Read El enemigo de Dios Online
Authors: Bernard Cornwell
Londres. Los romanos la llamaban Londinium, y antes de ellos, Londo simplemente, que significaba, según me dijo Merlín en una ocasión, «un lugar salvaje»; era nuestro próximo objetivo, la que fuera gran ciudad durante la dominación romana y que entonces decaía entre las tierras robadas por Aelle. Sagramor había dirigido un renombrado asalto a la antigua ciudad y halló a los habitantes britanos sometidos a sus nuevos amos, pero nosotros acudíamos con la esperanza de liberarlos. Tal esperanza prendió como las llamas en el corazón de los soldados, aunque Arturo la desmintiera repetidamente. Dijo que nuestra misión era atraer al sajón a la batalla, no dejarnos tentar por las ruinas de la ciudad destruida, mas en tal punto, Merlín se opuso a Arturo.
—No voy para ver a un puñado de sajones muertos —me comentó con sorna—. ¿Qué pinto yo matando sajones?
—Todo, señor —contesté—. Vuestra magia asusta al enemigo.
—No seas necio, Derfel. Cualquiera puede ponerse a saltar a la pata coja delante de un ejército haciendo ridículas muecas y maldiciendo. No hacen falta habilidades especiales para espantar sajones. ¡Hasta esos fantoches de druidas que tiene Lancelot sabrían hacerlo! Aunque en verdad no son auténticos druidas.
—¿No lo son?
—¡Claro que no! Para ser un druida de verdad es necesario estudiar, es necesario examinarse. Hay que demostrar a otros druidas que dominas la ciencia, y no me consta que ningún druida haya examinado a Dinas ni a Lavaine. A menos que lo haya hecho Tanaburs, pero ¿qué clase de druida es ése? Ha demostrado su baja categoría dejándote con vida. ¡Cuan deplorable es la ineptitud!
—Pero hacen magia, señor —repliqué.
—¡Hacen magia! —exclamó despectivamente—. ¿Lo dices porque uno de ellos puso un huevo de zorzal? Los zorzales los ponen sin tasa. Ahora bien, si hubiera puesto un huevo de oveja, sería harina de otro costal.
—También hizo una estrella, señor.
—¡Derfel! ¡Qué neciamente crédulo eres! —exclamó—. ¿Una estrella hecha con tijeras y pergamino? No te preocupes, he oído lo de la estrella esa, pero tu preciosa Ceinwyn no corre peligro. Nimue y yo nos ocupamos de ello... enterramos tres calaveras. No hace falta que te cuente los detalles pero ten por seguro que si ese par de impostores se acerca a Ceinwyn más de lo debido, se convertirán en culebras. Así podrán pasarse la vida poniendo huevos. —Se lo agradecí y luego le pregunté por qué acompañaba al ejército si no era para ayudarnos contra Aelle.
—Por el pergamino, naturalmente —me dijo, y se tocó un bolsillo de la sucia túnica negra señalándome dónde lo guardaba a buen recaudo.
—¿El pergamino de Caleddin? —pregunté.
—¿Existe algún otro? —replicó.
Merlín había rescatado el pergamino de Caleddin en Ynys Trebes y, a sus ojos, era tan valioso como todos los tesoros de Britania, pues el antiguo documento contenía el secreto de dichos tesoros. Los druidas tenían prohibido escribir; creían que fijar una fórmula mágica en pergamino destruía el poder del escritor impidiéndole seguir practicando, motivo por el cual toda su ciencia, sus ritos y sus conocimiento se traspasaban exclusivamente por vía oral. Sin embargo, antes de atacar Ynys Mon, los romanos temían tanto la religión britana que sobornaron a un druida llamado Caleddin y lo convencieron de que dictara cuanto sabía a un escribano romano; de ese modo, todo el saber britano de la antigüedad quedó preservado en el pergamino traidor de Caleddin. Merlín me había contado que gran parte de dichos conocimientos se había ido perdiendo con los siglos, pues los romanos persiguieron a los druidas cruelmente y su ciencia se diluyó en el tiempo, pero ahora, gracias al pergamino, estaba en condiciones de recrear el poder antiguo.
