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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (9 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Ginebra —dije de pronto en voz alta.

—¿Señor? —preguntó Issa, perplejo.

Hice un gesto negativo con la cabeza dándole a entender que no tenía nada que añadir. En verdad, no había sido mi voluntad decir el nombre de Ginebra en voz alta, sino que de súbito comprendí que romper el hueso significaría algo más que adherirme a la campaña de Merlín contra el dios cristiano, convertiría asimismo a Ginebra en mi enemiga. Cerré los ojos. ¿La esposa de mi señor podría ser enemiga mía? ¿Y aunque así fuese? Contaría igualmente con el amor de Arturo, y Arturo con el mío, y mis espadas y escudos de estrella le serían más útiles que toda la fama de Lancelot.

Me puse en pie y recogí el broche, el hueso y la espada. Issa no dejó de observarme mientras yo arrancaba una hebra de lana verde de mi manto y la aprisionaba entre las piedras.

—¿No estabas en Caer Sws cuando Arturo rompió su compromiso con Ceinwyn? —le pregunté.

—No, señor, pero lo oí contar.

—Fue en la ceremonia de compromiso, en un banquete igual al que asistiremos esta noche. Arturo estaba en la mesa principal a la vera de Ceinwyn cuando descubrió a Ginebra en el fondo del salón. Estaba allí de pie, envuelta en un manto raído, con los perros a su lado. Arturo la vio y ya nada volvió a ser lo mismo. Sólo los dioses saben cuántos hombres murieron por haber descubierto Arturo aquella cabellera pelirroja. —Me giré hacia el murete y vi que en el interior de una de las mohosas calaveras había un nido abandonado—. Merlín me dijo que los dioses se complacen en el caos.

—Merlín se complace en el caos —replicó Issa suavemente, y en sus palabras había más verdad de lo que él imaginaba.

—Es cierto, pero la mayoría lo tememos y por eso intentamos poner orden —dije pensando en la torre de huesos, tan cuidadosamente construida—. Cuando hay orden, los dioses dejan de ser necesarios. Cuando todo está sujeto al orden y a la disciplina, no existe el imprevisto. Si todo es comprensible, no hay lugar para la magia. Sólo llamamos a los dioses cuando nos sentimos perdidos, temerosos y rodeados de tinieblas, y a los dioses les gusta que los llamemos. Eso los hace sentirse poderosos y por eso les agrada que vivamos en el caos. —Repetí las lecciones aprendidas en la infancia, impartidas por Merlín en el Tor—. Ahora debemos elegir entre vivir en el orden de la Britania de Arturo o en el caos de Merlín.

—Yo os sigo a vos, señor, cualquiera que sea vuestra elección —respondió Issa. No creo que alcanzara a comprender el significado de mis palabras, pero confiaba plenamente en mí.

—Desearía saber qué hacer —le confesé. ¡Qué fácil sería, pensé, si los dioses pasearan por Britania como antaño! Podríamos verlos, oírlos y hablarles, pero en aquellos momentos éramos como ciegos buscando una aguja en un pajar. Devolví la espada a su vaina y guardé el hueso de nuevo en la bolsa—. Te encomiendo que transmitas un mensaje a los hombres —le dije a Issa—. Con Cavan hablaré yo mismo, pero quiero que les digas que si algo extraño ocurriera esta noche, quedan libres de sus juramentos de lealtad.

—¿Libres de nuestros juramentos? —me preguntó con el ceño fruncido, y luego sacudió la cabeza con energía—. Yo no, señor.

—Y diles —continué haciendo un gesto para que callara— que si algo extraño ocurriera, lo que no es seguro, permanecer leales a mí supondría enfrentarse a Diwrnach.

—¡Diwrnach! —exclamó Issa, y se apresuró a escupir y a ahuyentar el mal con un gesto de la mano derecha.

—Transmíteles mi mensaje, Issa —le dije.

—¿Qué puede ocurrir esta noche? —preguntó angustiado.

