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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, #Histórico, #Aventuras

Caribes (10 page)

BOOK: Caribes
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El de Pastrana aplastó la colilla de tabaco que él mismo se había fabricado contra la pared de la choza y asintió con un leve ademán de cabeza.

—Conociéndote como te conozco, me consta que puedes conseguir cuanto te propongas,
Guanche
—dijo—.

Eres el tipo con más cabeza y más cojones que me he echado nunca a la cara, y quiero que sepas que me siento orgulloso de haberte conocido y de haber compartido contigo tantas calamidades. Cuenta conmigo, pero ten presente que después de haberles hecho tragarse el bulo del ajedrez y sus pequeños dioses, te va a resultar muy difícil convencerlas ahora de que existe otro dios, se llame Cristo o no, que está por encima de todos los demás. Les romperás los esquemas y eso resulta siempre peligroso.

—Ya lo he pensado.

—No me extraña… Y…

—¿Debemos continuar en la misma línea? —
Cienfuegos
hizo una significativa pausa e inquirió—: ¿Cuál es a tu modo de ver la pieza que más les gusta del ajedrez?

—El caballo.

—Estoy de acuerdo. El caballo les impresiona más que el rey o la reina. Les gusta verlo, tocarlo, e incluso hablarle: es su ídolo predilecto y el que tenemos que elegir como representación.

—¿Un caballo? —se horrorizó el viejo
Virutas
—. ¿Pretendes hacer que adoren a un caballo?

—¿Qué importa el símbolo? —inquirió serenamente el otro—. Lo que importa es para lo que va a servir y lo que representa. Si un gran caballo de ajedrez consigue que unas bestias antropófagas se conviertan en gentes civilizadas, temerosas de Dios y respetuosas con sus semejantes, bendito sea.

—Bendito sea, en efecto, pero existe un obstáculo.

—¿Cuál?

El anciano hizo un indeterminado gesto con la cabeza hacia el punto en que se alzaba la gran cabaña circular.

—El pajarraco emplumado. No le va a gustar que nos metamos en su terreno arrebatándole el poder.

Cienfuegos
asintió dando a entender que contaba con ello.

—Es lógico, pero en el barco Don Luis de Torres me enseñó algo importante: si no quieres enfrentarte a alguien, únete a él. Al viejo brujo le encantará la idea de convertirse en el sumo sacerdote del nuevo culto al «Gran Caballo Rojo, Señor de los Cielos y la Tierra». Al fin y al cabo, a él lo único que le interesa, es conservar sus privilegios.

—¡Qué jodido eres,
Guanche
!

—En los tiempos que corren, o eres jodido, o te joden.

Si no fuera como soy, a estas alturas me habría matado el vizconde de Teguise, me hubieran atrapado los caníbales en Haití, estaría muerto en el «Fuerte de La Natividad», o me hubieran devorado estas salvajes. Le prometí a alguien que me reuniría con ella en Sevilla, y aún continúo decidido a hacerlo.

—¡No empieces otra vez con lo de Sevilla, que eso sí que no te lo aguanto! —protestó el viejo malhumorado—.

Haré lo que me pidas. Construiré un caballo gigante, fabricaré ollas, collares y vasijas; jugaré a sacerdote. ¡Lo que quieras!, pero no me cuentes otra vez lo de la vizcondesa y Sevilla porque te juro que me tiro por el barranco y te las arreglas solo.

Al día siguiente abatieron el más hermoso roble del bosque y comenzaron a labrar la orgullosa cabeza de un caballo idéntico a aquellos que ya el hábil carpintero había esculpido medio centenar de veces a menor tamaño, y lo hacían no por crear un falso ídolo que ofrecer a las primitivas salvajes de una isla perdida, sino convencidos de que estaban realizando una meritoria labor en pro de unas criaturas cuyo único futuro era vivir como patos para morir como cerdos.

