Read El enemigo de Dios Online
Authors: Bernard Cornwell
—Tenemos oro —respondió éste tras pensarlo unos momentos—, plata, mi armadura.
—Chucherías —replicó Merlín despectivamente.
De nuevo se hizo el silencio; después, los hombres que habían quedado fuera del consejo empezaron a manifestarse. Algunos se quitaron las torques que llevaban al cuello y las blandieron en el aire. Otros propusieron ofrecer armas, un hombre llegó a reclamar la espada de Arturo por su nombre, Excalibur. Los cristianos se abstuvieron, pues se trataba de una ceremonia pagana y ellos no ofrecerían sino plegarias; un hombre de Powys propuso sacrificar a un cristiano, idea que despertó entusiasmos e hizo ruborizarse a Meurig nuevamente.
—A veces tengo la impresión —dijo Merlín cuando las ideas se agotaron— de que estoy condenado a vivir entre idiotas. ¿Acaso está loco todo el mundo excepto yo? ¿No hay entre todos vosotros un solo pobre necio y corto de entendederas que vea lo que, evidentemente, es nuestro más preciado bien? ¿Ni uno solo?
—Comida —dije.
—¡Ah! —exclamó Merlín con deleite—. ¡Bien dicho, pobre necio y corto de entendederas! Comida, idiotas —escupió el insulto a todo el consejo—. Los planes de Aelle se fundamentan en la creencia de que andamos escasos de víveres, de modo que debemos demostrarle lo contrario. Mostrémonos pródigos en víveres como los cristianos en oraciones, echémosla al vacío de los cielos, despilfarrémosla, arrojémosla por el suelo, tenemos que —hizo una pausa para recalcar la siguiente palabra— «sacrificarla». —Aguardó para comprobar si alguien se oponía pero nadie habló—. Busca un lugar cerca de aquí —ordenó a Arturo— que te parezca oportuno para presentar batalla a Aelle. No hagas alarde de grandes fuerzas pues no conviene que rehuse el combate. Recuerda que es preciso tentarlo, hacerle creer en la victoria. ¿Cuánto tardará en aprestar sus fuerzas para la batalla?
—Tres días —replicó Arturo. Sospechaba que los hombres de Aelle estaban muy dispersos formando un amplio círculo que nos escoltaba y que tardarían al menos dos días en reunirse y formar un ejército compacto, más otro día entero para situarse en orden de batalla.
—Necesito dos días —dijo Merlín—, así que cuece pan para mantenernos vivos cinco días —ordenó—. Nada de raciones generosas, Arturo, pues el sacrificio ha de ser real. Luego, busca el campo de batalla y aguarda. Deja lo demás en mis manos pero dame a Derfel y a doce de sus hombres para hacer otros trabajos. ¿Hay alguien entre nosotros —prosiguió, levantando la voz para que le oyera la multitud que se apiñaba fuera del consejo— ducho en la talla de la madera?
Escogió a seis, dos de Powys, uno que llevaba el halcón de Kernow en el escudo y los demás, dumnonios. Les entregó hachas y cuchillos pero ninguna herramienta para tallar hasta que Arturo encontrara el campo de batalla.
Arturo escogió un extenso brezal que ascendía suavemente hasta una cima coronada por un bosquecillo de tejos y serbales blancos. La pendiente apenas se empinaba pero aun así dominaríamos desde cierta altura; Arturo plantó los pendones y, alrededor de las enseñas, surgió un campamento de refugios de ramas cortadas en la arboleda. Los lanceros se situarían en torno a las enseñas y, según nuestras esperanzas, allí se enfrentarían con Aelle. El pan que nos mantendría con vida mientras aguardábamos fue cocido en hornos de tierra.
