Read El enemigo de Dios Online
Authors: Bernard Cornwell
—Nada de magia —nos dijo—, esos hechiceros no conocen la verdadera magia. Estáis a salvo.
Se abrió paso entre los escudos y se alejó en busca de Nimue. Los sajones avanzaban despacio hacia nosotros. Sus magos escupían y chillaban; los hombres gritaban a los que los seguían para mantener la alineación mientras que otros nos insultaban a voces.
Sonó el aviso de nuestros cuernos de guerra y empezamos a cantar. En nuestro extremo de la barrera de escudos cantábamos la Gran Canción Guerrera de Beli Mawr, un grito triunfante de matanza que hace arder las entrañas de los hombres. Dos de mis soldados bailaban delante de la barrera de escudos brincando y saltando por encima de sus espadas y lanzas, colocadas en el suelo en forma de cruz. Los llamé para que se reintegraran, pues pensé que los sajones seguirían avanzando loma arriba y precipitarían un choque sangriento y rápido; sin embargo, se detuvieron a cien pasos de nosotros y rehicieron la alienación de los escudos hasta formar una muralla compacta de maderos reforzados con cuero. Guardaron silencio cuando sus magos lanzaron sus orines hacia nosotros. Los grandes perros ladraban y tiraban de las correas, los tambores de guerra seguían retumbando y, de vez en cuando, sonaba un cuerno tristemente, pero los sajones continuaban en silencio, golpeando las lanzas contra los escudos al ritmo del golpe fuerte del tambor.
—Los primeros sajones que veo —dijo Tristán, que se había situado a mi lado y miraba fijamente al ejército enemigo con sus armaduras de pieles, sus hachas de doble filo, sus perros y sus lanzas.
—Caen como moscas —le dije.
—No me gustan las hachas —confesó tocando el borde metálico de su escudo para que le diera buena suerte.
—Son armas poco ágiles —dije como para quitarle importancia—. Quedan inutilizadas al primer golpe. Hay que pararlas con el centro del escudo e hincar la espada por debajo. Siempre resulta; o casi siempre.
Los tambores sajones cesaron súbitamente, la línea enemiga se abrió por el centro y apareció Aelle en persona. Se detuvo, nos miró fijamente unos segundos y escupió; con gesto ostentoso, arrojó la lanza y el escudo al suelo en señal de que deseaba parlamentar. Avanzó hacia nosotros erguido en toda su estatura, corpulento y de pelo oscuro, envuelto en una gruesa piel negra de oso. Lo acompañaban dos magos y un hombre calvo y delgado que tomé por el intérprete.
Cuneglas, Meurig, Agrícola, Merlín y Sagramor se acercaron a hablar con él. Arturo prefirió quedarse con sus jinetes y, puesto que Cuneglas era el único rey de nuestro bando, era justo que él hablara, pero invitó a los demás a que lo acompañaran y me hizo seña de que me adelantara para actuar de intérprete. Así fue como me encontré con Aelle por segunda vez. Era alto, de ancho pecho, cara achatada y dura y ojos oscuros. Tenía la barba poblada, crecida y negra, las mejillas cosidas de cicatrices y la nariz rota; le faltaban dos dedos de la mano derecha. Llevaba cota de malla, botas de cuero y un yelmo con dos cuernos de toro incrustados. Lucía oro britano alrededor del cuello y en las muñecas. La piel de oso que le tapaba la armadura debía de resultar incómoda por lo asfixiante, aquel día caluroso, pero tan grueso pellejo detendría un mandoble con la misma eficacia que una armadura de hierro. Se quedó mirándome.
—Te conozco, gusano —dijo—, un sajón de quita y pon.
—Saludos, lord rey —dije con una leve inclinación de cabeza.
—¿Crees —dijo después de escupir— que por jactarte de buenos modales tu muerte será menos cruel?
—Mi muerte en nada os concierne, lord rey. Pero espero contar la vuestra a mis nietos.
Se echó a reír y luego miro desdeñosamente a los cinco jefes.