—¿Y el pergamino habla de Londres? —me aventuré a preguntar.
—¡Vaya, vaya! ¡Qué curioso eres! —se burló, pero, tal vez porque hacía buen día y el druida estaba de un humor radiante, transigió—. El último tesoro de Britania se halla en Londres —dijo—. O se hallaba —añadió apresuradamente—. Está enterrado allí. Había pensado darte una pala para que lo desenterraras, pero seguro que lo embarullarías todo. Pero, ¡sólo de pensar en los apuros que nos hiciste pasar en Ynys Mon... ! Superados en número y completamente rodeados. Inolvidable. Por eso prefiero hacerlo yo. Primero tengo que averiguar dónde está enterrado, claro, y podría ser difícil.
—¿Y por ese motivo, señor, habéis traído perros? —Merlín y Nimue habían reunido una sarnosa jauría de chuchos mordedores que acompañaba al ejército. Merlín suspiró.
—Derfel —dijo—, permíteme un consejo. Sería estúpido comprar perros y seguir ladrando uno mismo. Sé para qué son, Nimue sabe para qué son, pero tú lo ignoras. Así es como lo quieren los dioses. ¿Alguna otra pregunta? ¿O puedo disfrutar ya de este paseo matutino? —Empezó a caminar a zancadas golpeando el sucio con su gran vara negra a cada paso.
El humo de grandes almenaras nos dio la bienvenida nada más pasar Calleva. Eran la señal del enemigo de que nos había avistado, y los sajones tenían orden de arrasar la tierra siempre que divisaran tal humareda. Entonces vaciaban los silos de grano, quemaban las casas y se llevaban los ganados. Aelle siempre se retiraba de esa forma, manteniéndose a un día de distancia de nosotros, tentándonos a adentrarnos en los terrenos desolados. Si el camino atravesaba un bosque, lo bloqueaban con troncos y, algunas veces, mientras nuestros hombres se esforzaban para apartarlos de en medio, una flecha o una lanza caía de entre los árboles y se cobraba una vida, o bien un gran perro sajón con la boca llena de espuma saltaba de pronto desde la maleza, pero eran los únicos ataques y nunca llegamos a ver su barrera de escudos. Él retrocedía y nosotros avanzábamos; todos los días, una flecha o un perro se llevaban la vida de uno o dos hombres.
Era la enfermedad, sin embargo, la que causaba verdaderos estragos. Ya nos había sucedido antes del valle del Lugg; los dioses nos hostigaban con enfermedades siempre que se reunía un ejército numeroso. Los enfermos nos impedían avanzar rápido, pues si no podían caminar, era necesario dejarlos en algún lugar resguardado con un puñado de lanceros que los protegieran de las bandas sajonas que merodeaban a lo largo de nuestros flancos. Durante el día, las bandas de enemigos se dejaban ver en la distancia en grupos dispersos, y durante la noche, sus fogatas iluminaban nuestro horizonte. No obstante, no eran los enfermos los principales responsables de la lenta marcha, sino el fárrago mismo de mover a tantos hombres. Me parecía un misterio que treinta lanceros pudieran cubrir sin prisa veinte millas en una jornada y, sin embargo, un ejército veinte veces más numeroso tenía que darse por satisfecho si, con gran esfuerzo, llegaba a las ocho o nueve. Las piedras romanas colocadas a la vera del camino, que especificaban la distancia que faltaba para llegar a Londres, jalonaban nuestra marcha; al cabo de un rato, me negué a seguir mirándolas, prefería desconocer su deprimente mensaje.
Las carretas de bueyes también contribuían a hacer premiosa la marcha. Cuarenta carros espaciosos con víveres y armas de repuesto se arrastraban a paso de caracol a la retaguardia del ejército. El príncipe Meurig comandaba la retaguardia afanándose entre las carretas, contándolas obsesivamente y quejándose sin cesar del paso ligero de los lanceros de vanguardia.
