Read El enemigo de Dios Online
Authors: Bernard Cornwell
Lancelot me miró de soslayo, sopesando. La aversión entre nosotros era recíproca, pero de pronto me sonrió.
—Creo que un jabalí es preferible a una cerda —dijo.
—¿Una cerda? —inquirí presumiendo un insulto.
—¿Acaso no fue la cerda la que os embistió? —preguntó, y de pronto abrió los ojos con expresión inocente—. ¿No habréis pensado ni por un momento que me refería a vuestro matrimonio? —Inclinó la cabeza irónicamente—. Debo felicitaros, lord Derfel. ¡Casarse con Gwenhwyvach!
Conseguí reprimir la ira y me obligué a mirar su delgado rostro burlón, con su delicada barba, sus ojos oscuros y su larga cabellera aceitada, negra y brillante como el plumaje de un cuervo.
—Y yo debo felicitaros por vuestro compromiso, lord rey.
—Con
Seren,
la estrella de Powys —dijo mirando a Ceinwyn, que se tapaba el rostro con las manos para no ver los cuchillos de los monteros, que sacaban la interminable ristra de intestinos de las entrañas del jabalí. Parecía jovencísima con el pelo recogido en la nuca—. ¿No es encantadora? —preguntó Lancelot con una voz que recordaba el ronroneo de un gato—. Tan frágil. Nunca di crédito a los cuentos acerca de su belleza, pues ¿quién habría esperado encontrar tal joya entre los cachorros de Gorfyddyd? Y sin embargo es muy bella. Me siento muy afortunado.
—Así es, señor.
Me dio la espalda riendo. Mi enemigo era un hombre en la plenitud de su gloria, un rey que había llegado a recoger a su futura esposa, sin embargo, yo tenía el hueso en la bolsa. Lo palpé, temiendo que se hubiera quebrado en la escaramuza con el jabalí, pero todavía estaba entero, bien escondido y esperando a satisfacer mis deseos.
Cavan, mi segundo en el mando, llegó a Caer Sws la víspera de la ceremonia de compromiso de Ceinwyn acompañado por cuarenta de mis lanceros. Galahad los había enviado de vuelta una vez que estuvo seguro de poder cumplir su misión en Siluria con los veinte hombres que le quedaron. Según parecía, los silurios habían aceptado la sombría derrota de su país y la muerte de su rey no había provocado revueltas, sino una dócil sumisión a las exigencias de los vencedores. Cavan me contó qué Oengus de Demetia, el rey irlandés que hizo posible la victoria de Arturo en el valle del Lugg, había tomado los esclavos y las riquezas que le correspondían por derecho y había robado otro tanto antes de partir de nuevo a sus tierras, y que los silurios se alegraban con la perspectiva de que el renombrado Lancelot fuera su futuro rey.
—Creo que darán la bienvenida a ese bellaco —me comentó Cavan cuando nos reunimos en la fortaleza de Cuneglas donde yo dormía y comía, y, buscándose un piojo entre las barbas, añadió—: Siluria es un lugar infecto.
—Un criadero de buenos guerreros —dije.
—Que luchan por abandonar su país, no me cabe duda —dijo con desprecio—. ¿Quién os ha arañado el rostro, señor?
—Las zarzas, mientras peleaba con un jabalí.
—Pensé que os habíais casado aprovechando mi ausencia —dijo— y que los arañazos eran el regalo de boda de la novia.
—Me voy a casar —le conté cuando salimos de la fortaleza a la luz del día, y le hice saber el ofrecimiento de Arturo de nombrarme paladín de Mordred y convertirme en su cuñado. Se alegró con las noticias de mi inminente fortuna, pues era un exiliado irlandés que había pasado la vida procurándose una posición en la Dumnonia de Uther mediante su habilidad con la espada y la lanza pero, por alguna extraña razón, la fortuna siempre se le había escapado de entre las manos. Era un hombre achaparrado que me doblaba en edad, ancho de espaldas, de barba gris y con los dedos llenos de los anillos guerreros que entonces forjábamos con las armas de los enemigos derrotados. Se entusiasmó con la idea de que mi matrimonio me proporcionara una buena cantidad de oro y habló con tacto de la novia que aportaría el codiciado metal.
