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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, #Histórico, #Aventuras

Caribes (29 page)

BOOK: Caribes
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—¡Dios! —musitó quedamente—. ¿Por qué te complaces en tentarme hasta este punto?

Y lo dijo a conciencia de que la auténtica tentación no se centraba en el sexo o el oro, sino en el hecho evidente de que, como hombre de bien, no podía sumir en la desesperación de otro desprecio a una mujer cuya vida parecía depender en aquellos momentos de sus actos.

—¿Es suficiente? —inquirió ella al fin con un tono de ansiedad en la voz que le dolió en el alma—. Es todo lo que mi hermano ha conseguido.

Extendió la mano y le selló la boca con un dedo.

—¡No digas eso! —le reconvino—. No hay en este mundo oro suficiente para ocultar tu hermosura. Ni para comprar a Ojeda. ¡Ven! No tengas miedo.

La obligó a erguirse conduciéndola muy despacio hasta la entrada de la cueva, salieron a la oscura noche adornada tan sólo por miríadas de estrellas, y al llegar al borde del agua el español la obligó a detenerse y permanecer inmóvil frente a la ancha bahía que semejaba un lago.

Luego, muy despacio, le despojó del valioso pectoral que le colgaba al cuello, y con un brusco gesto lo lanzó al agua.

—No permitas que esta basura oculte tus pechos —dijo—. Ni que estos colgajos deformen tus orejas, o estas pulseras rompan la maravillosa línea de tus brazos.

Arrojó cuanto llevaba al mar, y luego, en idéntico tono, y mientras comenzaba a desnudarse, añadió dulcemente:

—No dejes que nada se interponga entre tu piel y la mía; entre tu cuerpo y mi cuerpo; entre ese dulce néctar que guardas en tu cáliz y la invencible necesidad que tengo de probarlo…

Se arrodilló ante ella aspirando a fondo los mil deliciosos aromas de aquella irrepetible
Flor de Oro
, y se amaron ansiosamente sobre la tibia arena hasta que los primeros colibríes madrugadores cruzaron el cielo como rojizas flechas en busca de otras flores.

Dos días más tarde, Ingrid Grass comenzó a recuperarse.

Cesó por el momento de delirar llamando a todas horas a
Cienfuegos
, y desapareció la fiebre que ardía en su interior como una fragua que consumiese hasta el último gramo de grasa de su cuerpo.

Regresó, muy de puntillas, de la muerte.

Lo primero que percibió fue un intenso brillo en los ojos de la princesa y sonrió feliz con un supremo esfuerzo.

—¡Lo conseguiste! —susurró.

La indígena le acarició la mano con afecto.

—Gracias a ti.

—Te envidio.

—Algún día serás tan feliz como lo soy yo ahora.

—Hizo una corta pausa y añadió cambiando el tono de voz—: Pronto tendré algo importante que decirte, pero aún no estoy del todo segura, ni es éste el momento.

Cuando te recuperes, lo haré.

—¡Por favor!

—¡No! ¡Ahora no! Ten paciencia.

Tuvo que transcurrir casi una semana antes de que Anacaona aprovechara uno de sus tranquilos paseos por la playa, para tomar asiento muy cerca del punto en que hiciera por primera vez el amor con Ojeda y, tras permanecer un rato pensativa, se decidiera a hablar.

—Don Luis de Torres vino hace algún tiempo a pedirme ayuda… —comenzó—. Quería que utilizara mi influencia con los caciques de la isla para tratar de averiguar qué había sido de uno de los hombres que se quedaron en el «Fuerte de La Natividad» que mi esposo, Canoabó, aniquiló. —Hizo una corta pausa y observó con detenimiento a la alemana, como si estuviese tratando de captar su reacción—. Sé que ese hombre significaba mucho para ti.

—Aún lo significa.

—¿Por qué nunca me hablaste de él?

—Prefiero que nadie sepa que está vivo… si es que aún lo está.

—Lo estaba tres días después de la matanza. Recuerdo que Canoabó se enfureció porque Guacaraní y sus guerreros permitieran que dos españoles escaparan.

