Read El enemigo de Dios Online
Authors: Bernard Cornwell
—Derfel, me acuerdo de vos —dijo con su extraña voz aflautada, y pasó por mi lado hacia la tienda sin darme licencia para levantarme.
Agrícola me hizo seña de que entrara y me librara de la compañía de los cuatro jadeantes sacerdotes, que estaban allí con la única misión de mantenerse cerca del príncipe. Meurig, que vestía toga y llevaba una pesada cruz de madera colgada de una gruesa cadena de plata en torno al cuello, pareció molesto por mi presencia, pero se limitó a fruncir el ceño y prosiguió exponiendo sus quejas a Agrícola en el acostumbrado tono lastimero, pero como hablaban en latín, no entendí nada. Para respaldar sus argumentos, Meurig agitaba un pergamino en las narices de Agrícola, que soportaba la arenga pacientemente.
Por fin, el príncipe dejó la discusión, enrolló el pergamino y lo guardó en la toga. Luego, se dirigió a mí.
—¿No esperaréis que demos de comer a vuestros hombres? —dijo hablando de nuevo en britano.
—Hemos traído nuestros propios avíos, lord príncipe —dije, y a continuación me interesé por la salud de su padre.
—El rey está aquejado de una fístula en la ingle —me informó con, su aguda voz—. Le hemos aplicado cataplasmas y los médicos le sangran con regularidad, pero desgraciadamente. Dios no ha creído oportuno devolverle la salud.
—Mandad llamar a Merlín, lord príncipe —propuse.
Meurig me miró con asombro. Era muy corto de vista y quizá fueran sus débiles ojos los que conferían a su rostro la expresión de permanente malhumor. Soltó una breve risita de burla.
—Claro, todos os conocen, si me permitís el comentario —dijo con sarcasmo—, por ser uno de los insensatos que se enfrentaron a Diwrnach para recuperar un caldero y llevarlo de vuelta a Dumnonia. Una marmita para hacer el cocido ¿no?
—Una olla mágica, lord príncipe.
Los delgados labios de Meurig se abrieron en una breve sonrisa.
—¿No se os alcanza, lord Derfel, que nuestros herreros habrían podido forjar una docena de ollas en el mismo tiempo?
—La próxima vez sabré dónde buscar cacharros de cocina, lord príncipe —dije; Meurig dio un respingo ante el insulto y el general sonrió.
—¿Habéis entendido algo? —me preguntó Agrícola cuando Meurig se hubo marchado.
—No entiendo de latines, señor.
—Se quejaba de un comandante que no ha pagado sus impuestos. El pobre hombre debía pagar treinta salmones ahumados y veinte carretadas de leña cortada, pero no hemos recibido de él más que cinco carretas de leña y ningún salmón. Pero lo que Meurig no entiende es que las pobres gentes de Cyllig sufrieron el flagelo de la peste el invierno pasado, los pescadores furtivos han dejado el río Wye vacío y, a pesar de todo, Cyllig me envía dos docenas de lanceros. —Agrícola escupió asqueado—. ¡Diez veces al día! —exclamó—. Diez veces al día, el príncipe viene a verme con un problema que cualquier escribano del tesoro de mediana inteligencia resolvería en un abrir y cerrar de ojos. Sólo desearía que su padre se atara bien fuerte la ingle y volviera al trono.
—¿Es grave el estado de Tewdric?
Agrícola se encogió de hombros.
—Está cansado, no enfermo. Quiere abdicar. Dice que se hará la tonsura y se convertirá en sacerdote. —Volvió a escupir en el suelo de la tienda—. Pero mantendré a raya a nuestro Edling. Haré que sus damas vayan a la guerra.
—¿Damas? —pregunté, pues el tono irónico con que Agrícola había pronunciado la palabra me despertó la curiosidad.