—¡Vosotros sois cinco y yo uno sólo! ¿Dónde está Arturo? ¿Vaciándose las tripas de miedo?
Dije a Aelle el nombre de nuestros jefes y, después, Cuneglas se sumó al diálogo que yo iba traduciendo. Empezó, según la costumbre, exigiendo a Aelle la rendición inmediata. Dijo que seríamos compasivos. Pediríamos la vida de Aelle y todos sus tesoros, armas, mujeres y esclavos, pero los lanceros podrían marchar libremente sin la mano derecha.
Aelle, siguiendo el protocolo, se burló de las exigencias y mostró una dentadura descarnada y descolorida.
—¿Acaso Arturo piensa —preguntó en tono imperioso— que escondiéndose no sabemos que está aquí con sus caballos? Dile, gusano, que esta noche su cadáver será mi almohada. Dile que su esposa será mi ramera y que cuando la haya exprimido, se la entregaré a mis esclavos. Y di a ese bufón bigotudo —señaló a Cuneglas— que a la caída del sol, este lugar se llamará la tumba de los britanos. Dile —prosiguió— que le arrancaré las patillas y se las daré a los gatos de mi hija para que jueguen. Dile que haré una copa con su cráneo y echaré sus entrañas a los perros. Y di a ese demonio —apuntó con la barba hacia Sagramor— que hoy su alma negra irá a parar a los horrores de Thor y que se retorcerá en el círculo de serpientes para siempre. Y en cuanto a ése —miró a Agrícola—, hace mucho que deseo su muerte; el recuerdo de su último suspiro endulzará las largas noches que están por venir. Y di a esa basura —escupió dirigiéndose a Meurig— que voy a rebanarle las pelotas y a convertirlo en mi copero personal. Diles cuanto te he dicho, gusano.
—Dice que no —informé a Cuneglas.
—Ha dicho más cosas —insistió Meurig con tono arrogante; era el único que estaba allí sólo porque el rango lo exigía.
—No os gustaría oírlas —replicó Sagramor cansinamente.
—Todo conocimiento es importante —protestó Meurig.
—¿Qué dicen, gusano? —me preguntó Aelle sin recurrir a su propio intérprete.
—Discuten por saber cuál de ellos tendrá el gusto de daros muerte, lord rey —dije. Aelle escupió.
—Di a Merlín —añadió el rey sajón mirando al druida— que a él no lo he insultado.
—Ya lo sabe, lord rey, pues habla vuestra lengua. —los sajones temían a Merlín y ni siquiera en aquel momento querían enfrentarse con él. Los dos magos sajones le lanzaban maldiciones sin cesar, pero se limitaban a cumplir con su obligación y Merlín no se lo tuvo en cuenta. Tampoco parecía interesado en el parlamento, sencillamente, miraba altivamente a lo lejos, aunque concedió una sonrisa a Aelle tras el cumplido de éste.
Aelle me clavó la mirada unos segundos y, finalmente, me preguntó:
—
¿De
qué tribu eres?
—De Dumnonia, lord rey.
—¡Antes, idiota! ¡De nacimiento!
—De vuestro pueblo, señor —dije—, del pueblo de Aelle.
—¿Tu padre?
—No lo conocí, señor. Uther hizo cautiva a mi madre cuando me llevaba en el vientre.
—¿Su nombre?
Hube de pensarlo un par de segundos.
—Erce, lord rey —logré recordar al fin. Aelle sonrió al oírlo.
—¡Un buen nombre sajón! Erce, la diosa de la Tierra y la madre de todos nosotros. ¿Cómo está tu Erce?
—No la he vuelto a ver, lord rey, desde que era un niño, pero tengo entendido que vive.
Me miró gravemente. Meurig protestaba con impaciencia y exigía saber de qué estábamos hablando, pero se calmó cuando vio que los demás hacían caso omiso de él.
—No es bueno que el hombre olvide a su madre —dijo Aelle por fin—. ¿Cómo te llamas?