—No es una belleza como su hermana —dijo.
—Cierto —admití.
—En verdad —continuó abandonando toda diplomacia— es más fea que un saco de sapos.
—No es agraciada —concedí.
—Pero las feas son las mejores esposas —declaró, aunque no era casado, lo que no significaba que estuviera solo, y añadió alegremente—: Y nos hará ricos. Ésa era, sin duda, la razón por la que me casaría con la pobre Gwenhwyvach. El sentido común me decía que no confiara en la costilla de cerdo que guardaba en la bolsa; además, era mi deber para con mis hombres recompensar su fidelidad. Habían menudeado las recompensas aquel año, pues perdimos todas las posesiones con la caída de Ynys Trebes y tuvimos que esforzarnos en el combate contra las tropas de Gorfyddyd en el valle del Lugg, de modo que mis hombres estaban cansados y empobrecidos y ningún hombre ha merecido más de su señor.
Saludé a mis cuarenta soldados, que esperaban a que se les asignara alojamiento. Me alegré de ver a Issa entre ellos, pues era el mejor de mis lanceros: un muchacho campesino con una fuerza brutal y un optimismo incombustible que me protegía el costado derecho en la batalla. Lo abracé y me disculpé por no tener nada que ofrecerles.
—La recompensa no tardará en llegar —les aseguré, y miré a las muchachas que los acompañaban y que, a buen seguro, habían encontrado en Siluria—, y me alegro de que la mayoría os hayáis dado un premio por cuenta propia.
Rieron. La muchacha que acompañaba a Issa era una preciosa niña de cabello oscuro que no debía de tener más de catorce años. Me la presentó.
—Scarach, señor —dijo, orgulloso de pronunciar su nombre.
—¿Irlandesa? —pregunté a la muchacha.
—Era esclava de Ladwys, señor —respondió ella.
Scarach hablaba la lengua de Irlanda, muy similar a la nuestra, pero suficientemente distinta, al igual que el sonido de su nombre, como para demostrar su origen. Pensé que habría sido capturada por Gundleus en alguna incursión en tierras del rey Oengus, en Demetia. La mayoría de los esclavos irlandeses procedían de los asentamientos de la costa occidental de Britania, pero yo sospechaba que ninguno había sido capturado en Lleyn. Sólo un necio se aventuraría a entrar en el territorio de Diwrnach sin ser invitado.
—¡Ladwys! —exclamé—. ¿Cómo se encuentra?
Ladwys, una mujer alta y morena, había sido la amante de Gundleus, el cual se había casado con ella en secreto, aunque se apresuró a renegar de tal matrimonio cuando Gorfyddyd le ofreció la mano de Ceinwyn.
—Está muerta, señor —contestó Scarach alegremente—. La matamos en la cocina. Yo misma le escupí en el vientre.
—Es una buena chica —afirmó Issa entusiasmado.
—Es evidente —dije—, así que cuida de ella.
Su última compañera lo había abandonado por un misionero cristiano que vagaba por los caminos de Dumnonia, y no me pareció que la temible Scarach fuera a resultar igual de insensata.
Al atardecer, mis hombres pintaron un nuevo emblema en sus escudos con cal procedente de las bodegas de Cuneglas. El honor de ostentar mi propio emblema me lo había concedido Arturo la víspera de la batalla del valle del Lugg, pero no habíamos tenido ocasión de cambiar los escudos, que hasta entonces siguieron con el símbolo del oso de Arturo. Mis hombres esperaban que eligiera una cabeza de lobo como emblema, en consonancia con las colas de lobo que en los bosques de Benoic habíamos empezado a llevar en los cascos, pero insistí en que todos pintaran una estrella de cinco puntas.
—¡Una estrella! —gruñó Cavan decepcionado. Habría deseado un símbolo más feroz, con garras, dientes y espolones, pero yo estaba empeñado en la estrella.
—
Seren,
pues somos las estrellas de la barrera de escudos —dije.