—¿Dos…? —se sorprendió Ingrid—. ¿Estás segura?

—Completamente. Uno era un muchacho pelirrojo; el otro un viejo muy viejo.

—¿Adónde fueron?

—Nadie lo sabe. Se adentraron en el mar y nada ha vuelto a saberse de ellos. —Jugueteó cabizbaja con un puñado de arena, y sin mirarla añadió—: Pero hay algo más.

—¿Algo más? —repitió Doña Mariana Montenegro esperanzada—. ¿A qué te refieres?

—A algo que no estoy muy segura de si quieres saber o no, pero que he llegado a la conclusión de que debo contarte. —Ahora sí que la miró de frente—. El cacique Guacaraní permitió que tu amigo escapara porque su hermana había tenido un hijo suyo.

—¿Un hijo…? —El tono de sorpresa y dolor no pasó inadvertido a
Flor de Oro
que extendió la mano y le apretó con fuerza el antebrazo—. ¿Un hijo de
Cienfuegos
?

—Exactamente.

—¡Dios bendito!

—No debes culparle. Llevaba lejos de ti ya más de un año.

La alemana no respondió. Se puso lentamente en pie y se aproximó al borde del agua, deteniéndose largo rato a contemplar la confusa línea del horizonte. Por último, sin volverse, replicó quedamente:

—No le culpo. Tan sólo me entristece el hecho de que ese hijo no fuera mío.

—Me han dicho que fue la madre del niño la que lo ocultó para que los hombres de mi marido no le mataran. No fue un cobarde: estaba drogado.

—Entiendo. —Se volvió a mirarla—. Esa debe ser la razón por la que no quiere que se sepa que está vivo; nadie creería que fue una mujer quien le salvó.

—Es posible…

—Pero el día que
Cienfuegos
vuelva, ¡que volverá!, esa mujer dirá la verdad. —Se arrodilló frente a ella—. ¿O no?

La princesa extendió la mano y le acarició la mejilla con un dulce gesto de amistad y ternura al tiempo que agitaba negativamente la cabeza.

—No. Ella no. Su hermano Guacaraní podrá aclararlo si quiere, pero ella no. La epidemia se la llevó hace ya un mes.

La ex vizcondesa de Teguise no dijo nada. Se puso en pie de nuevo y se alejó playa adelante, hasta la punta misma del cabo, donde permaneció más de una hora meditando en cuanto acababan de decirle, y tratando de evocar aquel maravilloso rostro, tan amado, que ya con tanta frecuencia se le aparecía borroso y como perdido entre sus recuerdos.

Flor de Oro
aguardó paciente en el mismo lugar, consciente de que tal vez le había causado un profundo dolor al decirle que el hombre al que había entregado su vida había tenido un hijo con otra mujer, pero convencida de que había hecho bien en confesárselo.

Por fin, Ingrid Grass regresó sobre sus pasos e inquirió:

—¿Dónde está el niño?

—Con sus tíos.

—¿Crees que me lo confiarían? Lo cuidaría como si fuera mío.

—Lo sé. Y estaba convencida de que me lo pedirías…

—sonrió con dulzura y asintió con un leve ademán de cabeza—. Guacaraní está dispuesto a entregártelo siempre que prometas que no tratarás de hacerle olvidar que se trata del primer hijo de un español y una princesa haitiana.

—Lo prometo.

—Haré que te lo traigan.

Regresaron muy despacio hacia la granja, marchando cogidas del brazo por la hermosa y tranquila playa que se abría al verdoso mar de los caribes hasta que, de improviso, la alemana se detuvo un instante e inquirió.

—¿Cómo se llama?

—«Haitiké».

—¡«Haitiké»! —repitió Ingrid Grass como para sí misma—. Suena bien. ¿Qué significa?

—Haití quiere decir «País de las Montañas». Y «Ké», «hijo». Su nombre significa, por tanto, El «Hijo del País de las Montañas», o quizá, simplificando, «El Hijo de las Montañas».