—Aunque esté más ciego que un gusano, lord Derfel, es capaz de divisar a una muchacha mejor que un halcón a su presa. Le gustan las mujeres, sí, y cuantas más, mejor. ¿Por qué no? Es la conducta propia de los príncipes. —Se desató el cinturón de la espada y lo colgó de un clavo que sobresalía en uno de los postes de la tienda.
—¿Partís mañana?
—Sí, señor.
—Cenad conmigo esta noche —dijo; me acompañó al exterior y observó el cielo—. Será un verano seco, lord Derfel. Un buen verano para matar sajones.
—Un verano que ha de inspirar grandes canciones —contesté entusiasmado.
—A veces creo que el problema de los britanos —reflexionó Agrícola con pesimismo— es que pasamos mucho tiempo cantando y poco matando sajones.
—Este año no será así —repliqué—, este año no. —Aquél era el año de Arturo, el año de la matanza de los sais. El año, rogaba yo, de la victoria total.
Al salir de Magnis, tomamos las rectas calzadas romanas que enlazaban las principales ciudades del centro de Britania. Marchábamos a paso ligero y llegamos a Corinium en dos días, contentos de estar de nuevo en Dumnonia. La estrella de cinco puntas de mi escudo todavía era una enseña desconocida, pero en cuanto los campesinos oían mi nombre, se arrodillaban para que los bendijera, pues yo era Derfel Cadarn, el defensor del valle del Lugg y guerrero de la olla mágica, y mi reputación parecía haber alcanzado cotas muy altas en mi tierra, al menos entre los paganos. En las ciudades y en los pueblos grandes, donde los cristianos eran más numerosos, solían recibirnos con sermones. Nos decían que asistiendo a la campaña contra los sajones cumplíamos la voluntad de Dios, pero que en caso de morir en la batalla, nuestras almas irían al infierno si todavía adorábamos a los antiguos dioses.
Yo temía a los sajones más que al infierno de los cristianos. Los sais eran un enemigo temible de gentes pobres, desesperadas y numerosas. A nuestra llegada a Corinium, oímos noticias inquietantes de barcos que atracaban diariamente en las costas orientales de Britania, cada cual con su ominosa carga de guerreros y familias hambrientas. Los invasores querían nuestras tierras y para conseguirlas reunían cientos de lanzas, espadas y hachas de doble filo, pero no por eso perdimos la confianza. Con despreocupación propia de locos, marchamos a la guerra casi con alegría. Supongo que, tras los horrores del valle del Lugg, nos creíamos invencibles. Éramos jóvenes y fuertes, los dioses nos amaban y teníamos a Arturo.
En Corinium encontré a Galahad. Desde el día en que nos separamos en Powys, él había ayudado a Merlín a volver a Ynys Wydryn con la olla mágica, y luego había pasado la primavera en la fortaleza reconstruida de Caer Ambra, desde la cual hizo incursiones adentrándose en Lloegyr con las tropas de Sagramor. Los sajones, me advirtió, estaban preparados para recibirnos y habían puesto almenaras en todos los cerros para avisar de nuestra llegada. Galahad había acudido a Corinium para asistir al gran consejo de guerra convocado por Arturo y le acompañaban Cavan y el grueso de mis lanceros, que se había negado a ir a las tierras septentrionales de Lleyn. Cavan hincó la rodilla en tierra y me rogó que les permitiera renovar su juramento de lealtad.
—No hemos prestado ningún otro juramento —me prometió—, excepto el de servir a Arturo, y él dice que podemos serviros a vos si nos admitís.
—Creí que ya serías rico —dije a Cavan— y te habrías ido a tu casa de Irlanda.
—Todavía conservo el tablero de dados, señor —dijo sonriendo.
Lo acogí de buen grado y besó la hoja de Hywelbane. Luego pidió licencia para pintar la estrella blanca en el escudo, y también sus hombres.
—Podéis pintarla —le dije—, pero sólo con cuatro puntas.
—¿Cuatro, señor? —se extrañó Cavan y me miró el escudo de reojo—. La vuestra tiene cinco.