Merlín se situó al norte del brezal, donde había una pradera con raquíticos alisos invadidos por la maleza a la orilla de un arroyo que serpenteaba hacia el Támesis. Mis hombres recibieron la orden de talar tres robles, cortar las ramas, descortezar el tronco y, luego, cavar tres hoyas para ponerlos de pie en tierra a modo de columnas, aunque primero, los artesanos de la madera tuvieron que convertirlos en ídolos macabros. Iorweth ayudó a Merlín y a Nimue; los tres se zambulleron gustosamente en una tarea que les daba ocasión de crear las imágenes más macabras y temibles, aunque no guardaran ni remota semejanza con ninguna imagen de dioses que hubiera visto en mi vida; mas a Merlín no le importaba. Dijo que los ídolos no eran para nosotros sino para los sajones y, por eso, los talladores y él convirtieron los troncos en horribles caras de animal con pecho de mujer y genitales de hombre; terminadas las columnas, mis hombres dejaron sus tareas y colocaron las tres figuras en los agujeros del suelo; Merlín y los artesanos rellenaron las hoyas con tierra y finalmente las columnas quedaron erguidas.
—¡El padre —exclamó Merlín brincando alegremente delante de los ídolos—, el hijo y el espíritu santo! —dijo riendo.
Mientras tanto, mis hombres levantaron una gran pila de leña delante de las hoyas donde colocaron las provisiones que nos quedaban. Matamos los bueyes restantes e izamos sus pesados cuerpos sobre los leños, que fueron impregnándose de sangre fresca hasta las capas inferiores; encima de los bueyes depositamos todo lo que habían acarreado; carne seca, pescado seco, queso, manzanas, cereal y legumbres y, sobre los preciosos víveres, el cadáver de un par de venados recién cazados y un carnero acabado de sacrificar. Cortamos la cabeza del carnero y la clavamos, con su par de cuernos iguales, en el pilar central.
Los sajones observaban nuestro trabajo. Se encontraban en la otra orilla del río y una o dos veces, durante el primer día, arrojaron las lanzas por encima del agua pero, tras los inútiles intentos de estorbar nuestra actividad, se conformaron con mirarnos y seguir con atención el desarrollo de nuestras actividades. Tenía la sensación de que cada vez eran más. Durante el primer día sólo avistamos unos doce entre los árboles, pero al caer la tarde del segundo, vimos al menos una veintena de fogatas humeantes tras la cortina vegetal.
—Ahora —dijo Merlín aquella misma tarde— vamos a darles un buen espectáculo.
Llevamos cazuelas con fuego desde la pequeña cima del brezal hasta la gran pila de madera y las arrojamos al fondo de la maraña de leña. La madera estaba verde, pero en el centro habíamos dispuesto montones de hierba seca y ramas rotas y, al caer la noche, la pira ardía intensamente. Las llamas proyectaban un resplandor espeluznante sobre nuestros toscos ídolos, el humo se elevaba en una gran columna que se extendía en dirección a Londres y el olor a carne asada inundaba el campamento y nos hacía la boca agua. La hoguera crujió y se derrumbó en un torrente de pavesas que se perdieron en el aire; en el tremendo calor, las reses sacrificadas se sacudían y se retorcían cuando las llamas alcanzaban los tendones y hacían estallar los cráneos. La grasa deshecha chisporroteaba en el fuego y prendía con brillos blancos y deslumbrantes que proyectaban sombras negras sobre los horrendos ídolos. El fuego ardió toda la noche quemando nuestras últimas esperanzas de salir de Lloegyr si no era como victoriosos; al amanecer, los sajones se acercaron con sigilo a observar los humeantes restos.
Y permanecimos a la espera, aunque no completamente inactivos. Nuestros jinetes partieron hacia levante a vigilar el camino de Londres y volvieron para informar de que había bandas de sajones en marcha. Otros cortamos más leña y empezamos a levantar una fortificación junto al mermado bosquecillo de la cima del brezal. Para nada la necesitábamos, pero Arturo quería dar la impresión de que estábamos montando una base en el corazón de Lloegyr desde la cual hostigaríamos a Aelle. Tal planteamiento, si lograba convencer a Aelle, seguramente lo incitaría a la batalla. Hicimos los preparativos para levantar una muralla de tierra; la falta de herramientas apropiadas nos impidió dar una impresión de grandiosidad pero, no obstante, la muralla debió de contribuir al engaño.
