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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, #Histórico, #Aventuras

Caribes (20 page)

BOOK: Caribes
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—¿Ha habido muchas mujeres que lo hayan probado?

—fue la interesada pregunta.

—Dos hasta ahora, y otra que está allí en estos momentos.

—¿La misteriosa alemana de la que nadie quiere hablar?

—Continuáis haciendo demasiadas preguntas —intervino Juan dé Oviedo aproximándose—. Y tanto preguntar es lo que me ha llevado a esta amarga situación. ¡Habíais prometido olvidar el tema!

—¡No! —se apresuró a desmentirle el capitán—. ¡Eso nunca! Prometo no hablar con nadie de este asunto pero ahora que sé que existe no podéis exigirme que lo olvide. Pienso hacer todo lo que esté en mi mano para conseguir que Alonso de Ojeda me cuente entre sus elegidos.

—¿Por qué habría de hacerlo? ¿Qué méritos tenéis?

—Los mismos que cualquier otro noble caballero español.

—Permitidme que lo ponga en duda —señaló el asturiano—. Todos los que hemos sido seleccionados luchamos junto a Ojeda desde hace años. El marqués fue su escudero cuando la captura de Canoabó, y la mayoría de los que están ahora en la Fuente participaron en la defensa de «Santo Tomás».

—¿La alemana también?

—No. La alemana no.

—Entonces ¿por qué está allí? ¿Acaso Ojeda y ella…?

El marqués de Gándara extendió rápidamente la mano colocándosela sobre los labios al tiempo que señalaba amenazador:

—¡No lo digáis! No me obliguéis a mataros. Quien ponga en duda la honorabilidad de esa mujer, es reo de muerte. Está allí como compensación a su coraje, y a lo mucho que sufrió al perder al hombre que amaba en el desastre del «Fuerte de La Natividad». Don Alonso quiso hacerle ese regalo antes de que regresase a Europa.

—¿Europa? —se inquietó de forma visible el vizconde—. ¿Por qué Europa? ¿Por qué no vuelve aquí?

—Nadie que haya estado en la fuente volverá ya nunca por aquí —le hizo notar el otro—. A mí no me conocía mucha gente, pero aun así algunos se asombran ante mi nuevo aspecto. ¿Imagináis lo que ocurriría si de pronto empezaran a pulular por las calles de Isabela docenas de hombres y mujeres diez o quince años más jóvenes?

Todo acabaría por descubrirse, y para evitarlo se ha decidido que desde la misma isla regresen directamente a lugares donde nadie pueda extrañarse ante sus nuevas fisonomías.

Su Excelencia el Capitán León de Luna, vizconde de Teguise, se tragó una vez más el anzuelo y aunque resultaba en verdad sorprendente su inaudita capacidad de aceptar como válidos el sinfín de disparates que había tenido que escuchar en el transcurso de los tres últimos días, cabía admitir en su descargo que se enfrentaba a dos de los más famosos y reconocidos timadores y comediantes de la España de su tiempo, lo que ya era de por sí una garantía de éxito en cualquier turbia empresa.

Luis de Torres y su buen amigo Alonso de Ojeda habían sabido sin duda elegir a la perfección a los principales protagonistas de aquella rocambolesca farsa, ya que Juan de Oviedo había ejercido anteriormente el duro oficio de cómico de carreta y plaza de pueblo, mientras que por su parte el marqués de Gándara tenía justa fama de haber estafado a media Andalucía antes de verse obligado a huir al «Nuevo Mundo».

Constituían, por tanto, un par de desvergonzados pícaros capaces de mantener un aire impasible, serio y responsable mientras desgranaban descaradamente las más absurdas fantasías, consiguiendo de ese modo que una aturdida víctima, que acaba de poner por primera vez el pie en un universo totalmente desconocido y, se encontraba aún bajo los efectos de una larga y dantesca travesía, aceptara comprar a ojos cerrados la mismísima catedral de Santiago —botafumeiro incluido— si se hubieran propuesto vendérsela.

De nuevo a solas en su camastro, el desconcertado capitán De Luna no podía, por tanto, dejar de darle vueltas al hecho —nunca antes sospechado— de que cabía la posibilidad de rejuvenecer diez ó quince años en cuestión de meses, y al problema —ahora ya menos importante— de que la odiada mujer a la que continuaba decidido a matar, emprendería muy pronto el regreso a Europa donde, bajo un nuevo aspecto, desaparecería de su vida para siempre.

Cienfuegos
, al parecer, estaba muerto. El maldito cabrero que le robara la esposa y le obligara a recorrer los mil senderos de la isla burlándole de la forma más sucia e ignominiosa, había acabado pagando cara su osadía, y si bien por un lado lamentaba no haber conseguido tomarse la justicia por su mano despellejándole vivo personalmente, por otro agradecía no tener que preocuparse más de aquella especie de ente infrahumano, para poder concentrar sus esfuerzos en Ingrid y en la misteriosa «Fuente de la Eterna Juventud» que le mantenía insomne durante largas horas.

¿Cómo conseguir que Ojeda le aceptara?