Los famosos jinetes de Arturo iban a la cabeza. Eran cincuenta ya, a esas alturas, a lomos de hermosos alazanes de largas crines criados en el corazón de Dumnonia. Otros jinetes, que no lucían la armadura de la banda de Arturo, avanzaban delante reconociendo el terreno y, a veces, no regresaban, aunque, un poco más adelante, siempre hallábamos sus cabezas segadas aguardándonos en el camino.
Componían el grueso del ejército quinientos lanceros. Arturo había optado por prescindir de los contingentes de la leva pues tales campesinos raramente contaban con armamento adecuado, de modo que éramos todos soldados comprometidos por juramento, armados de lanzas y escudos; la mayoría tenía también espadas. No todos podían permitirse una espada, pero Arturo había enviado órdenes a lo largo y ancho de Dumnonia de que toda hacienda que estuviera en posesión de una espada no comprometida previamente al servicio del ejército la entregara, y los ochenta aceros así reclutados fueron distribuidos entre los soldados. Algunos hombres, unos pocos, portaban hachas sajonas cobradas en anteriores batallas, aunque otros, entre los cuales me contaba, no éramos partidarios de un arma que tanta agilidad restaba.
¿Y para pagar los pertrechos? ¿Para pagar las espadas y las lanzas nuevas, los nuevos escudos, las carretas y los bueyes, la harina, las botas, los pendones y las correas, las cazuelas, los yelmos, los mantos, las dagas, las herraduras y la carne salada? Arturo se echó a reír cuando se lo pregunté.
—Agradéceselo a los cristianos, Derfel —me dijo.
—¿Han entregado más? —pregunté—. Daba esa ubre por seca.
—Seca ha quedado ahora —replicó con una sonrisa maliciosa—, pero es asombrosa la generosidad de sus templos si a cambio se ofrece el martirio a sus guardianes, y más asombroso es aún lo mucho que hemos prometido devolver.
—¿Llegamos a devolver algo al obispo Sansum? —pregunté. La fortuna empleada en comprar la paz con Aelle durante la campaña de otoño, que terminó en el valle del Lugg, había salido del monasterio de Ynys Wydryn, que el obispo Sansum tenía a su cargo.
Arturo contestó con un gesto negativo de la cabeza.
—Y no deja de recordármelo —añadió.
—El obispo —dije con precaución— ha hecho nuevas amistades, al parecer.
—Es capellán de Lancelot —respondió, riéndose de mi intento de diplomacia—. Nuestro querido obispo no puede permanecer abajo. Sale flotando siempre como una manzana en una barrica de agua.
—Y ha firmado la paz con vuestra esposa —señalé.
—Me gusta que las personas resuelvan sus diferencias —respondió sin gran entusiasmo—, pero es cierto, el obispo Sansum tiene aliados extraños últimamente. Ginebra lo tolera, Lancelot lo distingue y Morgana lo defiende. ¿Qué te parece? ¡Morgana! —Arturo quería a su hermana, y le entristecía que Merlín la hubiera relegado. Gobernaba Ynys Wydryn con eficacia feroz, casi como si quisiera demostrar al druida que tenía mejores aptitudes que Nimue para ser su compañera, pero hacía tiempo que Morgana había perdido la batalla para ser la sacerdotisa principal del druida. Merlín la valoraba, según Arturo, pero ella quería que la amaran, y quién amaría jamás a una mujer tan marcada, consumida y desfigurada por el fuego, me preguntó Arturo con pesar—. Merlín nunca la consideró su amada aunque ella afirmara lo contrario, y nunca le importó que lo dijera puesto que, cuanta más gente le considere extravagante, más le agrada. En realidad, no soporta la presencia de Morgana sin la máscara. Está sola, Derfel.
