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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, #Histórico, #Aventuras

Caribes

BOOK: Caribes
9Mb size Format: txt, pdf, ePub
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En el otoño de 1493, un terrible huracán arrasó Haití, devastando el Fuerte de la Natividad y dejando a su paso una trágica estela de muerte y destrucción. Por su parte, los feroces guerreros del sanguinario cacique Canoabó se encargaron de rematar y asesinar a los pocos españoles que habían conseguido sobrevivir a las fuerzas desatadas de la naturaleza. El canario Cienfuegos se convirtió en el único superviviente europeo en el Nuevo Mundo, y tuvo miedo… Segunda entrega de la célebre saga
Cienfuegos
,
Caribes
continúa las apasionantes aventuras de su protagonista en un mundo hostil y desconocido.

Alberto Vázquez-Figueroa

CARIBES

Cienfuegos II

ePUB v1.1

Semitono
26.03.2012

Diseño de la portada:

Departamento de diseño de Random House Mondadori

Fotografía de la portada: Tonystone

© 1988, Alberto Vázquez-Figueroa

Alberto Vázquez-Figueroa
(1936). Nació en Santa Cruz de Tenerife. Antes de cumplir un año, su familia fue deportada por motivos políticos a África, donde permaneció entre Marruecos y el Sahara hasta cumplir los dieciséis. A los veinte años se convirtió en profesor de submarinismo a bordo del buque-escuela
Cruz del Sur
. Cursó estudios de periodismo, y en 1962 comenzó a trabajar como enviado especial de
Destino
,
La Vanguardia
y posteriormente de Televisión Española. Durante quince años visitó casi un centenar de países y fue testigo de numerosos acontecimientos clave de nuestro tiempo, entre ellos las guerras y revoluciones de Guinea, Chad, Congo, República Dominicana, Bolivia, Guatemala… Las secuelas de un grave accidente de inmersión le obligaron a abandonar sus actividades como enviado especial. Tras dedicarse una temporada a la dirección cinematográfica, se centró por entero en la creación literaria. Ha publicado más de cuarenta libros, entre los que cabe mencionar:
Tuareg
,
Ébano
,
Manaos
,
Océano
,
Yáiza
,
Maradentro
,
Viracocha
,
La iguana
,
Nuevos dioses
,
Bora Bora
, la serie
Cienfuegos
, la obra de teatro
La taberna de los Cuatro Vientos
,
La ordalía del veneno
,
El agua prometida
y
Alí en el país de las maravillas
. Nueve de sus novelas han sido adaptadas al cine. Alberto Vázquez-Figueroa es uno de los autores españoles contemporáneos más leídos en el mundo.

«
H
ur-a-can», «El Espíritu del Mal» en lengua vernácula, arrasó en el otoño de 1493 la isla de Haití, dejando a su paso una trágica estela de muerte y destrucción que los feroces guerreros del sanguinario cacique Canoabó se encargaron de rematar asesinando a los pocos españoles que habían conseguido sobrevivir a las desatadas fuerzas de la Naturaleza, en el interior del maltrecho y desguarnecido «Fuerte de La Natividad».

Por fortuna, los barbilampiños indígenas haitianos nunca habían sabido contar más que hasta diez, más allá de lo cual todo eran muchos, y no se sentían tampoco capaces de diferenciar un barbudo rostro de cadáver extranjero de otro barbudo rostro de cadáver extranjero, por lo cual nunca consiguieron caer en la cuenta de que no habían logrado acabar con todos sus enemigos.

Drogado por la fiel y silenciosa Sinalinga, el canario
Cienfuegos
había permanecido completamente ajeno al terrible cúmulo de desgraciados acontecimientos que habían tenido lugar a no más de una legua de la cabaña en cuyo sótano la nativa lo mantenía oculto contra su voluntad, y cuando una semana más tarde comenzó a tomar conciencia de que se hallaba aún en el mundo de los vivos y su espectacular viaje a los infiernos se debía tan sólo a los efectos de una excesiva cantidad de hongos alucinógenos, fue para advertir en primer lugar cómo una criatura recién nacida berreaba junto a su hamaca.

Sinalinga había dado a luz al primer miembro de una nueva raza al día siguiente del aniquilamiento del primer enclave europeo en el «Nuevo Mundo», y como suele ocurrirle a la inmensa mayoría de las mujeres, el recién nacido pasó de inmediato a convertirse en el objetivo principal de sus atenciones, aunque no por ello dejase de sentirse directamente responsable de la seguridad del padre de su hijo.

—Tus amigos han muerto —señaló secamente en cuanto comprendió que el gomero se encontraba en condiciones de entenderle y razonar—. Y aunque los hombres de Canoabó han vuelto ya a sus tierras, aquí corres peligro.

El muchacho pareció aceptar resignadamente el hecho de que al fin se hubiera consumado una masacre que llevaba meses gestándose, lo cual no significó, sin embargo, que no se sintiera profundamente apenado por el espantoso fin de «maese» Benito de Toledo, el viejo
Virutas
, el agresivo
Caragato
, e incluso el estúpido y engolado gobernador Arana, ya que la inmensa mayoría de ellos se habían convertido en el transcurso de aquellos largos meses, no sólo en sus compañeros de exilio y aventuras, sino casi en su única familia.

