El enemigo de Dios (26 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El enemigo de Dios
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Al día siguiente de la incorporación de Tristán llegamos a Pontes, donde el camino cruza el Támesis por un extraordinario puente romano de piedra. Esperábamos encontrarlo derruido, pero nuestras avanzadillas informaron de que se mantenía en pie y, para asombro nuestro, seguía en pie cuando llegaron los primeros lanceros.

Fue el día más caluroso de la marcha. Arturo prohibió cruzar el puente hasta que las carretas se unieran al grueso del ejército, de modo que los hombres se desparramaron entre tanto por la ribera. El puente tenía once ojos, dos en cada orilla por donde el camino empezaba a elevarse sobre los siete que cruzaban el río propiamente. Del lado del puente por donde llegaba la corriente había troncos de árbol y otros desechos flotantes, de modo que el río era más ancho y profundo en la parte occidental que en la oriental, y el agua se precipitaba sobre el improvisado dique de detritos haciendo espuma entre los pilares de piedra. En la orilla opuesta se divisaba un asentamiento romano; un puñado de edificaciones de piedra en torno a las ruinas de un embarcadero de tierra; en nuestro lado del puente, una gran torre guardaba la calzada, que discurría bajo su ruinoso arco, y conservaba todavía una inscripción romana. Arturo me la tradujo: el puente había sido construido por orden del emperador Adriano.


Imperator
—dije, mirando hacia la placa de piedra—. ¿Eso significa «emperador»?

—En efecto.

—¿Y el emperador está por encima del rey? —pregunté.

—El emperador es el rey de reyes —contestó Arturo. El puente lo entristeció. Pasó bajo los ojos de tierra, luego se dirigió a la torre, la tocó y miró la inscripción.

—Supongamos que tú y yo quisiéramos construir un puente como éste —me dijo—. ¿Cómo lo haríamos?

—Con troncos, señor —dije con un encogimiento de hombros—. Unos buenos pilares de olmo y lo demás, de roble.

—¿Crees tú —replicó con una mueca de desaprobación— que todavía seguiría en pie cuando nacieran los hijos de nuestros nietos?

—Que levanten otros puentes —dije, a modo de solución.

—No tenemos a nadie capaz de trabajar la piedra de esta forma —comentó acariciando la torre—. Nadie que sepa cómo anclar un pilar de piedra en el lecho del río. Nadie que recuerde siquiera cómo se hace. Derfel, es como si tuviéramos un tesoro escondido que día a día se hundiera más porque no supiéramos detenerlo ni aumentarlo. —Miró hacia atrás y vio aparecer en la distancia los primeros carros de Meurig. Nuestros exploradores se habían adentrado en los bosques de ambos lados del camino y habían informado de que no había rastro de sajones, pero Arturo todavía recelaba.

—Si yo fuera el enemigo, dejaría que el ejército cruzara y luego caería sobre las carretas —dijo.

De modo que decidió enviar una avanzadilla al otro lado del puente, hacer pasar luego los carros hasta las ruinosas murallas de tierra del asentamiento y, sólo entonces, cruzar el río con el grueso del ejército.

Mis hombres formaron la avanzadilla. La otra orilla era un terreno menos boscoso y, aunque quedaban algunos grupos de árboles suficientemente tupidos como para esconder un pequeño ejército, nadie salió a recibirnos. La única señal de los sajones fue una cabeza de caballo que nos aguardaba en mitad del puente. Mis hombres se negaron a pasar hasta que Nimue se acercó a deshacer el sortilegio. Se limitó a escupir a la cabeza de equino. Dijo que la magia sajona tenía poco poder y, tan pronto como hubo contrarrestado el encantamiento, Issa y yo arrojamos la testa pretil abajo.

