hecho.

—Si vos los decís, señora —repliqué, sin dar el menor crédito a sus palabras; de todas formas, comprendí que Morgana hacía cuanto estaba en su mano por sortear los riesgos de la crisis que tan repentinamente se había declarado en Dumnonia. Lancelot estaba usurpando el trono y habían puesto en marcha una conspiración para que Arturo estuviera fuera del país cuando tal cosa sucediera. Y lo que era peor, pensé, se había conspirado para que Arturo y yo fuéramos enviados al alto valle de Cadoc y cayéramos en una emboscada. Alguien deseaba nuestra muerte; Sansum fue quien reveló en primer lugar el escondite de Ligessac, y Sansum también fue quien discutió la proposición de que Cuneglas se encargara de arrestar al antiguo traidor, y Sansum nuevamente era quien se hallaba en aquellos momentos ante Lancelot y un cadáver a la luz de las hogueras nocturnas. Todo el sucio asunto olía a intrigas del señor de los ratones, aunque me pareció que Morgana ignoraba la mitad de lo que su esposo había hecho o planeado. Era ya muy vieja y sabia como para dejarse contagiar de fanatismo religioso, y al menos trataba de encontrar una vía de escape entre la avalancha de horrores.

—¡Prométeme que Arturo vive! —me rogó.

—No murió en el valle de Cadoc —dije—. Eso os lo puedo prometer.

Guardó silencio unos momentos... creo que lloraba oculta tras la máscara.

—Dile a Arturo que no tuvimos elección —dijo.

—Sí —le prometí—. ¿Qué sabéis de Mordred?

—Ha muerto —dijo entre dientes—. Lo mataron en una partida de caza.

—Pero si han mentido a propósito de Arturo —dije—, ¿por qué no con respecto a Mordred, también?

—¿Quién sabe? —se persignó y volvió a tirarme del manto—. Venid —dijo bruscamente, y nos llevó por el lado de la iglesia hasta una pequeña cabaña de madera. Había alguien dentro, pues oí que golpeaban con los puños la puerta, cerrada con un látigo de cuero—. Debes ir con tu mujer, Derfel —me dijo Morgana mientras manipulaba el nudo del látigo con la única mano sana—. Dinas y Lavaine partieron a caballo hacia tu fortaleza a la caída de la noche, y llevaban lanceros consigo.

Sentí el azote del pánico, que me impulsó a cortar la tira de cuero con la punta de la lanza. Inmediatamente, la puerta se abrió de par en par y Nimue salió de un salto, con las manos como zarpas, pero al reconocerme, cayó sobre mí tambaleándose en busca de apoyo. Escupió a Morgana.

—¡Vete, insensata! —le dijo Morgana con desprecio—. Y no olvides que he sido yo quien te ha salvado de la muerte esta noche.

Tomé a Morgana por ambas manos, la sana y la quemada, y me las acerqué a los labios.

—Por todo lo que habéis hecho esta noche, señora —declaré—, estoy en deuda con vos.

—¡Vete, insensato! —exclamó—. ¡Vuela! —y echamos a correr por la parte de atrás del templo, pasando entre almacenes, chozas de esclavos y silos, hasta salir por la puerta de mimbre donde los pescadores guardaban sus barcas de junco. Tomamos dos embarcaciones y usamos las lanzas a modo de pértigas. Recordé el lejano día de la muerte de Norwenna, cuando Nimue y yo huimos de Ynys Wydryn de idéntica forma. En ambas ocasiones hubimos de dirigirnos a la fortaleza de Ermid y en ambas éramos fugitivos perseguidos en una tierra invadida por enemigos.

Nimue sabía poco de lo acontecido en Dumnonia. Dijo que Lancelot se había presentado y se había proclamado rey, pero de Mordred sabía lo mismo que Morgana, que el rey había muerto durante una cacería. Nos contó que habían llegado lanceros al Tor y se la habían llevado cautiva al templo, donde Morgana la había encerrado. Más tarde, oyó a una turba de cristianos que subía al Tor; asesinaron a cuanto ser viviente encontraron, derribaron las chozas y comenzaron a levantar una iglesia con las vigas que no destrozaron.

—Así pues, es cierto que Morgana te ha salvado la vida —dije.

—Quiere mi conocimiento —replicó Nimue—. ¿De qué otra forma hallarían la forma de utilizar la olla? Por eso Dinas y Envaine han ido a tu casa, Derfel, a buscar a Merlín. —Escupió al lago—. Es como te lo he dicho —concluyó—, han desatado las fuerzas de la olla y no saben mantenerlas bajo control. Dos reyes han acudido a Cadarn. Mordred era uno, y Lancelot el otro. Fue allí por la tarde y se puso en pie sobre la piedra. Y esta noche los muertos son desposados.

