Read El enemigo de Dios Online
Authors: Bernard Cornwell
—Que discurre por allí —dijo señalando hacia el norte en la oscuridad de la noche.
—¿Y el espectro? —pregunté.
—Diwrnach —afirmó.
Cerré los ojos, pues acababa de comprender sus propósitos
—¿Y la isla es Ynys Mon? —pregunté abriéndolos de nuevo.
—Sí —respondió Merlín. La isla sagrada.
Antes de la llegada de los romanos y antes de tener siquiera noticia de los sajones, Britania era gobernada por los dioses, que tenían su oráculo en Ynys Mon. Pero la isla había sido saqueada por los romanos, que talaron los robles, arrasaron los bosques sagrados y asesinaron a los druidas que la guardaban. Habían transcurrido más de cuatrocientos años desde aquel Año Negro, pero Ynys Mon aún era sagrada para los contados druidas que, como Merlín, se habían empeñado en devolver los dioses a Britania. Sin embargo, en esos tiempos la isla sagrada formaba parte del reino de Lleyn, gobernado por Diwrnach, el más sanguinario de los reyes irlandeses que antaño cruzaron el mar para invadir las tierras britanas. Se decía de Diwrnach que pintaba sus escudos con sangre humana. No había en toda Britania rey más cruel ni más temido, y sólo lo exiguo de su ejército y las montañas que lo cercaban impedían que llevara el terror a Gwynedd. Diwrnach era una bestia a la que no se podía dar muerte, una criatura emboscada en los confines de Britania y a quien todos, de común acuerdo, procuraban no provocar.
—¿Deseáis que vaya a Ynys Mon? —inquirí.
—Deseo que vengas con nosotros a Ynys Mon —dijo señalando a Nimue—, con nosotros y con una persona casta.
—¿Casta? —me extrañé.
—Sólo una persona casta, Derfel, puede encontrar la olla de Clyddno Hiddyn. Y creo que ninguno de nosotros cumple el requisito —añadió recalcando con sarcasmo las últimas palabras.
—Y la olla —dije con recelo— está en Ynys Mon.
Merlín asintió y me estremecí al pensar en semejante misión. La olla de Clyddno Eiddyn era uno de los trece tesoros de Britania, que habían sido dispersados cuando los romanos arrasaron Ynys Mon, y la gran ambición de Merlín en su dilatada vida era reunir los trece, la marmita por encima de todos, pues afirmaba que con ella sería capaz de controlar a los dioses y destruir a los cristianos. Por eso me hallaba postrado de hinojos en una colina húmeda de Powys, con la boca amarga y el vientre conmocionado.
—Mi trabajo es combatir a los sajones —dije.
—¡Necio! —me espetó Merlín—. La guerra contra los sajones está perdida de antemano si no recuperamos los tesoros.
—Arturo no es de la misma opinión.
—En tal caso, Arturo es tan necio como tú. ¿Qué importan los sajones, insensato, si los dioses nos abandonan?
—He jurado servir a Arturo —protesté.
—También a mí me has jurado lealtad —dijo Nimue alzando la mano izquierda para mostrarme la cicatriz gemela de la mía.
—Pero en el Sendero Tenebroso no quiero a nadie —intervino Merlín— que no venga de buen grado. Debes escoger a quién guardar fidelidad, Derfel, y no puedo ayudarte en la decisión.
Dio un manotazo a la copa y en su lugar puso un montón de huesos de las costillas que había comido en el salón de Cuneglas. Se arrodilló, cogió un hueso y lo colocó en el centro de la piedra real.
—Éste es Arturo —dijo—, y éste —colocó otro hueso— es Cuneglas, y de éste otro —colocó el tercero en triángulo con los anteriores— hablaremos más tarde. Éste —situó el cuarto encima de un vértice del triángulo— es Tewdric de Gwent, y éste, la alianza de Arturo con Tewdric, y éste, la alianza con Cuneglas. —Así formó otro triángulo sobre el primero y resultó una tosca estrella de seis puntas—. Éste es Elmet —comenzó el tercer nivel paralelamente al primero—, y éste Siluria, y éste otro hueso —levantó el último en la mano— representa la alianza de todos los reinos. Helo aquí. —Se echó hacia atrás y señaló con ademán exagerado la precaria torre de huesos erigida en el centro de la piedra—. Ya lo ves, Derfel, la meditada estrategia de Arturo, pero te aseguro, te prometo, que sin los tesoros, tal estrategia tiene que derrumbarse.
Quedó en silencio mientras yo observaba los nueve huesos, todos a excepción del misterioso tercero, todavía con restos de carne, tendones y cartílagos. Sólo el tercer hueso había sido rebañado hasta dejarlo limpio y blanco. Lo toqué muy suavemente con el dedo, con cuidado de no descomponer el frágil equilibrio de la torre.
—¿Qué representa el tercer hueso? —pregunté.
—El tercer hueso, Derfel, es el matrimonio de Lancelot con Ceinwyn —dijo Merlín sonriendo—. Cógelo.
No me atreví a moverme. Coger el tercer hueso significaría provocar el derrumbamiento de la delicada red de alianzas de Arturo, el mejor camino, el único en verdad, para derrotar a los sajones.
Merlín observaba mi indecisión con gesto sarcástico; entonces, tomó entre los dedos el tercer hueso pero no tiró de él.
—Los dioses odian el orden —me dijo burlonamente—. El orden, Derfel, destruye a los dioses, y por eso lo destruyen. —Tiró del hueso y al punto la torre se vino abajo—. Arturo tiene que hacer regresar a los dioses si quiere traer la paz a Britania. —Me tendió el hueso mondo—: Cógelo —me dijo, pero no me moví.