Ahora estaban muertos, e inconscientemente se inclinaba a imaginar que con su brusca desaparición le habían traicionado, puesto que ninguno de ellos parecía haberse detenido a meditar en el hecho de que permitiendo que les asesinaran, le dejaban absolutamente solo al otro lado del océano, consiguiendo así que él,
Cienfuegos
, mísero e ignorante pastor de cabras de la agreste isla de La Gomera, se convirtiera en el único europeo sobreviviente en el «Nuevo Mundo», y en la única persona medianamente civilizada de la orilla oeste del Atlántico.

Sintió miedo. Pese a su cuerpo de Hércules, su altiva presencia y un valor puesto a prueba en incontables ocasiones, resultaba evidente que continuaba siendo apenas un chiquillo, y la inmensa soledad en que le habían dejado caía como una losa sobre su estado de ánimo.

¿Qué hacer y hacia dónde dirigirse?

¿A quién pedir consejo?

La cobriza mujer que amamantaba al niño le observaba con su rostro de piedra y sus inescrutables ojos profundamente oscuros, y aunque nada decía, su actitud daba a entender que la presencia de la diminuta criatura que con tanta desesperación se le aferraba al pecho bastaba por el momento para llenar su vida, y optaba, por tanto, por mantenerse al margen de cuanto pudiera acontecerle a su ex amante. Con salvarle una vez la vida, había cumplido.

Cienfuegos
observó al niño. Era su hijo, pero le costaba hacerse a la idea de que aquel ansioso monito arrugado que no hacía otra cosa que llorar y mamar fuese sangre de su sangre, y menos aún aceptaba el hecho de que constituía al propio tiempo la primera semilla germinada de una nueva raza que algún día se extendería por todo un continente.

Y es que a decir verdad, el canario
Cienfuegos
aún no había tomado —y de hecho jamás tomaría— plena conciencia del caprichoso papel que el destino le tenía reservado como testigo de la magna epopeya en que habría de convertirse el descubrimiento y la conquista de aquellas regiones, ni de la evidencia, incontestable ya, de que se había convertido en el padre del primer mestizo del continente que algún día sería llamado América.

Por el momento no era más que un rapazuelo desconcertado que se preguntaba insistentemente cómo era posible que apenas un año antes se dedicara a apacentar cabras en los riscos de su isla natal, y ahora se encontrase abandonado de la mano de Dios y de los hombres tres mil millas más allá del confín del universo.

Siempre se había dicho que en las costas de La Gomera comenzaba «El Océano Tenebroso» y acababa la Tierra, pero he aquí que como por arte de magia un sinfín de dramáticos acontecimientos le habían colocado en un lugar que se encontraba situado en la margen opuesta de ese océano.

—¿Qué debo hacer?

—Marcharte. Si continúas aquí te matarán, y es muy posible que en ese caso mataran también al niño. Es mejor que te vayas.

—¿Vienes conmigo?

—No. Las tribus del interior nos aborrecen, acabarían esclavizándonos, y no debe ser ése el futuro de mi hijo.

Mi hermano es un cacique.

—Entiendo —admitió el gomero—. Con que me esclavicen a mí será suficiente. ¿Hacia dónde me aconsejas que me dirija?

—Hacia cualquier lugar, excepto los territorios de Canoabó. Te matarían en el acto.

—¿Domina las montañas?

—Ese es su feudo, lo que le convierte en poderoso e inexpugnable.

—¡Lástima! Las montañas son el lugar donde me desenvuelvo más a gusto, y aún no conozco bien las selvas de la costa. ¡Me siento tan débil!

—Pronto se te pasará el efecto de las drogas. En tres o cuatro días te encontrarás tan fuerte como antes.

—¿Por qué lo hiciste?

—No quería que mi hijo naciese sin padre.

—¿Sólo por eso?

Los negros ojos de la haitiana se clavaron largamente en el demacrado rostro de
Cienfuegos
, pero una vez más a éste le resultó imposible averiguar qué era lo que pasaba por su mente.

Por último, Sinalinga hizo un gesto con la cabeza hacia la criatura que se había quedado dormida con la boca aún pegada a su pezón.

—Algún día los tuyos volverán —dijo—. Entonces necesitaré que le protejas.

—Los míos nunca volverán.

—Volverán —insistió ella convencida—. Yo sé que volverán.

Balanceándose suavemente en la ancha hamaca de fibra en la que ya se había acostumbrado a dormir con más comodidad que en cualquier camastro e incluso mejor que en el suelo que siempre había sido su lecho preferido, el pelirrojo comenzó a amodorrarse al tiempo que se preguntaba si en realidad Sinalinga tendría razón, y «los suyos» regresarían algún día a aquella lejana y salvaje «Tierra de las Montañas».

El Almirante don Cristóbal Colón así lo había prometido en el momento de zarpar hacia España, pero el gomero tenía sobradas razones para no confiar demasiado en las promesas del Virrey de las Indias, y desde la aciaga noche del naufragio de la nao capitana su fe en él se había resquebrajado aún más, ya que había tenido tiempo sobrado para reflexionar sobre su extraño comportamiento a todo lo largo del arriesgado viaje.

Para Colón, nada ni nadie que no se encontrase directamente relacionado con la consecución de sus personalísimos objetivos merecía que se le dedicase ni tan sólo un minuto de su precioso tiempo, y jamás daba un paso que no estuviese encaminado a conseguir el último fin que se había marcado, y que no era otro que el de alcanzar la fabulosa corte del Gran Kan por el camino del Oeste.

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