—Derfel, lord rey. —Me escupió en la cota de malla.
—Pues avergüénzate, Derfel, porque has olvidado a tu madre. ¿Lucharás hoy a nuestro lado? ¿A favor del pueblo de tu madre?
—No, lord rey —sonreí—, pero me honráis.
—Que sea dulce tu agonía, Derfel. Pero di a ese montón de basura —señaló con la cabeza a los cuatro jefes armados— que vengo a comerles el corazón. —Escupió por última vez, dio media vuelta y volvió con sus hombres.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Meurig.
—Me ha hablado a mí, lord príncipe —dije—, de mi madre. Y me ha recordado mis pecados. —Que Dios me asista, pero aquel día, Aelle me gustó.
Ganamos la batalla.
Igraine querrá que cuente más cosas. Le gustan los grandes héroes, y los hubo, pero también hubo cobardes y hombres que se ensuciaron los calzones de terror y sin embargo se mantuvieron firmes en la barrera de escudos. Hubo quien no mató a nadie pero se defendió desesperadamente y hubo quien proporcionó nuevos motivos a los poetas para buscar palabras con que expresar sus proezas. En resumen, fue una batalla. Murieron amigos, como Cavan, otros fueron heridos, como Culhwch, y otros salieron indemnes, como Galahad, Tristán y Arturo. Yo recibí un hachazo en el hombro izquierdo y, aunque la cota de malla se llevó la mayor parte del impacto, la herida tardó semanas en sanar y, actualmente, la roja cicatriz me duele cuando hace frío.
Lo importante no fue la batalla sino lo que sucedió después; pero antes, y porque mi querida reina Igraine insistirá en que describa las grandes gestas del abuelo de su esposo, el rey Cuneglas, relataré la batalla brevemente.
Los sajones nos atacaron. Aelle tardó más de una hora en persuadir a sus hombres de que asaltaran nuestra barrera de escudos y, durante todo ese tiempo, los hechiceros cubiertos de boñiga nos gritaban, los tambores redoblaban y los pellejos de cerveza corrían entre las filas sajonas. Muchos de los nuestros bebían hidromiel pues, aunque nos hubiéramos quedado sin víveres, las provisiones de hidromiel no parecían faltar jamás en los ejércitos britanos. Al menos la mitad de los nuestros estaban embotados por la bebida, pero tales hombres no faltaban nunca en las batallas, pues pocas cosas más logran imbuir a los guerreros del valor suficiente para lanzarse a la más terrible maniobra bélica, el asalto directo a un muro de escudos que aguarda. Yo permanecía sobrio porque tal era mi costumbre, pero la tentación de beber era fuerte. Unos cuantos sajones trataron de incitarnos a lanzar una carga a destiempo, se acercaron exhibiéndose sin escudos ni yelmos, pero lo único que recibieron por las molestias fueron unas cuantas lanzas arrojadas con mala intención. Nos respondieron otras lanzas, que rebotaron en nuestros escudos sin resultado. Dos hombres desnudos, enloquecidos por la bebida o por la magia, nos atacaron; Culhwch atajó al primero y Tris—tán al segundo. Vitoreamos a nuestros dos jefes, y los sajones, desatada la lengua bajo los efectos de la cerveza, replicaron con insultos.
El ataque de Aelle, cuando por fin se produjo, fue desastroso. Los sajones confiaban en que sus perros de guerra nos romperían la defensa, pero Merlín y Nimue tenían preparados sus propios canes, sólo que nuestros ejemplares no eran machos sino hembras, y muchas en celo, suficientes para volver locas a las alimañas de los sajones. En vez de abalanzarse sobre nosotros, los grandes canes se dirigieron directamente a las hembras y se produjo una gran barahúnda de gruñidos, peleas, ladridos y aullidos; de pronto, había animales fornicando por todas partes, acosados por los menos afortunados que trataban de ocupar su lugar, pero ni uno se acordó de los britanos. Los sajones, que estaban preparados para comenzar la matanza sin más preámbulos, se desorientaron a causa de la reacción de los perros. Vacilaron y Aelle, temiendo un ataque por nuestra parte, los arrojó al asalto y así se nos echaron encima. Pero lo hicieron desigualmente, en vez de mantener la formación unida.