Les agradó la explicación y ninguno sospechó el resignado romanticismo que ocultaba mi elección. Extendimos una capa de negra pez en los redondos escudos de madera de sauce cubierta de cuero y luego pintamos las estrellas con cal, ayudándonos de la vaina de una espada para que los bordes quedaran rectos. Cuando la cal se hubo secado, aplicamos un barniz compuesto de resina de pino y clara de huevo a fin de proteger las estrellas de la lluvia durante algunos meses.
—Esto es otra cosa —concedió Cavan a regañadientes cuando contemplamos los escudos terminados.
—Es magnífico —dije, y aquella noche, mientras cenaba en el círculo de guerreros reunidos en el suelo del salón, Issa se situó detrás de mí en calidad de escudero. El barniz aún estaba húmedo y hacía brillar la estrella con mayor esplendor. Scarach se encargó de servirme. No había más viandas que unas míseras gachas de avena, pues las cocinas de Caer Sws no podían ofrecer nada mejor, ocupadas como estaban en el gran banquete que se celebraría la noche siguiente. En verdad, todas las dependencias se afanaban en los preparativos. El salón fue decorado con oscuras ramas de haya roja, barriéronse los suelos y se cubrieron con juncos nuevos, y de las habitaciones de las mujeres llegaban rumores de los vestidos de bordados exquisitos que se confeccionaban. No éramos menos de cuatrocientos los guerreros hospedados en Caer Sws, la mayoría alojados en destartalados albergues diseminados por los campos de extramuros, y las mujeres, los niños y los perros se hacinaban en la fortaleza. La mitad de los hombres pertenecían a Cuneglas y la otra mitad eran dumnonios, pero a pesar de la reciente guerra no hubo disputas, ni siquiera cuando circuló la noticia de que Ratae había caído en manos de la horda sajona de Aelle debido a la traición de Arturo. Cuneglas ya debía de sospechar que Arturo había comprado la paz con Aelle suciamente y aceptó el juramento de que los hombres de Dumnonia vengarían a los muertos de Powys que yacían entre las cenizas de la fortaleza capturada.
No había visto a Merlín ni a Nimue desde la noche de Dolforwyn. Merlín se había ido de Caer Sws y se rumoreaba que Nimue aún permanecía en la fortaleza, escondida en las habitaciones de las mujeres, donde frecuentaba la compañía de la princesa Ceinwyn, lo que en mi opinión era altamente improbable dadas las diferencias que las separaban. Nimue, algunos años mayor que Ceinwyn, era sombría e intensa, siempre en precario equilibrio entre la locura y la ira, mientras que Ceinwyn era luminosa y gentil, y si había de hacer caso de Merlín, muy convencional. No me imaginaba qué tendrían que contarse, de modo que di los rumores por falsos y supuse que Nimue habría acompañado a Merlín, al que me imaginaba buscando espadachines dispuestos a seguirlo a la inhóspita tierra de Diwrnach, donde pensaba recuperar la olla mágica.
¿Lo acompañaría yo? En la mañana del compromiso matrimonial de Ceinwyn me adentré, en dirección norte, en el viejo robledal que cubría el extenso valle que rodeaba Caer Sws en busca de un lugar preciso. Cuneglas me había indicado el camino e Issa, el leal Issa, me acompañaba, aunque ignoraba la razón del paseo por el oscuro y denso bosque.
En aquellas tierras, el corazón de Powys, los romanos apenas habían penetrado. Construyeron algunas fortalezas, como Caer Sws y abrieron algunas calzadas siguiendo el valle de los ríos, pero no dejaron villas ni ciudades como las que conferían a Dumnonia la pátina de una civilización perdida. En las tierras de Cuneglas tampoco abundaban los cristianos; el culto a los dioses antiguos había sobrevivido en Powys sin los rencores que agriaban el sentimiento religioso en el reino de Mordred, donde cristianos y paganos se disputaban los favores reales y el derecho a erigir sus templos en los lugares sagrados. Los altares romanos no habían reemplazado los bosquecillos de los druidas de Powys, ni se veían iglesias cristianas junto a los pozos sagrados. Los romanos habían derruido algunos templos pero muchos continuaban en pie. Issa y yo nos dirigíamos a uno de aquellos enclaves sagrados a la tamizada luz del mediodía que se filtraba entre el follaje.