—Quizá no ocurra nada, nada en absoluto —contesté, pues los dioses no me habían enviado señal alguna en el templo y yo no sabía si elegir el orden o el caos. O ninguna de ambas cosas, tal vez, pues bien podría ser que el hueso no fuera sino un vulgar resto de comida y, al romperlo, simbolizara simplemente mi corazón roto por amor a Ceinwyn. Sólo había una manera de averiguarlo, romper el hueso en el banquete del compromiso de Ceinwyn, si es que me atrevía.

Entre todos los festines de aquellas últimas noches de verano, el del compromiso de Lancelot y Ceinwyn fue el más fastuoso. Incluso los dioses parecían favorecerlo; la luna llena refulgía, un presagio maravilloso para la celebración de un compromiso. Salió, poco después del ocaso, una enorme esfera de plata que asomó entre los picos en cuyo seno se asentaba Dolforwyn. Ignoraba si el festejo había de tener lugar en la fortaleza de Dolforwyn, pero Cuneglas, viendo el ingente número de asistentes, decidió organizar la ceremonia en Caer Sws.

Los invitados superaban con creces la capacidad del salón del rey, por lo que sólo los más privilegiados accedieron al recinto de gruesos muros de madera. El resto se sentó en el exterior, dando gracias a los dioses por haber enviado una noche serena. La tierra todavía estaba mojada por las lluvias de principios de semana, pero se había repartido abundante paja para que los hombres improvisaran un asiento. Se habían clavado postes a los que ataron teas empapadas de pez y, momentos antes de que saliera la luna, se encendieron, de manera que la residencia real de súbito se vio iluminada por las llamas saltarinas. La boda se celebraría a la luz del día, de manera que Gwydion, el dios de la luz, y Beleños, el dios del sol, concedieran su bendición, pero la ceremonia de compromiso se encomendaba a la protección de la luna. De tanto en tanto, una pavesa encendida saltaba de una tea y al caer al suelo prendía en un montón de paja dando lugar a carcajadas, gritos infantiles, ladridos y nerviosismo, hasta que el fuego se extinguía.

Más de cien hombres habían sido invitados al salón de Cuneglas. Las candelas y las velas de junco se arracimaban en las paredes y proyectaban extrañas sombras en el altísimo techo de vigas, donde para la ocasión se habían trenzado los primeros brotes de acebo del año en el entramado de haya. La única mesa del recinto se alzaba, en un estrado, tras una hilera de escudos, cada uno de ellos iluminado por una candela que iluminaba el emblema pintado en el cuero. El lugar central lo ocupaba el escudo real de Powys, perteneciente a Cuneglas, con el águila de alas extendidas, flanqueada por el oso negro de Arturo y el dragón rojo de Dumnonia. El emblema de Ginebra, el ciervo coronado por la luna, se encontraba junto al oso, mientras que el águila marina de Lancelot volaba con un pez entre las garras junto al dragón. No había representación de Gwent, pero Arturo insistió en colocar el toro negro de Tewdric, el caballo rojo de Elmet y la testa de zorro de Siluria. Las enseñas reales simbolizaban la gran alianza, la barrera de escudos que empujaría a los sajones otra vez al mar.

Iorweth, el druida mayor de Powys, cuando estuvo seguro de que los últimos rayos del sol poniente se habían hundido en el lejano mar irlandés, anunció que había llegado el momento y los invitados de honor ocuparon sus puestos en el estrado. Los demás estábamos ya sentados en el suelo del salón y los hombres pedían a gritos que llevaran más barricas de aquel famoso hidromiel de Powys, de sabor fuerte, destilado especialmente para la ocasión. Los invitados de honor fueron recibidos con vítores y aplausos.