Los perros que se apareaban fueron pisoteados y, después, los escudos entrechocaron con ese estrépito sordo y terrible que resuena durante años. Es el rugido de la batalla, el sonido de los cuernos de guerra, los hombres gritan y luego los escudos golpean unos contra otros secamente; después del choque comienzan los gemidos, cuando las lanzas encuentran resquicios entre los escudos y las hachas caen en picado desde arriba. Aquel día, los sajones se llevaron la peor parte. Los perros sueltos entre las dos alineaciones les hicieron romper su cuidadosa formación y en todos los puntos donde tal cosa sucedió al ejército que avanzaba, los nuestros encontraron huecos por donde embestir, mientras las filas de atrás entraban a embudo por las brechas formando cuñas de escudos y armas que ahondaban en las filas enemigas. Cuneglas iba al frente de una de las cuñas y a punto estuvo de alcanzar al mismísimo Aelle. No lo vi en combate aunque, más tarde, los bardos cantaron sus hazañas y él me aseguró modestamente que no habían exagerado mucho.
Me hirieron temprano. El escudo contuvo la mayor parte del impacto pero de todas formas, la hoja me alcanzó el hombro y me entumeció el brazo izquierdo; no obstante, la herida no me impidió rebanar la garganta al autor del hachazo. Después, cuando la presión de los hombres hizo inútiles las lanzas, saqué a Hywelbane, hundí la hoja y rajé cuanto pude entre la masa humana que gruñía, oscilaba y empujaba. La batalla se convirtió en una pelea a empujones, como ocurre siempre, hasta que una de las partes se quiebra. Simples peleas a empujones, sudorosas, calurosas y sucias.
La nuestra tuvo la dificultad añadida de que la defensa sajona, de a cinco en fondo a lo largo de toda su extensión, rodeaba nuestra barrera de escudos. Para defendernos del sitio, arqueamos la formación por los extremos y presentamos dos frentes de escudos a los atacantes; durante un rato, las dos alas sajonas vacilaron con la esperanza, tal vez, de que los del centro fueran los primeros en rompernos la formación. Entonces, un jefe sajón llegó al extremo de mi barrera y lanzó a sus hombres al ataque avergonzándolos. Echó a correr en solitario, se abrió paso entre dos lanzas con el escudo y se arrojó al centro de la corta línea de nuestro flanco. Cavan murió allí atravesado por la espada del jefe sajón, y a la vista de ese valiente que por sí sólo abría una brecha en nuestra ala, sus hombres se arrojaron en tromba de forma salvaje y delirante.
En aquel momento, Arturo cargo desde la fortificación inacabada. No lo vi pero lo oí. Los bardos dicen que el mundo se conmovió bajo los cascos de su montura y, en realidad, habríase dicho que la tierra temblaba, aunque tal vez fuera sólo el estrépito de los nobles brutos envueltos en placas de hierro fuertemente sujetas a los cascos. Los caballos cayeron sobre el ala desprotegida de las líneas enemigas y, verdaderamente, el terrible impacto de esa acción marcó el final de la batalla. Aelle había contado con que sus perros abrieran brecha y que la retaguardia contuviera la embestida de los jinetes con escudos y lanzas, pues sabía perfectamente que no hay caballo capaz de embestir contra una muralla de lanzas bien defendida y, sin duda, se habría enterado de que los lanceros de Gorfyddyd habían mantenido a Arturo a raya de tal guisa en el valle del Lugg. Pero el ala débil de los sajones cargó desordenamente y Arturo supo medir el momento de su intervención con exactitud. No esperó a que sus jinetes se reorganizaran, simplemente salió disparado de entre las sombras, gritó a sus hombres que lo siguieran y obligó a
Llamrei
a entrar decididamente en la brecha de las filas sajonas.