Era el templo de un druida, un robledal más joven en lo profundo de un bosque inmenso. El follaje que daba sombra al sepulcro aún no había adquirido el característico color bronce de la estación, pero no tardaría en desprenderse y caer sobre el murete semicircular de piedra del centro del claro. En la piedra se abrían dos nichos con sendas calaveras. En otro tiempo abundaban los lugares semejantes en Dumnonia y muchos de ellos habían sido reconstruidos tras la marcha de los romanos. Con todo, era corriente que los cristianos irrumpieran en ellos, hicieran añicos las calaveras, derruyeran los muros de piedra y talaran los robles. Sin embargo, aquel templo de Powys debía de llevar más de mil años oculto en la espesura. Los campesinos que acudían al templo dejaban hebras de lana en las junturas de las piedras, como prueba de las oraciones ofrecidas.
El silencio pesaba en el robledal. Issa se quedó entre los árboles mirándome avanzar hasta el centro del semicírculo, donde me desabroché el pesado cinturón de Hywelbane.
Posé la espada en la piedra plana que señalaba el centro del templo, saqué de la bolsa el hueso mondo que me confería poder sobre el matrimonio de Lancelot y lo coloqué junto a la espada. Por último, puse en la piedra el broche de oro que Ceinwyn me había dado tantos años antes. Entonces, me acosté en el mantillo de hojas.
Me dormí con la esperanza de encontrar respuesta en un sueño, pero no hubo tal revelación. Quizás habría debido sacrificar un ave u otra bestia antes de dormir, un presente que moviera a los dioses a concederme la respuesta que buscaba y no llegó. No hubo sino silencio. Había confiado a los dioses la espada y el poder encerrado en el hueso, se los había ofrecido a Bel y Manwydan, a Taranis y Lleullaw, pero hicieron caso omiso. Sólo se oía el viento entre las hojas, el leve trepar de una ardilla por las ramas y el súbito repiqueteo de un pájaro carpintero.
Me desperté y permanecí inmóvil. Aun sin haber soñado, sabía lo que quería. Quería coger el hueso y romperlo en dos, mal que obrar así me obligara a recorrer el Sendero Tenebroso que conducía al reino de Diwrnach. Pero también quería que la Britania de Arturo, unida y próspera, se hiciera realidad. Quería que mis hombres poseyeran oro, tierras, esclavos y posición. Quería expulsar a los sajones de Lloegyr. Quería escuchar los alaridos procedentes de una barrera de escudos rota y el estruendo de los cuernos de guerra cuando el ejército victorioso persiguiera al enemigo disperso. Quería marchar con mis escudos de estrella por las tierras llanas de levante, que no había hollado ningún britano libre desde hacía una generación. Y quería a Ceinwyn.
Me incorporé e Issa fue a sentarse a mi lado. Debió de extrañarse viéndome mirar tan fijamente aquel hueso, pero nada dijo.
Pensé en la pequeña torre achaparrada con la que Merlín había simbolizado el sueño de Arturo y me pregunté si realmente se derrumbaría en caso de que Lancelot no se casara con Ceinwyn. No podía decirse que el matrimonio fuera el broche que cerrara las alianzas de Arturo, sino una cuestión de mera conveniencia para otorgar un trono a Lancelot y poner a un descendiente de la dinastía de Powys en la casa real de Siluria. Aunque la boda nunca se celebrara, no por eso dejarían de marchar juntos contra los sais los ejércitos de Dumnonia, Gwent, Powys y Elmet. Sabía que todo eso era cierto, pero de algún modo presentía que el hueso podía echar a perder los planes de Arturo. En el momento en que rompiera el hueso, debería fidelidad a Merlín y la búsqueda de la olla mágica prometía sembrar la discordia en Dumnonia y avivar el odio de los antiguos paganos contra la pujante religión cristiana.