¿Cómo convencer al más famoso héroe de su tiempo y más valiente e incorruptible de los capitanes españoles de que le incluyera en su lista de candidatos a la felicidad, y lo hiciera, además, a tiempo de poder vengarse de su ex esposa?

Por lo que había conseguido averiguar a última hora, sería la misma sucia nave en la que había llegado a Isabela la que zarparía rumbo a la isla de la fuente, donde desembarcaría a un pequeño grupo de nuevos elegidos de la fortuna, para recoger a continuación a los que ya llevaban allí más de dos meses y emprender sin demora viaje a España.

Eso significaba que Ingrid se le escurriría una vez entre los dedos cuando la tenía ya al alcance de la mano, y la sola idea de que la larguísima travesía del océano en la que había creído morir mil veces a causa del mareo resultaba a la postre completamente inútil se le volvía insoportable.

Tenía que matarla.

Tenía que ingeniárselas de forma que al tiempo que llevaba a cabo su venganza pudiera aprovechar el viaje beneficiándose de aquel prodigioso descubrimiento único en el mundo, y dedicó, por tanto, a la solución de tan arduo problema la casi totalidad de su tiempo en los días sucesivos, hasta el punto de que a la primera ocasión que tuvo de encontrarse de nuevo a solas con el asturiano Juan de Oviedo, le espetó sin previo aviso:

—Os cederé, firmado ante notario y con el propio almirante de testigo, mi casa solariega en Calatayud, con todas sus tierras y ganados, si conseguís que forme parte del primer grupo que vaya a la isla.

—¿Os habéis vuelto loco? —fingió asombrarse el otro—.

Más sencillo os resultaría pedirme la mismísima luna.

—No quiero la luna. Quiero ir a esa isla en el próximo viaje y os garantizo que mis posesiones de Calatayud os convertirían en un hombre muy rico.

—No dudo de vuestra palabra… —se apresuró a tranquilizarle el asturiano—. Dudo tan sólo de mi capacidad de convencer a Ojeda. Es un hombre justo e incorruptible al que no le impresionan las riquezas. En caso de que os aceptara, no creo que os correspondiera viajar hasta dentro de un año y medio por lo menos.

—No puedo esperar ese tiempo —fue la firme respuesta—. Necesito ir en este viaje.

—Pues no contéis conmigo —señaló con absoluta calma el cara de caballo—. Ni por todas vuestras haciendas me jugaría la posibilidad de ir a esa isla. Dinero y tierras son cosas que siempre pueden conseguirse; recuperar la juventud ya es más difícil.

Si algún leve atisbo de duda dormitaba aún en el fondo del alma del vizconde, aquella serena actitud la disipó. Que un muerto de hambre, soldado de fortuna y caballero de capa raída, que había tenido que cruzar todo un océano en un aparentemente vano intento de mejorar su suerte, fuera capaz de renunciar a una casa solariega, tierras y ganado, con tal de beber en una fuente mágica, le convenció de que ciertamente el agua de esa fuente valía más que todo el oro del mundo.

No fue de extrañar por tanto que tres días más tarde, cuando abrigó la absoluta seguridad de que, al clarear la mañana siguiente, la vetusta carabela levaría anclas para abandonar definitivamente Isabela, el capitán León de Luna se escurriera de su lecho a media noche con el fin de encaminarse furtivamente a la playa donde se apoderó de una de las muchas piraguas que descansaban tranquilamente junto al agua.

Bogó muy despacio y, en silencio, se aproximó cautelosamente al costado de la nave, se cercioró de que nadie vigilaba en cubierta, y venciendo la instintiva repugnancia que el hedor a brea y vómitos le producía, trepó a bordo y se deslizó hasta lo más hondo de la mayor de las bodegas pese a que la sola idea de tener que volver a sufrir el martirio del mareo le enfermara.

Con el alba, y cuando el sol luchaba aún por proporcionarle a una parte de la tierra un nuevo y hermoso día, la cochambrosa embarcación izó sus velas macheteando mansamente en dirección a mar abierto, observada en silencio por Doña Mariana Montenegro, Don Luis de Torres, «maese» Juan de la Cosa, Alonso de Ojeda, Juan de Oviedo, el marqués de Gándara, Felipe Manglano y Justo Palomino, que habían concluido de dar buena cuenta alegremente poco antes de un magnífico cerdo que la hermosa alemana había decidido sacrificar con el fin de celebrar tan señalado acontecimiento.

El navío no era ya más que apenas un punto en el horizonte, en el momento en que Alonso de Ojeda se puso al fin en pie con toda calma, y desperezándose ruidosamente, señaló divertido:

—Daría cualquier cosa por ver su cara cuando dentro de un par de días salga de la bodega y le comuniquen que su próxima escala es Cádiz.

Ingrid Grass sonrió con una cierta tristeza, aunque al aceptar la mano que el otro le tendía para ayudarle a alzarse a su vez, replicó:

—Lo malo es que volverá. Por lejos que vaya, siempre vuelve.

—¡
H
ombre coco!

Creyó estar soñando.