—Y también dijiste —le recordé con amargura— que colocarían una espada sobre la garganta de un niño —y hundí mi arma en las aguas del lago, desesperado por llegar a la fortaleza de Ermid. Hacia allí estaban mis hijas. Allí estaba Ceinwyn. Allí habían cabalgado los druidas silurios con sus lanceros hacía menos de tres horas.

Las llamas iluminaban nuestro camino a casa. Pero no eran las mismas que alumbraban la boda de Lancelot con una muerta sino otras que saltaban altas y rojas en la fortaleza de Ermid. Estábamos a la mitad del lago cuando se declaró el incendio, que se reflejó en las negras aguas.

Yo rogaba a Gofannon, a Lleullaw, a Bel, a Cernunnos, a Taranis, a todos los dioses, dondequiera que estuvieran, rogaba que al menos uno descendiera de su reino en las estrellas y salvara a mi familia. Las llamas trepaban más y más arrojando al aire ardientes pavesas de las techumbres envueltas en humo que soplaba de levante cruzando la triste Dumnonia.

Terminado el relato de Nimue, proseguimos en silencio. Issa tenía lágrimas en los ojos. Estaba preocupado por Scarach, la muchacha irlandesa con la que se había casado, y se preguntaba, como yo, por la suerte de los hombres que habíamos dejado protegiendo la fortaleza. Esperábamos que fueran suficientes para contener a los lanceros de Dinas y Lavaine. Sin embargo, las llamas nos hablaban de otra cosa y hundíamos el asta de las lanzas hasta el fondo para acelerar el paso de las embarcaciones.

A medida que nos acercábamos comenzamos a oír gritos. No éramos más que seis lanceros pero no lo dudé un instante ni traté de tomar tierra dando un rodeo, sencillamente, llevé las ligeras embarcaciones al arroyo ensombrecido por los árboles que discurría a lo largo de la empalizada de la fortaleza. Allí, junto a la pequeña nave de Dian que Gwlyddyn, el servidor de Merlín, le había hecho, saltamos a tierra.

Más tarde me relataron los acontecimientos de aquella noche. Gwilym, el hombre que dejé al frente de los lanceros que no nos acompañaron al norte con Arturo, avistó la distante humareda en el este y supuso que habían surgido problemas. Puso a todos los hombres en guardia y luego discutió con Ceinwyn la conveniencia de subir a las barcas y ocultarse en las marismas del otro lado del lago. Ceinwyn dijo que no. Malaine, el druida enviado por su hermano, había administrado a Dianun brebaje de hojas que le había bajado la fiebre, pero la niña, aún estaba débil y, además, nadie sabía qué quería decir el humo ni habían acudido mensajeros con aviso alguno; Ceinwyn envió a dos lanceros hacia levante en busca de que trajeran noticias y se quedó aguardando tras la empalizada de madera.

Llegó la noche sin nuevas pero con cierto grado de alivio, pues pocos lanceros marchaban de noche y Ceinwyn se sentía más segura que durante el día. Desde dentro de la empalizada vieron las llamas al otro lado del lago, en Ynys Wydryn, y se preguntaron qué querrían decir, pero nadie oyó llegar a los jinetes de Dinas y Lavaine, que se ocultaron en los bosques cercanos. Los jinetes desmontaron a gran distancia de la fortaleza, ataron las riendas de las bestias a los árboles y luego, a la pálida y nublada luz de la luna, se acercaron sigilosamente a la empalizada. Gwilyn no se dio cuenta de que la fortaleza era atacada hasta que los hombres de Dinas y Lavaine tomaron la entrada por asalto. Los dos exploradores no habían regresado, no había centinelas en el bosque
y
el enemigo se encontraba a pocos pies de la puerta cuando se levantó la alarma por primera vez. La puerta de la empalizada no era inexpugnable, no más alta que un hombre; la primera fila de enemigos entró sin armaduras, lanzas ni escudos y lograron trepar antes de que los hombres de Gwilyn pudieran reunirse. Los guardianes de la puerta lucharon y mataron, pero sobrevivieron suficientes lanceros del primer ataque como para levantar la tranca de la puerta y franquear el paso a los lanceros bien armados de Dinas y Lavaine. Diez de dichos lanceros eran sajones de la guardia de Lancelot, y los demás, guerreros belgas al servicio del rey.

Los hombres de Gwilym se organizaron como mejor pudieron; el combate más encarnizado tuvo lugar a las puertas de la fortaleza. Allí yacía Gwilym muerto, junto con seis más de mis hombres. Otros seis agonizaban en el patio, donde habían incendiado un almacén, el origen de las llamas que nos habían alumbrado durante la travesía por el lago y a cuyo resplandor, cuando llegamos a la puerta abierta de la empalizada, contemplamos el horror del interior.