Mis hombres montaron guardia en la muralla de tierra mientras cruzaban los carros y su escolta. Galahad había cruzado con nosotros y me acompañó a registrar las construcciones de intramuros. Por alguna razón, los sajones se mostraban reacios a ocupar los asentamientos romanos y preferían sus casas de troncos y paja, aunque aquellos edificios de piedra habían estado habitados hasta hacía poco, pues hallamos cenizas en los hogares y algunos suelos recién barridos.

—Podrían ser de los nuestros —dijo Galahad, pues muchos britanos vivían entre los sajones, la mayoría como esclavos, pero algunos como hombres libres sometidos al gobierno de los invasores.

Habríase dicho que los edificios hubieran servido de cuartel en algún tiempo, pero también había dos viviendas y otra edificación que tomé por granero pero cuya puerta rota, al abrirse, nos mostró un establo donde alojar el ganado durante la noche para protegerlo de los lobos. El suelo era un lodazal hondo de paja y boñiga tan apestoso que habría salido de allí en aquel mismo momento, pero Galahad descubrió algo al fondo, entre las sombras, y lo seguí hasta allí pisando el suelo viscoso y mojado.

El extremo opuesto no era una pared recta bajo el tejado sino que se rompía en un ábside curvo. Arriba, entre la sucia escayola del ábside y visible apenas bajo la suciedad y el polvo de los años, había un símbolo pintado que parecía una gran «equis» con una «pe» encima. Galahad se quedó mirando el símbolo e hizo la señal de la cruz.

—Esto era una iglesia, Derfel —dijo asombrado.

—Apesta —contesté.

—Aquí había cristianos —comentó Galahad, mirando el símbolo con reverencia.

—Pues ya no. —La espantosa fetidez me hizo estremecer, no podía parar de dar manotazos inútilmente a las moscas que revoloteaban alrededor de mi cabeza.

A Galahad no le importó la fetidez. Removió con la punta de la lanza la compacta masa de boñiga y paja podrida y terminó por descubrir un pequeño trozo de suelo. Lo que encontró le hizo perseverar hasta dejar al descubierto la parte superior de un hombre representado en las pequeñas baldosas. El hombre llevaba túnica de obispo, tenía un halo como un sol alrededor de la cabeza y levantaba una mano con una pequeña bestia de cuerpo delgado y gran cabeza peluda.

—San Marcos
y
el león —me dijo Galahad.

—Creía que los leones eran fieras enormes —comenté, decepcionado—. Sagramor dice que son más grandes que caballos y más feroces que osos. —Me quedé mirando la bestia manchada de mierda—. Esto no es mayor que un gatito.

—Es un león simbólico —me recriminó. Intentó limpiar otro poco, pero fue en vano, pues la suciedad era muy vieja y estaba muy pegada y amazacotada—. Algún día —dijo— levantaré una gran iglesia como ésta. Un iglesia enorme donde la gente se reúna ante Dios.

—Y cuando te mueras —contesté, empujándolo hacia la salida—, algún desgraciado cobijará aquí a diez rebaños en invierno y te estará muy agradecido.

Insistió en quedarse un minuto más y, mientras le sujetaba la lanza y el escudo, abrió los brazos a los lados y pronunció una nueva oración en un viejo recinto.

—Es una señal divina —dijo exaltado cuando por fin salió otra vez al sol—. Devolveremos el cristianismo a Lloegyr, Derfel. ¡Es una señal de victoria!

Aunque Galahad lo interpretara como una señal de victoria, aquella vieja iglesia estuvo a punto de abocarnos a la derrota. Al día siguiente, mientras avanzábamos en dirección este hacia Londres, tan tentadoramente cerca ya, el príncipe Meurig permaneció en Pontes. Envió las carretas por delante con la mayoría de su escolta pero se quedó con cincuenta hombres para despejar la iglesia de la viscosa suciedad. El descubrimiento de la antigua iglesia conmovió a Meurig tanto como a Galahad y decidió devolver el templo a su dios; mandó a sus hombres dejar las armas a un lado y limpiar el edificio de detritos y paja; los sacerdotes que lo acompañaban rezarían lo que fuera necesario para restituir su santidad al lugar.