—La quinta punta —le expliqué— es para los guerreros de la olla mágica.
Pareció desilusionado, pero se conformó. Arturo tampoco lo habría aprobado, pues habría comprendido que, en justicia, la quinta punta era una distinción que marcaba la superioridad de un grupo de hombres sobre el otro, pero a los guerreros les gustan tales distinciones y los hombres que habían osado recorrer el Sendero Tenebroso se la merecían.
Fui a saludar a los lanceros de Cavan y los encontré acampados junto al río Churn, que discurría al este de Corinium. Casi un centenar de hombres se había instalado al raso en la margen del pequeño río, pues no había espacio intramuros para acoger a todos los guerreros reunidos en torno a las murallas romanas. El grueso del ejército se concentraba en las inmediaciones de Caer Ambra, pero todos los jefes convocados al consejo de guerra habían acudido con algunos siervos, que por sí solos parecían ya un reducido ejército acampado en las verdes orillas del Churn. El éxito de la estrategia de Arturo se hacía evidente con una mera ojeada a los escudos amontonados, pues distinguí el toro negro de Cwent, el dragón rojo de Dumnonia, el lobo de Siluria, el oso de Arturo y las enseñas de los hombres que, como yo, habían merecido el honor de tener una propia: estrellas, halcones, águilas, jabalíes, la terrible calavera de Sagramor y la solitaria cruz cristiana de Calahad.
Culhwch, el primo de Arturo, acampaba con sus lanceros, y, tan pronto como se enteró de mi llegada, corrió a saludarme. Me complació volver a verle. Luchando a su lado en Benoic había llegado a apreciarle como a un hermano. Era un hombre vulgar, descarado, alegre, fanático, ignorante y grosero, pero no había mejor compañero de armas.
—Dicen que has metido un pan en el horno de la princesa —exclamó en cuanto me hubo abrazado—. Eres un perro con suerte. ¿Lograste que Merlín te hiciera un hechizo?
—Mil.
—No puedo quejarme —dijo riendo—. Ya tengo tres mujeres, que se sacarían los ojos entre ellas si pudieran, y las tres están preñadas. —Me miró fijamente con una amplia sonrisa y luego se rascó la ingle—. Piojos —me informó—. No me libro de ellos, pero tengo el consuelo de que también han infestado al enano malnacido de Mordred.
—¿A nuestro rey? —dije en son de broma.
—Es un enano malnacido —dijo con tono feroz—. Te lo aseguro, Derfel. Le he zurrado hasta hacerlo sangrar y ni así aprende. Es un sapejo rastrero. —Escupió—. ¿Así que mañana te opondrás a Lancelot?
—¿Cómo lo sabes? —Solamente a Agrícola había confirmado la firme decisión, pero de algún modo la noticia había llegado a Corinium antes que yo, o tal vez mi antipatía hacia el rey silurio fuera tan conocida que nadie podía imaginar otro proceder por mi parte.
—Lo sabe todo el mundo, y todos están contigo. —Miró hacia algún punto tras de mí y, de pronto, escupió—. Cuervos.
Me volví y vi una procesión de sacerdotes cristianos avanzando por la orilla opuesta del Churn. Eran unos doce, todos vestidos de negro, todos con barba y entonando al unísono uno de esos cantos fúnebres de su religión. Una veintena de lanceros seguía a los sacerdotes y advertí con sorpresa que en sus escudos figuraba el lobo de Siluria o el águila pescadora de Lancelot.
—Creí que el ceremonial sería dentro de dos días —dije a Galahad, que había permanecido a mi lado.
—Así es —contestó. Las ceremonias eran el preámbulo de la guerra y servían para rogar por la protección de los guerreros, tanto al dios cristiano como a las divinidades paganas—. Más parece un bautizo —añadió Galahad.
—En el nombre de Bel, ¿qué es un bautizo? —preguntó Culhwch.