Y el viejo
Virutas
se superó a sí mismo, puesto que la hermosa figura de casi dos metros de altura que construyó, movía los ojos, agitaba las orejas, abría y cerraba la boca emitiendo una especie de espeluznante chirrido de puerta mal ajustada, e incluso por medio de un fuelle hábilmente disimulado lanzaba humo por las fosas nasales, lo que le confería en ocasiones el terrible aspecto de un amenazante dragón enfurecido.

Por último, el canario
Cienfuegos
, que tras largos meses de cautiverio había conseguido dominar medianamente la gutural y limitadísima lengua de los caribes, acudió a la cabaña redonda para poner en conocimiento del pajarraco emplumado, que el todopoderoso Tumí, dueño del mundo, se había dignado elegirle eterno guardián y representante de su suprema autoridad sobre los hombres.

El anciano hechicero casi se desmayó del susto al contemplar la más grandiosa obra que nadie hubiese fabricado jamás a este lado del océano, y al comprobar, sobre todo, el tremendo parecido que tenía con los terroríficos mascarones que adornaban las proas de las inmensas naves que en cierta ocasión se aproximaron a la isla volando sobre el mar.

Se postró, por tanto, ante el nuevo amo y señor de su vida y su alma, enterró el rostro en la arena, y juró y perjuró por todo cuanto conocía, que a partir de aquel momento hasta su último aliento estaría encaminado a promover la mayor gloria del gran Tumí Creador del Universo.

—¡Esto marcha! —señaló el gomero con aire satisfecho cuando lo dejaron allí arrodillado, incapaz de apartarse un centímetro de su flamante «dios»—. Con el brujo de nuestra parte el resto es coser y cantar. —Golpeó a su amigo en el hombro con gesto profundamente afectuoso—. ¡Buen trabajo, viejo! —añadió—. No sé cómo me las hubiera podido arreglar sin ti.

—Ni yo sin ti.
Guanche
. Hacemos un buen equipo juntos.

Así era, en efecto, y por ello, la noche en que sentados como de costumbre uno a cada lado del tablero de ajedrez, fumando tranquilamente a la puerta de la choza y disfrutando de una suave brisa que traía olor a mangos y guayabas, Bernardino de Pastrana tardó más de lo previsto en responder a un sencillo jaque,
Cienfuegos
advirtió de pronto como los ojos se le anegaban de lágrimas y el corazón se le rompía en pedazos al comprobar que su malhumorado compañero de aventuras se había quedado plácidamente dormido para siempre, y ya no refunfuñaría jamás cuando le acosara la reina.

—Eso es trampa, viejo —le recriminó con amargura—.

Lo has hecho porque sabías que estaba a punto de darte mate.

Lloró luego durante más de media hora, mansamente, sin aspaviento alguno y sin apartar la mirada de aquel querido rostro arrugado y barbudo que se había quedado súbitamente ceniciento, y por enésima vez en su vida se sintió completamente solo en este mundo, pero quizá más solo que en ninguna de las ocasiones anteriores, porque ahora se daba cuenta de que había perdido a un amigo que había sido casi un padre para él durante meses; alguien a quien se sintió tan unido como pocos hombres lo habían estado nunca.

Tomó en brazos aquel pequeño cuerpo como si se tratara apenas de un muchacho, y se alejó con él hasta el rincón más oculto del bosque en el que cavó sin otra ayuda que las manos una profunda fosa en la que le dio sepultura disimulándola luego con ramas y hojarasca.

—Me gustaría poder rezar una oración por tu alma, viejo —musitó quedamente—. Pero ni yo sé hacerlo, ni tú lo necesitas. Lo poco malo que pudieras haber hecho en esta vida, lo pagaste con creces en los últimos tiempos, y estoy seguro que a estas horas debes estar jugando al ajedrez allí donde nunca se pierde.