Y mientras la retaguardia sacaba mierda con horcas, los sajones que nos seguían llegaron al puente.

Meurig escapó, tenía un caballo, pero casi todos los que estaban limpiando murieron, así como dos sacerdotes; después, los sajones cruzaron el puente y cayeron en tromba sobre las carretas. Lo que quedaba de retaguardia presentó batalla, pero los asaltantes eran más numerosos y los rodearon por los flancos, les dieron alcance y empezaron a matar a los lentos bueyes hasta que, una a una, detuvieron las carretas, que quedaron a merced del enemigo.

Entonces oímos la conmoción. El ejército se detuvo y los jinetes de Arturo volvieron al galope hacia el lugar de donde procedía el fragor de la matanza. Ninguno de los jinetes iba convenientemente pertrechado para luchar pues hacía un calor excesivo y no cabalgaban toda la jornada con la armadura puesta; no obstante, su sola aparición fue suficiente para hacer huir al enemigo en desbandada. Pero el daño ya estaba hecho. Dieciocho de las cuarenta carretas quedaron inmovilizadas y, sin los bueyes, tendrían que ser abandonadas allí. Aquellas dieciocho habían sido saqueadas en su mayoría y los barriles de preciosa harina habían sido arrojados al suelo. Recogimos en nuestras capas cuanta harina pudimos, aunque el pan que con ella se cociera sería de poca calidad y lleno de polvo y ramas. Ya antes del asalto, habíamos recortado las raciones para estirarlas dos semanas, pero después, como la mayor parte de la comida iba en las últimas carretas, tuvimos que considerar la necesidad de reducir la marcha a una semana a partir de aquel día, y ni así habría alimento suficiente para volver sanos y salvos a Calleva o a Caer Ambra.

—En el río abunda la pesca —señaló Meurig.

—¡Dioses! ¡Pescado otra vez no! —gruñó Culhwch, recordando las privaciones de los últimos días en Ynys Trebes.

—No hay peces suficientes para alimentar a un ejército —replicó Arturo con rabia. Le habría gustado gritar a Meurig, haber dejado su estupidez en evidencia, pero Meurig era príncipe y el sentido del respeto no le permitía humillarlo. Si hubiéramos sido Culhwch o yo quienes hubiéramos dividido la retaguardia dejando las carretas a merced del enemigo, Arturo habría perdido los estribos, pero a Meurig lo protegía su alta cuna.

Nos reunimos en consejo al norte del camino, que en aquel punto atravesaba recto una llanura herbosa y oscura salpicada de arboledas: a ambos lados había maraña de aulagas y espinos. Estaban presentes todos los comandantes, los demás cargos menores se agolpaban por docenas para escuchar las discusiones. Naturalmente, Meurig declinó toda responsabilidad alegando que, de haber contado con mayor número de hombres, jamás habría ocurrido tal desastre.

—Por otra parte —añadió—, y disculpad que hable de eso, aunque lo considere algo que no necesita mucha explicación, un ejército que no cuenta con Dios no puede esperar ningún éxito.

—Entonces, ¿por qué Dios no cuenta con nosotros? —replicó Sagramor.

—Lo hecho, hecho está —dijo Arturo para acallar al númida—. Nos hemos reunido aquí para hablar del paso siguiente.

Pero el siguiente paso dependía más de Aelle que de nosotros. Había ganado la primera batalla, aunque tal vez ignorara el alcance de su triunfo. Nos habíamos internado muchas millas en su territorio y corríamos el riesgo de morir de hambre a menos que lográsemos preparar una encerrona a su ejército, destruirlo y llegar así a tierras en las que aún quedaran reservas. Los exploradores nos llevaban venados y, de vez en cuando, encontraban por azar alguna vaca o alguna oveja, pero tales exquisiteces escaseaban y no terminaban de compensar la pérdida de harina y carne en salazón.