—¡Hombre coco! ¡Eh, tú! ¡Cara de mono peludo!

Buscó a su alrededor pero le resultó imposible distinguirle, pues la estancia se encontraba absolutamente vacía, y el ser humano más próximo —si es que podía considerarse ser humano a aquella bestia inmunda de
Goliat
— dormitaba a la sombra de un matojo en las lindes del bosque.

—¿Dónde coño estás? —inquirió al fin nerviosamente.

—¡Aquí! Bajo tu culo.

Se inclinó en la hamaca sacando medio cuerpo fuera, y pudo entreverlo más allá del enramado del suelo, tan prodigiosamente camuflado entre los jacintos y nenúfares que cubrían por completo la superficie de las aguas, que de no haber agitado varias veces la mano hubiera llegado a la conclusión de que se encontraba hablando con un ser invisible.

—Creí que estabas muerto.

—Papepac aprendió de los caimanes a nadar bajo el agua sacando tan sólo la nariz. —Hizo una corta pausa—.

¿Quiénes son esos hombres?

—Unos grandísimos hijos de la gran puta.

—¿Son iguales todos los barbudos?

—No. Gracias a Dios, no todos. Estos son los peores.

—¿Qué piensas hacer?

—Acabar con ellos en cuanto me recupere.

—No podrás. Desconfían y te vigilan incluso cuando duermes.

—Lo sé —admitió el canario—. Ya me he dado cuenta, pero encontraré la forma de matarlos.

—¿De verdad es lo que deseas?

—¿Acaso merecen otro fin?

—No. No lo merecen —admitió convencido el diminuto indígena—. Yo te ayudaré.

—¿Cómo?

—No lo sé. Eres tú quien debe decirme cómo se puede acabar con los de tu raza. Yo sólo entiendo de caimanes y bestias de la selva.

El vasco Patxi Irigoyen había hecho su aparición por el senderillo que bordeaba el río, y al advertir cómo se encaminaba directamente hacia la choza, el gomero se apresuró a recuperar su posición en la hamaca al tiempo que susurraba:

—¡Márchate ahora y vuelve mañana! Pensaré algo.

Cerró los ojos fingiendo dormir, pero lo que en verdad hacía era buscar una fórmula que le permitiese enfrentarse con posibilidades de éxito a cuatro desalmados que, al igual que no dudaban a la hora de cortarle un brazo a una criatura, tampoco dudarían en eliminar a un posible enemigo aunque éste fuera un indefenso miembro de su propia raza.

Contó, por tanto, con casi veinticuatro horas para trazar un plan de acción, y cuando a media tarde del día siguiente se encontró de nuevo a solas, y
el Camaleón
acudió puntualmente a colocarse bajo la cabaña, se hallaba en condiciones de transmitirle una serie de instrucciones que el avispado hombrecillo repitió palabra por palabra pese a que se le advertía ligeramente desconcertado.

—No entiendo muy bien lo que pretendes —admitió al fin encogiéndose de hombros—. Pero si crees que ésa es la mejor forma de destruirlos haré lo que me pides.

Desapareció bajo los nenúfares como si de improviso se lo hubieran tragado las aguas, y aunque el canario pasó más tarde la noche en vela intentando captar algún rumor que le permitiese comprobar que el indígena cumplía sus instrucciones, los mil ruidos de la selva, el murmullo del río y los ronquidos de
Pichabrava
, le impidieron abrigar la certeza de que las cosas se desarrollaban tal como hubiera deseado.

No obstante, apenas la primera claridad del alba se deslizó en silencio sobre la verde selva, se escucharon lejanas voces, y cuando los alarmados españoles se alzaron empuñando sus armas, fue para distinguir en la orilla opuesta una ancha piragua en cuyo centro se acomodaba el pequeño Papepac que era quien emitía tan desaforados alaridos.

—¿Qué quiere ese indio de mierda? —refunfuñó malhumorado el enano—. ¿A qué viene tanto escándalo?

—Parece ser que trata de decirnos algo —aventuró Beltrán Vinuesa.

—¡Pues ni su padre se entera…! ¡
Guanche
! —llamó—.

A ver si te aclaras.

Cienfuegos
asintió de mala gana, hizo un gesto para que guardasen silencio y fingió esforzarse en traducir lo que el hombrecillo repetía una y otra vez agitando mucho los brazos.

Por último se volvió con aparente desconcierto.

—Dice que si dejamos en libertad a los niños y abandonamos el poblado, nos devolverá el oro.

Los cuatro facinerosos se contemplaron estupefactos.

—¿El oro? —exclamó
Goliat
anonadado—. ¿Qué oro?

—Nuestro oro. Eso es lo que dice.

—¡No puede ser! —balbuceó
Pichabrava
.

—Es lo que yo he entendido.

—¡Imbécil!

Sin embargo, el pigmeo se había apresurado a correr balanceando mucho el cuerpo hacia el pesado arcón, para arrodillarse ante él sin perder tiempo siquiera en sacarse la llave por la cabeza, abrir la tapa y lanzar un rugido de furor.

—¡Hijo de la gran puta!

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