Por último, descendió hasta la playa y se sentó en la arena, a contemplar cómo la primera claridad del alba comenzaba a pintar con colores muy pálidos aquel infinito océano que le separaba de la mujer que amaba y de su patria.

Una extraña enfermedad, desconocida incluso para el eminente doctor Chanca, médico oficial de la expedición, asaltó durante uno de sus viajes a Cuba a su Excelencia el Almirante, Virrey de las Indias, sumiéndole en una especie de profunda catalepsia de la que se diría que nada ni nadie se sentía capaz de despertarle, lo que afectó muy negativamente el normal ritmo de construcción de la naciente capital del «Nuevo Mundo».

Instalado en el amplio dormitorio de su palacio de piedra, Colón dormía vigilado día y noche por su hermano y sus más fieles cortesanos, mientras en el torreón de la iglesia la campana que había pertenecido a la
Santa María
doblaba una y otra vez haciendo las delicias de unos indígenas que acudían desde los lugares más remotos por el simple placer de sentarse a escuchar un metálico sonido absolutamente nuevo y maravilloso para ellos.

Lo inusitadamente prolongado de aquel absurdo sueño hizo que al fin cundiera el desaliento y aumentaran por tanto las deserciones de pequeños grupos que elegían independizarse lanzándose por su cuenta y riesgo a la aventura de explorar nuevas tierras sin depender de un ahora inexistente virrey, hasta el punto de que únicamente el fiel y siempre animoso Alonso de Ojeda fue capaz de decidirse a llevar a cabo una auténtica misión exploratoria provista de lógica militar.

Al mando de quince de sus más aguerridos jinetes inició una bien organizada expedición de reconocimiento al interior de aquel fabuloso Cibao, o «país de las montañas de oro», de cuya abundancia en el preciado metal tanto se hablaba, consiguiendo coronar días más tarde una alta meseta desde la que descendió hasta un inmenso valle de clima agradable, profundas lagunas, frondosas arboledas, gentes pacíficas, y rumorosos riachuelos en cuyos meandros relucían de tanto en tanto arenas auríferas.

Reconoció que allí estaba al fin el oro del «Nuevo Mundo», pero que explotarlo y convertirlo en fuente de riqueza que justificase los costosos gastos y, los terribles sacrificios de la complicada expedición, exigiría mucha mano de obra y mucho esfuerzo; y cuando dos semanas más tarde regresó a notificar al ya convaleciente almirante el menguado éxito de su viaje, éste se sintió profundamente decepcionado al comprender que no podría enviar a España las ingentes riquezas que sus patrocinadores estaban aguardando.

Pese a ello ordenó el reembarque de los descontentos en once de las naves, aprovechando el viaje para suplicar por medio de inflamadas cartas a los Reyes Católicos que le enviasen alimentos, medicinas y gentes más animosas que las que ahora se volvían a casa con el fin de poder asentarse definitivamente en el más hermoso paraíso que pudiera existir, arrancándole así de una vez por todas las inconcebibles riquezas que sin duda ocultaba.

En compensación por el escaso oro que remitía, enviaba algunas especies animales, al tiempo que proponía iniciar la cacería de indígenas de raza caribe, dado que consideraba que una vez despojados de sus deplorables costumbres antropófagas, podrían ser vendidos como esclavos con el fin de cubrir los cuantiosos gastos que el mantenimiento de la colonia habría de ocasionar hasta encontrarse en condiciones de autoabastecerse.

Por su parte, el converso Luis de Torres, que continuaba analizando con su natural escepticismo, todo cuanto ocurría a su alrededor y se mostraba cada vez más convencido de que la ciudad de Isabela carecía por completo de futuro, se esforzaba por convencer a la ex vizcondesa de Teguise para que regresara a España en uno de aquellos buques, ya que parecía evidente que lo que en realidad venía buscando jamás lo encontraría.