—Es un signo externo, mi querido Culhwch —dijo Galahad con un suspiro—, que simboliza quedar limpio de pecado por la gracia de Dios.
Culhwch se dobló de risa al oír la explicación, lo que provocó el enfado inmediato de uno de los sacerdotes, que se había arremangado las faldas hasta la cintura y se adentraba en el vado. Iba tentando el lecho del río con una vara en busca de un tramo suficientemente profundo para la ceremonia del bautismo, y su torpeza atrajo a un nutrido grupo de lanceros ociosos al juncal de la margen opuesta a la de los cristianos.
Durante unos momentos no ocurrió nada destacable. Los lanceros silurios hacían la guardia visiblemente avergonzados, mientras los tonsurados sacerdotes salmodiaban su cántico y el solitario vadeador seguía sondeando el río con el extremo romo de su larga vara acabada en una cruz de plata.
—¡Con eso no cogerás truchas jamás! —gritó Culhwch—. ¿Por qué no pruebas con un arpón de pesca? —Los lanceros congregados rieron y los sacerdotes fruncieron el ceño y cantaron con fuerzas redobladas. De la ciudad habían acudido algunas mujeres, que se unieron a los cánticos de los sacerdotes—. Es una religión de mujeres —sentenció Culhwch, y escupió.
—Es mi religión, estimado Culhwch —murmuró Galahad. Culhwch y él sostenían la misma discusión desde la larga guerra de Benoic, y sus disputas, al igual que su amistad, no tenían visos de acabar.
El sacerdote encontró un lugar bastante profundo, tanto, que el agua le llegaba a la cintura, e intentó clavar la vara en el fondo del río, pero la fuerza de la corriente la tumbaba y cada nuevo intento fallido arrancaba las carcajadas de los lanceros. Algunos de los mirones eran cristianos, pero nadie intentó poner fin a las mofas.
Finalmente, el sacerdote consiguió plantar la cruz, aunque de forma precaria, y salió de nuevo a la orilla. Los lanceros se mofaron con silbidos y abucheos de sus escuálidas piernecillas blancas y él se bajó precipitadamente las empapadas faldas para esconderlas.
Entonces apareció una segunda procesión cuya visión impuso el silencio en nuestra margen del río. Era un silencio respetuoso, pues se aproximaba una carreta de bueyes con colgaduras de lino blanco en la que viajaban dos mujeres y un sacerdote escoltados por doce lanceros. Una de las mujeres era Ginebra y la otra, la reina Elaine, la madre de Lancelot, pero lo más sorprendente fue la identidad del sacerdote. Tratábase del obispo Sansum, investido con todos los atributos de obispo, sepultado bajo llamativas capas pluviales y mucetas bordadas, y de su cuello colgaba una gruesa cruz de oro rojizo. La tonsura afeitada en la parte delantera de la cabeza se le había enrojecido por el sol y los mechones de pelo negro que le crecían alrededor se encrespaban como orejas de ratón. Nimue lo llamaba Lughtigern, el señor de los ratones.
—Creía que Ginebra no podía soportarlo —dije, pues siempre habían sido enemigos acérrimos, pero ahí estaba el señor de los ratones, acercándose al río en la carreta de Ginebra—. ¿Acaso no había caído en desgracia?
—La mierda flota algunas veces —gruñó Culhwch.
—Pero Ginebra ni siquiera es cristiana —me indigné.
—Y ahí llega la otra mierda que la acompaña —dijo Culhwch, y señaló hacia un grupo de seis jinetes que seguía a la pesada carreta.
Lancelot iba a la cabeza, montado en un caballo negro y vestido con un simple par de calzones de lana y una camisa blanca. A los lados iban los hijos gemelos de Arturo, Amhar y Loholt, ataviados con toda la parafernalia de guerra, yelmo empenachado, cota de malla y botas altas. Tras ellos, cabalgaban otros tres jinetes; uno llevaba armadura y los otros dos, las largas túnicas blancas propias de los druidas.