—Tendrá que defender Londres, sin duda —dijo Cuneglas.

Sagramor negó con la cabeza.

—Londres está habitada principalmente por britanos —dije los sajones no les gusta y nos dejarán tomarla.

—En Londres habrá víveres —prosiguió Cuneglas.

—Pero ¿cuánto durarán, lord rey? —inquinó Arturo—. Y si nos los llevamos, ¿qué haremos? ¿Vagar eternamente con la esperanza de que Aelle decida presentar batalla? —Se quedó mirando al suelo con el rostro tenso, sumido en sus pensamientos. La táctica de Aelle ya estaba clara, los sajones permitirían que siguiéramos avanzando, sus hombres siempre irían por delante de nosotros limpiando el terreno de sustento y, tan pronto como nos debilitáramos física y moralmente, la horda sajona nos rodearía—. Lo que debemos hacer —manifestó Arturo— es atraerlos hacia nosotros. —Meurig parpadeó rápidamente.

—¿Cómo? —preguntó en un tono que pretendía ridiculizar a Arturo.

Los druidas que nos acompañaban, Merlín, Iorweth y dos más de Powys ocupaban un lateral en el consejo, y Merlín, que se había adueñado de un hormiguero y lo empleaba a modo de sitial, llamó la atención de los presentes levantando la vara en alto.

—¿Qué hacéis cuando queréis una cosa de valor? —preguntó con poco entusiasmo.

—Tomarla —replicó Agravain, que comandaba a los jinetes de Arturo para que éste pudiera hacerse cargo del ejército.

—Si queréis algo valioso de los dioses —concretó Merlín—, ¿qué hacéis?

Agravain se encogió de hombros y ninguno de los presentes supo responder.

Merlín se levantó y dominó el consejo con su elevada estatura.

—Si deseáis algo —dijo con sencillez, como si fuera el maestro y nosotros los discípulos—, tenéis que dar algo a cambio. Debéis hacer una ofrenda, un sacrificio. Lo que más deseaba yo por encima de todas las cosas de este mundo era la olla mágica, de modo que ofrecí mi vida por ella y mi deseo fue escuchado; de no haber ofrecido mi espíritu a cambio, el don no habría llegado a mí. Tenemos que ofrecer un sacrificio.

Meurig, como cristiano, se sintió ofendido y no pudo resistir el deseo de mofarse del druida.

—¿Vuestra vida, quizá, lord Merlín? La última vez os salió bien. —Estalló en carcajadas y, con una mirada, conminó a los sacerdotes supervivientes a que lo secundaran.

Las risas cesaron tan pronto como Merlín apuntó al príncipe con la vara. La mantuvo con pulso inmejorable a escasas pulgadas de la cara de Meurig y no la movió ni mucho después de que se acallaran las carcajadas ni cuando el silencio se hizo insoportable. Agrícola carraspeó respondiendo al deber de acudir en ayuda de su príncipe, pero una leve oscilación del negro báculo acalló cualquier protesta que Agrícola tuviera en mente. Meurig se revolvió incómodo, pero parecía hipnotizado. Se ruborizó, parpadeó y se le pusieron los pelos de punta. Arturo frunció el ceño pero nada dijo. Nimue sonrió ante las expectativas del sino del príncipe y los demás mirábamos en silencio, algunos estremecidos de miedo, pero Merlín siguió firme hasta que, por fin, Meurig no pudo soportar la tensión por más tiempo.

—Lo he dicho en broma —gritó al borde de la desesperación—, no pretendía ofender.

—¿Has dicho algo, lord príncipe? —inquirió Merlín sobresaltado, fingiendo que las aterrorizadas palabras de Meurig lo habían sacado bruscamente de su ensoñación. Bajó la vara—. Creo que soñaba despierto. ¿De qué hablábamos? ¡Ah, sí! De un sacrificio. ¿Qué es lo más precioso que poseemos, lord Arturo?

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