Abrió la marcha la reina Elaine, madre de Lancelot, ataviada de azul con una torques de oro en la garganta y los rizos plateados recogidos con una cadena dorada. La entrada de Cuneglas y la reina Helledd fue recibida con grandes clamores de bienvenida. El redondo rostro del rey resplandecía de satisfacción ante las buenas expectativas de la celebración de aquella noche, para la que se había atado pequeñas cintas blancas a las puntas de sus largos bigotes. Arturo vestía sobriamente de negro, mientras que Ginebra, que lo seguía hacia el estrado, estaba espléndida con su vestido de lino dorado, magistralmente cortado y cosido de manera que la exquisita tela, teñida a la perfección con hollín y polen, se ceñía a su cuerpo alto y esbelto. El vientre apenas revelaba su estado y un murmullo de admiración corrió entre los hombres que la contemplaban. El vestido estaba adornado con lentejuelas de oro de modo que el cuerpo de Ginebra parecía brillar mientras seguía los pasos de Arturo hasta el centro del estrado. Sonrió viendo la lujuria que sabía que despertaba en los hombres y que aquella noche había determinado utilizar para hacer sombra a Ceinwyn, por magníficamente que ésta se ataviara. Se sujetaba la díscola cabellera roja con un aro de oro, de su cintura colgaba un cinturón de eslabones del mismo metal y, en honor a Lancelot, lucía en el cuello un broche dorado con el emblema del águila marina. Saludó a la reina Elaine con un beso en cada mejilla, a Cuneglas le dio un solo beso, inclinó la cabeza frente a la reina Helledd y luego se sentó a la derecha de Cuneglas, mientras que Arturo pasaba a ocupar el asiento vacío junto a Helledd.

Todavía quedaban dos lugares, pero antes de que fueran ocupados, Cuneglas se puso en pie y golpeó la mesa con el puño. Se hizo el silencio y el rey señaló sin decir palabra los tesoros dispuestos en el borde del estrado, frente al mantel de lino que colgaba de la mesa.

Aquellos tesoros eran los regalos que Lancelot ofrecía a Ceinwyn y su magnificencia provocó un estruendo de aclamación en la sala. Todos inspeccionaron los presentes, y el entusiasmo de los hombres ante la generosidad del rey de Benioc sólo despertó amargura en mí. Había torques de oro, de plata y de ambos metales mezclados; había tantas que servían de mera alfombra a los regalos más suntuosos. Había espejos romanos de mano, frascos de cristal romano y montones de joyas romanas, gargantillas, broches, aguamaniles, alfileres y pasadores. Entre metales brillantes, esmaltes, corales y piedras preciosas, allí se acumulaba el rescate de un rey y yo sabía que todo procedía de Ynys Trebes, cuando Lancelot, viendo la fortaleza en llamas y desdeñando la idea de combatir con la espada a los devastadores francos, había huido en el primer barco y escapado así de aquel infierno.

Todavía sonaban los aplausos cuando apareció Lancelot en toda su gloria. Al igual que Arturo, vestía de negro, pero las ropas de Lancelot estaban rematadas con tiras de una rara tela dorada. Habíase aceitado la negra cabellera y se la había peinado tirante hacia atrás, de manera que se le pegaba al cráneo y caía lisa por la espalda. En los dedos de la mano derecha lucía anillos de oro, mientras que en la izquierda llevaba sencillos aros de guerrero, aunque ninguno de ellos, como yo bien sabía, lo había ganado en la batalla. Ciñóse al cuello una pesada torques de oro con florones cuajados de piedras brillantes, y en el pecho, en honor a Ceinwyn, el símbolo real del águila en vuelo perteneciente a la casa de Powys. No llevaba armas, pues a ningún hombre se le permitía entrar armado en el salón del rey, pero sí lucía el cinturón esmaltado con que sujetaba la vaina de la espada, un inestimable regalo de Arturo. Recibió los vítores alzando el brazo, besó a su madre en la mejilla y a Ginebra en la mano, se inclinó ante Helledd y ocupó su lugar.

Ya sólo quedaba un asiento vacío. Una arpista empezó a tocar, pero las plañideras notas apenas lograban oírse entre el murmullo de voces. El olor de la carne asada invadió la sala mientras las jóvenes esclavas se aprestaban a repartir jarras de hidromiel. Iorweth, el druida, se afanaba de un lado a otro abriendo un pasillo entre los hombres sentados en el suelo cubierto de juncos. Empujó a los hombres a los lados, se inclinó ante el rey tras abrir el pasillo por completo e hizo un gesto con el báculo en demanda de silencio.

Un clamor de vítores surgió entre la multitud reunida en el exterior.