—Ha pasado demasiado tiempo —le hizo notar—. Y la isla no es tan grande como para que
Cienfuegos
no nos encuentre. Hasta el último indígena sabe que estamos aquí, y algunos desertores han alcanzado las costas occidentales sin descubrir rastro de europeos. —Lanzó un suspiro y resultó evidente que a su pesar era sincero—.

Soy el primero en lamentarlo porque le quiero como a un hijo, pero empiezo a creer que resulta absurdo continuar haciéndose ilusiones.

—Ya una vez lo di por muerto —fue la dulce respuesta de la alemana—. Y el dolor que sentí fue tan profundo, que prefiero morir a volver a pasar por ese trance. —Sonrió con aquella serena paz que la hacía parecer distinta a todas las mujeres de este mundo—. Aunque viva cien años, cada uno de los días de esos años será un día en que me despierte confiando en que no me acostaré sin verle, puesto que esa esperanza me resulta más necesaria que el aire, el agua, o la comida.

—¡Pero es absurdo!

—Absurdo sería haber tirado mi matrimonio, mi nombre, mi honra y mi fortuna por la borda, para tirar ahora también mis ilusiones. Tenedlo bien presente, hasta en el mismísimo lecho de muerte estaré aguardando a que aparezca para tomarme de la mano y darme un beso.

El otro la observó largo rato, y al fin cerró un instante los ojos al tiempo que agitaba afirmativamente la cabeza.

—¡Os creo! —exclamó—. ¡Vive Dios que os creo por absurdo que continúe antojándoseme! Y a menudo me pregunto si ese jodido
Cienfuegos
es el hombre más afortunado de la tierra por tener vuestro amor, o el más desgraciado por no poder disfrutar de él.

—Ambas cosas sin duda —musitó ella sonriente—. Lo sé por experiencia ya que a veces me siento la mujer más afortunada del mundo por amar como amo, y otras la más desgraciada por no tenerle a mi lado. Pero no os inquietéis; no pienso hacer de ello una tragedia, y aprenderé a sobrellevarlo con entereza y alegría.

—Cambiemos de tema, que me saca de quicio. —Señaló humorísticamente el converso. ¿Cómo están vuestros cerdos?

—Gordos y lustrosos. Esos sí que acabarán convirtiéndose en una mina de oro, y no como las que Ojeda anda buscando. Os prometo que dentro de un año seré la granjera más rica de la isla.

—No en Isabela —le advirtió él apuntándole levemente con el índice—. Recordad mis consejos y marcharos de esta ciudad maldita cuanto antes. Si como Ojeda asegura, las tierras altas son más fértiles, más frescas y de aires más saludables, estableceos en ellas y olvidad este sucio agujero.

Doña Mariana Montenegro abrió los brazos como queriendo mostrar cuanto le rodeaba.

—¡Fijaos en mi casa! —dijo—. Salvo mis animales, todo cuanto poseo se puede transportar a lomos de un caballo. Pronto o tarde al almirante no le quedará más remedio que ordenar el avance hacia el interior de la isla, y podéis jurar que en vanguardia, estaré yo.

Pero pese a haber superado con fortuna su larga enfermedad y encontrarse ya totalmente repuesto, Don Cristóbal Colón continuaba mostrándose indeciso, y cuando los once navíos zarparon con su inmensa carga de decepción y fracaso, tardó aún semanas en dar la orden al impaciente Ojeda de que iniciase al fin el tan esperado y necesario avance hacia la vega.

Por desgracia, ya a aquellas alturas las descontroladas bandas de desertores habían soliviantado a los antaño pacíficos nativos creando un creciente clima de malestar y hostilidad que fue hábilmente aprovechado por el poderoso cacique Canoabó —el mismo que arrasara el «Fuerte de La Natividad»— para erigirse en líder indiscutible de la mayoría de las tribus de la isla, e iniciar una especie de guerra santa contra aquellos brutales extranjeros que parecían decididos a esclavizarlos a toda costa.

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