A pesar de lo mucho que teníamos que hacer, en el seno del ejército las disensiones y hostilidades seguían manifestándose. Algunos, como Meurig, creían que habíamos adoptado una táctica errónea desde el principio. Meurig decía que habría sido preferible enviar dos o tres ejércitos pequeños a tomar la fortaleza sajona de la frontera. Teníamos que haber hostigado y provocado y, sin embargo, sólo habíamos conseguido pasar más hambre cada día en nuestra propia trampa en plena Lloegyr.
—Tal vez esté en lo cierto —me confesó Arturo durante la tercera mañana.
—No, señor —insistí y, para reforzar mi opinión, señalé hacia el norte en dirección a la humareda, cada vez más gruesa, que revelaba el incremento de la horda sajona del otro lado del río.
—Sí, es cierto que el ejército de Aelle está ahí —dijo—, pero no significa que se disponga a atacar. Nos vigila, pero si tiene dos dedos de frente, nos dejará aquí plantados hasta que nos pudramos.
—Podríamos atacar nosotros —dije.
—Hacer que un ejército cruce un bosque y un río es la receta del desastre. Es nuestro último recurso, Derfel. Recemos para que venga hoy.
Pero no fue así y hacía cinco días que los sajones habían atacado las carretas de los víveres. Al día siguiente comeríamos migas y al otro, estaríamos muriéndonos de hambre. Tres días más y miraríamos la espantosa derrota a los ojos. Arturo no mostraba preocupación, aunque los gruñones del ejército vieran las perspectivas tan negras y, aquella tarde, cuando el sol se ponía por la lejana Dumnonia, Arturo me hizo seña de que subiera con él a la muralla de nuestra primitiva fortaleza en construcción. Trepé por los maderos hasta arriba.
—Mira —me dijo señalando hacia levante. A lo lejos, en el horizonte, divisé otra gruesa columna de humo gris y, bajo el humo, con los edificios iluminados por los rayos bajos del sol, la ciudad más grande que había visto en mi vida. Mayor que Glevum y Corinium, mayor incluso que Aquae Sulis—. Londres —dijo Arturo, admirado—. ¿Habías pensado en verla alguna vez?
—Sí, señor.
—Mi confiado Derfel Cadarn —replicó sonriendo. Estaba en lo más alto de la muralla, sujetándose a un pilar sin remate y mirando fijamente a la ciudad. A nuestra espalda, en el rectángulo que formaban los troncos, se encontraban recogidos los caballos del ejército. Los pobres animales estaban hambrientos pues escaseaba la hierba en aquella tierra seca y no habíamos cargado forraje para ellos—. Resulta extraño, ¿verdad? —prosiguió Arturo, sin dejar de mirar a Londres—. Tal vez a estas alturas, Lancelot y Cerdic se hayan enfrentado ya en combate, y nosotros sin saberlo.
—Roguemos que haya ganado Lancelot —dije.
—Ya ruego, Derfel; ya ruego. —Golpeó con el talón la muralla a medio construir—. ¡Qué oportunidad se le presenta a Aelle! —exclamó de pronto—. Podría terminar con los mejores guerreros de Britania aquí. A finales de año, Derfel, sus hombres podrían estar en posesión de nuestras plazas fuertes. Podrían acercarse paseando al mar Severn. Todo habría desaparecido. ¡Britania entera desaparecería! —La idea debió de parecerle divertida; se dio media vuelta y miró a los caballos—. Aún podríamos comérnoslos —dijo—. Su carne nos sustentaría una o dos semanas más.
—¡Señor! —le recriminé su pesimismo.
—No te preocupes, Derfel —rió—. He enviado un mensaje a nuestro viejo amigo Aelle.
—¿Es cierto, señor?