La batalla no había terminado. Dinas y Lavaine habían planeado bien su asalto pero sus hombres no habían logrado tirar abajo la puerta de la fortaleza y mis lanceros supervivientes resistían al pie de la gran edificación. Vi sus escudos y lanzas cerrando el arco de la puerta y distinguí otra lanza en una de las altas ventanas, por donde salía el humo procedente del extremo del hastial. En aquella ventana estaban apostados dos de mis cazadores, y sus flechas impedían que los hombres de Dinas y Lavaine llevaran el fuego del almacén incendiado al tejado de la fortaleza. Ceinwyn, Morwenna y Seren permanecían en el interior, junto con Merlín, Malaine y la mayoría de mujeres y niños que vivían en la casa, pero estaban rodeados y el enemigo era mucho más numeroso; además, los druidas silurios habían encontrado a Dian.

Dian estaba durmiendo en una de las cabañas. Solía hacerlo porque le gustaba la compañía de su vieja ama de cría, que era la esposa de mi zapatero, y tal vez la delatara su cabello dorado o tal vez la niña escupiera en actitud desafiante a los que la prendieron y les dijera que su padre se vengaría.

El caso es que Lavaine, vestido de negro y con la vaina vacía a un costado, sujetaba a mi Dian contra su cuerpo. Por debajo del pequeño vestido blanco que llevaba le asomaban los piececillos sucios, y se defendía con todas sus fuerzas, pero Lavaine la tenía firmemente asida por la cintura con la mano izquierda mientras con la derecha sujetaba el filo de la espada sobre la garganta de mi hija.

Issa me agarró por el brazo para evitar que me lanzara desesperadamente contra la fila de hombres armados que asediaba la fortaleza. Eran veinte. No vi a Dinas, pero imaginé que estaría con el resto de sus secuaces en la parte de atrás de la fortaleza, cerrando el paso a los prisioneros del interior.

—¡Ceinwyn! —gritó Lavaine con su voz grave—. ¡Salid! ¡Mi rey os llama!

Dejé la lanza en el suelo y desenvainé a Hywelbane; la hoja silbó suavemente en la boca de la vaina.

—¡Salid! —repitió Lavaine.

Toqué los huesos incrustados en el pomo de la espada
y
rogué a los dioses que me hicieran terrible aquella noche.

—¿Queréis que mate a vuestra hija? —gritó Lavaine, y Dian chilló al notar el filo de la espada más cerca de la garganta—. ¡Vuestro hombre ha muerto! —gritó Lavaine—. Murió en Powys, con Arturo, y no acudirá a salvaros. —Apretó otra vez la espada y Dian volvió a gritar.

Issa no me soltaba el brazo.

—¡Todavía no, señor! —musitó—. Todavía no.

Los escudos de la puerta se apartaron y salió Ceinwyn. Llevaba un manto oscuro cerrado en la garganta.

—Suelta a la niña —le dijo a Lavaine con calma.

—Soltaré a la niña cuando os acerquéis vos —replicó Lavaine—. Mi rey solicita vuestra compañía.

—¿Tu rey? —preguntó Ceinwyn—. ¿De qué rey hablas? —Sabía perfectamente quiénes eran aquellos hombres, pues sólo los escudos ya lo proclamaban, pero no quería facilitar las cosas a Lavaine.

—El rey Lancelot —contestó Lavaine—. Rey de los belgas y rey de Dumnonia.

Ceinwyn se abrigó más los hombros con el manto.

—¿Qué es lo que desea de mí el rey Lancelot? —preguntó. A su espalda, al fondo del salón, donde apenas llegaba el resplandor del incendio del almacén, vi a otros lanceros de Lancelot. Habían cogido los caballos de mis establos y observaban la confrontación entre Lavaine y Ceinwyn.

—Esta noche, señora —dijo Lavaine—, mi rey ha tomado esposa.

—En tal caso —replicó Ceinwyn encogiéndose de hombros—, no me necesita.

—La desposada, señora, no puede conceder a mi rey los privilegios que un hombre exige en su noche de bodas. Vos estáis destinada a darle placer. Es una vieja deuda de honor que tenéis pendiente. Por otra parte —añadió Lavaine—, ahora sois viuda y precisáis de otro hombre.

Me puse en tensión, pero Issa me apretó el brazo. Un guardia sajón que estaba cerca de Lavaine parecía inquieto e Issa me indicaba sin palabras que mantuviera la calma hasta que el soldado se tranquilizara de nuevo.

Ceinwyn bajó la cabeza unos segundos y luego volvió a levantarla.

—¿Y si voy contigo —dijo con voz apagada—, dejarás vivir a mi hija?

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