—¡«El Hijo de las Montañas»! —La alemana chasqueó la lengua casi con incredulidad, y concluyó por agitar la cabeza de un lado á otro sonriendo—. No cabe duda de que es un nombre apropiado para un hijo de
Cienfuegos
.

—La tomó de nuevo por el brazo y reanudaron sin prisas la marcha—. Cuando le conocí, lo único que sabía hacer era trepar por los riscos como una cabra salvaje. ¡Me gustaría tanto hablarte de él!

La campana repicó nuevamente.

Sonaba tan a lo lejos, tan imprecisa y como absorbidos sus ecos por la blanda masa algodonosa de la niebla, que costaba trabajo admitir que fuera cierta su existencia, o que, más que de una realidad, se trataba de una alucinación que venía a sumarse a las infinitas fantasías de una existencia que se diría edificada sobre un sinfín de absurdas incongruencias.

No era posible.

No era posible que, en la inmensidad del mar de los caribes y la innumerable cantidad de sus islas, el destino y las corrientes hubieran decidido caprichosamente empujar la frágil canoa hasta un punto desde el que pudiera escucharse la campana.

No era posible.

Pero volvió el sonido, ahora más claro, aunque quizá levemente desviado a la derecha pese a que resultaba muy difícil dilucidar de dónde provenía exactamente.

El temblor de las manos hizo que el canalete se les escurriera entre los dedos yendo a parar al agua y, al inclinarse sobre la borda para recuperarlo, a punto estuvo de zozobrar aparatosamente.

La niebla comenzaba a aclararse.

Bogó muy despacio, sin apenas un ruido, atento a los sonidos que llegaban de aquella espesa nada blanquecina, con el alma en los dientes y todos sus sentidos concentrados en recuperar aquel metálico sonido que rebotaba en su mente devolviéndole a los más felices años de su vida.

Repicó de nuevo, pero ahora a su izquierda.

—¡Dios bendito! —sollozó con amargura—. ¡Estoy remando en círculo!

Corrigió el rumbo y rasgó con la proa la calina que una esperanzadora brisa diluía con infinita y cruel paciencia.

Era un tañido lento, monótono y triste, sin la alegría de las campanas de su infancia, pero se le antojó un cántico de gloria; la prueba indiscutible de que, casi al alcance de su mano, existían seres humanos que se le asemejaban, tenían sus mismas costumbres, hablaban su mismo idioma y conocían sin duda la mejor forma de atravesar el océano.

Y, al otro lado de ese océano, estaba España.

Y, en España, La Gomera.

Y, en La Gomera, Ingrid.

La campana resonó ahora a su derecha.

Corrigió de nuevo el rumbo.

La suave brisa se convirtió en fresco viento que arrastraba los últimos jirones de la insistente niebla.

Ahora ya todo fue silencio.

Ante la proa se abrió el horizonte.

Y en ese horizonte no había nada; nada en absoluto.

Tan sólo un infinito mar sin esperanzas.

Permaneció como petrificado por aquella nueva burla del destino, y cuando se volvió buscando una explicación a sus alucinaciones, distinguió en la distancia la popa de dos naves que se alejaban a poco más de una milla la una de la otra, y que recuperada la visibilidad, no necesitaban continuar haciendo repicar sus campanas para notificarse mutuamente la posición y evitar colisiones.

Anonadado, tardó un tiempo infinito en tomar conciencia de que se encontraba absolutamente solo en medio de un mar ilimitado, y de que sus posibilidades de encontrar una ciudad perdida en una lejana isla continuaban siendo nulas.

Una vez más quedaba claro que, por muchas ilusiones que pudiera haberse hecho, resultaba evidente que para el canario
Cienfuegos
jamás existirían los milagros.

Su vida continuaría siendo dura, peligrosa y difícil, sin que nunca nadie acudiera en su ayuda.

Desalentado, escondió el rostro entre los brazos, se recostó en la borda y lloró mansamente.

Madrid, junio 1988

LIBRO TERCERO: AZABACHE

Notas

[1]
Doctor Francisco Guerra, Catedrático de Historia de la Medicina. Universidades de Yale, Mexico, California y Alcalá de Henares.
(Nota del autor.)
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