—La mujer de Sagramor. Se llama Malla. ¡Qué nombres tan extraños tienen los sajones! ¿La conoces?
—La he visto, señor. —Malla era una muchacha alta de largas y fuertes piernas, con los hombros anchos como un tonel. Sagramor la había hecho cautiva en una de sus incursiones a finales del año anterior y ella había aceptado su destino con una pasividad que se reflejaba en su rostro inexpresivo, casi ausente, adornado por una generosa mata de pelo dorado. El cabello era el único rasgo especialmente llamativo de Malla, aunque de todos modos poseía un extraño atractivo; era una criatura grande, fuerte, lenta y robusta, dotada de una serenidad y una presencia tan taciturna como la de su amante numidio.
—Fingirá que ha escapado de nosotros —le explicó Arturo— y en estos mismos momentos debe de estar contando a Aelle que planeamos pasar aquí el próximo invierno y que Lancelot vendrá con otras trescientas espadas porque lo necesitamos, ya que muchos de los nuestros están débiles y enfermos, aunque contamos con unas despensas llenas de víveres. —Sonrió—. En fin, que le está llenando la cabeza de tonterías, o eso espero, al menos.
—Tal vez le cuente la verdad —dije sombríamente.
—Tal vez —dijo sin asomo de preocupación. Miraba a una hilera de hombres que transportaban pellejos de agua desde un manantial que brotaba al pie de la ladera sur—, pero Sagramor confía en ella —añadió— y yo aprendí a confiar en Sagramor hace mucho tiempo.
—Yo no permitiría que mi mujer fuera al campo enemigo —dije, e hice un signo contra el mal.
—Se ofreció voluntaria —repuso Arturo—. Asegura que los sajones no le harán daño alguno. Al parecer, es hija de uno de los caudillos.
—Esperemos que ame menos a su padre que a Sagramor.
Arturo se encogió de hombros. La suerte ya estaba echada
y
hablar de riesgos no mejoraría la situación. Cambió de tema.
—Quiero que estés en Dumnonia cuando todo esto termine.
—Con mucho gusto, señor, si me aseguráis que Ceinwyn estará a salvo —respondí y, cuando quiso disipar mis temores con un gesto de la mano, insistí nuevamente—. He oído que han matado a un perro y que han envuelto a una perra en el pellejo ensangrentado del animal.
Arturo se giró, colgó las piernas por encima del muro y saltó a los establos improvisados. Apartó a un caballo y me indicó que lo acompañara a un lugar donde nadie nos oyera ni nos viera. Yo tenía hambre.
—Cuéntame otra vez lo que te han dicho —me ordenó.
—Que mataron a un perro —dije después de saltar abajo— y con su pellejo ensangrentado envolvieron a un perra coja.
—¿Y quién lo ha hecho? —preguntó.
—Alguien cercano a Lancelot —respondí, pues no quería nombrar a su esposa.
Golpeó el muro de leños con la mano y asustó a los caballos de al lado.
—Mi esposa —dijo— es amiga del rey Lancelot. —No dije nada—, Y yo también —añadió en tono desafiante, pero de nuevo callé—. Es un hombre orgulloso, Derfel, y perdió el reino de su padre porque yo no cumplí mi palabra. Se lo debo. —Pronunció las últimas palabras fríamente.
—Me han dicho —repliqué con igual frialdad— que a la perra coja le dieron el nombre de Ceinwyn.
—¡Basta! —Volvió a golpear el muro—. ¡Cuentos! ¡No son más que cuentos! Nadie niega que haya resentimiento por lo que Ceinwyn y tú hicisteis, Derfel, no soy tan necio, pero no consiento que me digas semejantes sandeces. Ginebra se atrae tal clase de rumores. Le guardan rencor porque cualquier mujer bella, inteligente, con opiniones firmes y capaz de expresarlas sin temor inspira rencor, pero ¿insinúas que se prestaría a un sucio conjuro contra Ceinwyn? ¿Que mataría y despellejaría a un perro? ¿Acaso lo crees?