Así pues, no era de extrañar que Arturo se alegrara de la amistad de su maltrecha hermana con el obispo Sansum, aunque a mí me desconcertaba que el más feroz propagador del cristianismo en Dumnonia tuviera amistad con una sacerdotisa pagana famosa por sus poderes. Me imaginé al señor de los ratones como una araña tejiendo una tela sospechosa. Había intentado hacer caer a Arturo en la anterior, ¿para quién tejía entonces con tanto afán?
Dejamos de tener nuevas de Dumnonia tan pronto como nuestro último aliado se hubo reunido con nosotros. Quedamos aislados, rodeados de sajones, aunque las últimas noticias de casa eran favorables. Cerdic no había hecho movimiento alguno contra las tropas de Lancelot ni se creía que hubiera acudido al este en ayuda de Aelle. Los últimos aliados que se unieron a nosotros eran una banda de guerreros de Kernow al mando de un viejo amigo, que avanzó al galope por la columna hasta dar conmigo, bajó del caballo, tropezó y cayó al suelo a mis pies. Era Tristán, príncipe y Edling de Kernow; se levantó, se sacudió el polvo del manto y me abrazó.
—Respirad a gusto, Derfel —me dijo—, los guerreros de Kernow acaban de llegar. Nada malo os sucederá. —Me reí.
—Tenéis buen aspecto, lord príncipe —y era cierto.
—Me he librado de mi padre —replicó a modo de explicación—. Me ha soltado de la jaula, seguramente con la esperanza de que un sajón me parta la cabeza de un hachazo. —Puso una cara grotesca imitando a un moribundo y yo escupí para ahuyentar el mal.
Tristán era un hombre atractivo y apuesto, de cabello negro, barba bifurcada y largos bigotes. Tenía la piel cetrina y solía parecer triste, pero aquel día irradiaba alegría. Había acudido al valle del Lugg con un puñado de hombres en contra de las órdenes de su padre, acto por "el cual fue confinado a una remota fortaleza en la costa septentrional de Kernow durante todo el invierno, según supimos; pero el rey Mark había transigido y liberado a su hijo para aquella campaña.
—Ahora somos familia —añadió Tristán.
—¿Familia?
—Mi estimado padre —dijo con ironía— ha tomado nueva esposa. Ialle de Broceliande. —Broceliande era el único reino britano que quedaba en Armórica, gobernado por Budic ap Camran, casado con Anna la hermana de Arturo; es decir, que Ialle era sobrina de Arturo.
—¿Es vuestra sexta madrastra, ya?
—No, la séptima —me corrigió Tristán—; sólo tienen quince veranos, y mi padre debe de tener cincuenta al menos. ¡Yo ya tengo treinta! —añadió sombríamente.
—¿Y no habéis tomado esposa?
—Aún no. Pero mi padre las toma por los dos. Pobre Ialle. Dentro de cuatro años, Derfel, estará muerta como las anteriores. Pero de momento, él está satisfecho. La está desgastando, como a todas las demás. —Me rodeó los hombros con el brazo—. Me han dicho que vos sí habéis tomado esposa, ¿es cierto?
—No, pero estoy bien atado.
—¡A la legendaria Ceinwyn! —Soltó una carcajada—. ¡Bien por vos, amigo mío, bien por vos! Un día encontraré a mi propia Ceinwyn.
—Pronto, tal vez, lord príncipe.
—¡No queda otro remedio! ¡Me estoy haciendo viejo! El otro día me descubrí una cana, aquí en la barba. —Se tocó el mentón—. ¿La veis? —preguntó con ansiedad.
—¿Ver qué? —pregunté en son de burla—. ¡Pero si parecéis un tejón! —Debían de haber tres o cuatro mechones grises entre la negra barba, nada más.
Tristán se rió y miró hacia el esclavo que corría por un lado del camino con una docena de perros atados.
—¿Raciones de emergencia? —me preguntó.
—Magia de Merlín, pero no quiere contarme el propósito de traerlos. —Los perros del druida eran un estorbo; necesitaban comida de la que no podíamos prescindir, no nos dejaban dormir por la noche con sus aullidos y peleaban como demonios con los otros perros que acompañaban a nuestros hombres.