Los invitados de honor habían entrado en el salón por el fondo, pasando directamente al estrado desde la oscuridad de la noche, pero Ceinwyn haría su entrada por la puerta grande de la fachada del pabellón y, para llegar a ella, debía pasar entre los invitados apiñados en los patios iluminados por las llamas de las teas. El clamor que oímos eran los aplausos que levantaba en su recorrido desde el pabellón de las mujeres, mientras que en el interior del salón del rey la aguardábamos en expectante silencio. Hasta la arpista levantó los dedos de las cuerdas para mirar a la puerta.

Primero entró una niña vestida de lino blanco, que avanzó de espaldas por el pasillo abierto por Iorweth para Ceinwyn. La niña esparcía pétalos secos de flores de primavera sobre los juncos recién cambiados. Nadie hablaba; todas las miradas convergían en la puerta, menos la mía, pues yo observaba a Lancelot, que sentado en el estrado escrutaba la puerta con un esbozo de sonrisa. Cuneglas tenía los ojos anegados en lágrimas de alegría. El rostro de Arturo, el artífice de la paz, resplandecía. La única que no sonreía era Ginebra; su expresión era de triunfo. Había sido objeto de burlas en aquel mismo salón real, pero en aquellos momentos disponía el matrimonio de la hija de la casa.

Me quedé observándola al tiempo que sacaba el hueso de la bolsa con la derecha. La costilla era suave al tacto. Issa, que permanecía en pie a mi espalda sosteniéndome el escudo, debió de preguntarse por el significado de semejante desecho en una noche de oro y fuego bañada por la luz de la luna.

Miré hacia la puerta grande del salón en el momento en que Ceinwyn aparecía. Las gargantas enmudecieron de asombro por un instante antes de estallar en vítores, pues ni todo el oro de Britania ni todas las reinas antiguas juntas habrían podido ensombrecer a Ceinwyn aquella noche. No me hizo falta mirar a Ginebra para saber que sus aspiraciones habían rodado por el suelo en aquella noche de hermosura.

Era la cuarta ceremonia de compromiso de Ceinwyn. A la primera había acudido por Arturo, pero él rompió el compromiso bajo el influjo de su amor por Ginebra. Luego, fue prometida a un príncipe de la lejana Rheged, que había muerto de fiebres antes de los esponsales. No hacía mucho, había ofrecido la correa de compromiso a Gundleus de Siluria, pero éste había sucumbido entre alaridos a manos de la cruel Nimue y, aquel día, por cuarta vez, Ceinwyn ofrecía el cabestro a un hombre. Lancelot la había obsequiado con una fortuna en oro, pero la tradición mandaba que ella le correspondiera con un simple cabestro de buey, símbolo de que habría de someterse a su autoridad a partir de aquel día.

Lancelot se puso en pie cuando ella entró y el esbozo de sonrisa se convirtió en expresión de puro placer ante tanta belleza. A las anteriores ceremonias de compromiso, Ceinwyn había acudido, como corresponde a una princesa, engalanada con suntuosas telas y alhajas de plata y oro, pero aquella noche llevaba un sencillo vestido de color crema ceñido por un cordón azul claro rematado por borlas. Ni la plata recogía su cabellera, ni el oro adornaba su garganta, ni joya alguna subrayaba su belleza. Su único atavío era el sencillo vestido de lino y una delicada corona trenzada con las últimas violetas del verano, que lucía en torno a su clara cabellera rubia. Tampoco llevaba calzado y sus pies desnudos pisaban los pétalos secos. Prescindiendo de todo signo de jerarquía o riqueza, entró en el salón vestida con la sencillez de cualquier campesina y, sin embargo, triunfante. No es de extrañar que los hombres enmudecieran y la aclamaran a medida que ella avanzaba a pasos lentos y tímidos entre los invitados. Cuneglas vertía lágrimas de gozo, Arturo aplaudía entusiasmado, Lancelot se alisaba la aceitada cabellera y su madre resplandecía de satisfacción. Durante unos segundos, la expresión del rostro de Ginebra fue enigmática, pero en seguida sonrió, un gesto que proclamaba su íntima victoria. Aunque no hubiera logrado superar a Ceinwyn en belleza, aquélla era su noche, la noche en que su antigua rival se prometía según sus propios designios.

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