—No es más que un montón de huesos —prosiguió—, pero éste es el anhelo de tu corazón, el matrimonio de Lancelot con Ceinwyn. Pártelo en dos, Derfel, y nunca se celebrará. Déjalo intacto y tu enemigo se llevará a tu mujer al lecho y la manoseará como un animal. —Me tendió el hueso otra vez pero tampoco quise cogerlo—. ¿Acaso crees que no llevas escrito en la cara tu amor por Ceinwyn? —me preguntó con sorna—. ¡Cógelo! Yo, Merlín de Avalon, te concedo, Derfel, poder sobre este hueso.
Lo cogí, que los dioses me perdonen, pero lo cogí. ¿Qué otra cosa podía hacer? La amaba; tomé el hueso mondo y me lo guardé en la bolsa.
—De nada servirá si no lo rompes —se mofó Merlín.
—Quizás no me sirva de nada de todos modos —respondí, y me di cuenta de que por fin podía tenerme en pie.
—Eres un necio, Derfel —me sermoneó—, pero eres un necio muy hábil con la espada y te necesito para recorrer el Sendero Tenebroso. —Se incorporó—. Depende de ti. Si rompes el hueso, Ceinwyn vendrá a ti, te lo prometo, pero entonces deberás tu lealtad al rescate de la olla. O bien, desposa a Gwenhwyvach y desperdicia tu vida abollando escudos de sajones mientras los cristianos se confabulan para tomar Dumnonia. Dejo la elección en tus manos, Derfel. Y ahora, cierra los ojos.
Obedecí y me quedé con los ojos cerrados largo rato, pero viendo que nada ocurría, acabé por abrirlos.
La explanada estaba vacía. Nada había oído, pero Merlín, Nimue, los ocho huesos y la copa de plata habían desaparecido. El alba despuntaba en el este, los pájaros alborotaban en los árboles y yo tenía un hueso pelado en la bolsa.
Bajé hasta el sendero que seguía la margen del río, pero en mi mente se me figuraba el otro camino, el Sendero Tenebroso que conducía a la guarida de Dirwrnach, y tuve miedo.
Pasamos la mañana en una partida de caza de jabalíes. Arturo buscó deliberadamente mi compañía cuando salíamos de Caer Sws.
—Te retiraste temprano anoche, Derfel —dijo a modo de saludo.
—El estómago, señor —repuse; no quería revelarle que había estado con Merlín porque habría sospechado que no había renunciado la a búsqueda de la olla, y preferí mentir—; tuve acedía.
—Nunca he entendido por qué los llamamos banquetes —dijo riendo—, son una mera excusa para embriagarse. —Se detuvo a esperar a Ginebra, que gustaba de la caza y aquella mañana se había calzado unas botas y embutido en unos calzones de cuero que se ceñían a sus largas piernas. Disimulaba su estado bajo un justillo de piel sobre el que se había echado un manto verde. Me tendió las correas de la pareja de perros de caza que tanto estimaba para que Arturo la tomara en brazos al atravesar el vado situado al pie de la vieja fortaleza. Lancelot ofreció la misma cortesía a Ceinwyn y ella lanzó una exclamación de evidente placer cuando éste la levantó del suelo. Ceinwyn también vestía ropas de hombre, pero las suyas no tenían el corte sutilmente entallado de las de Ginebra. Habría tomado prestada cualquier prenda desechada por su hermano, y las prendas anchas y demasiado largas le daban un aire masculino y juvenil que contrastaba con la refinada elegancia de Ginebra. Ninguna de las mujeres llevaba lanza, pero Bors, primo y paladín de Lancelot, portaba una de más en caso de que Ceinwyn deseara unirse a la caza. Arturo había insistido en que Ginebra no hiciera uso alguno del arma.
—Debes tener precaución hoy —le dijo al tiempo que la dejaba en la margen sur del Severn.
—Te preocupas en exceso, —respondió cogiendo las correas de los perros y pasándose una mano por la espesa y rizada cabellera roja; luego se dirigió a Ceinwyn—: En cuanto estás encinta, los hombres piensa que eres de cristal.
Se adelantó hasta ponerse a la altura de Lancelot, Ceinwyn y Cuneglas y dejó atrás a Arturo, que caminaba a mi lado hacia el frondoso valle en el que los monteros de Cuneglas habían encontrado caza abundante. Debíamos de ser unos cincuenta cazadores, la mayoría guerreros, aunque se nos unió un puñado de mujeres, más un par de docenas de siervos que cerraban la marcha. Uno de ellos sopló el cuerno para avisar a los monteros del otro lado del valle que había llegado el momento de ojear la caza hacia el río; entonces, los cazadores levantamos las largas y pesadas lanzas de caza al tiempo que formábamos en línea. Era un día frío de finales de verano, tanto que el aliento se condensaba, pero no llovía y el sol brillaba sobre los campos en barbecho formando una puntilla de encaje con la niebla matutina. Arturo estaba animado y disfrutaba de la belleza de la mañana, de su juventud y de la montería misma.
—Un banquete más —me dijo—, y podrás volver a casa a descansar.
—¿Un banquete más? —pregunté distraído, con la mente embotada por el cansancio y la resaca del bebedizo que Merlín y Nimue me habían dado en la cima de Dolforwyn.
—El compromiso de Lancelot, Derfel —respondió dándome una palmada en la espalda—. Y luego, de vuelta a Dumnonia y ¡manos a la obra! —dijo, feliz con tal perspectiva, y me contó entusiasmado sus planes para el invierno siguiente. Quería reconstruir cuatro puentes romanos y enviar luego a los maestros albañiles del reino a culminar las obras del palacio real de Lindinis, la ciudad romana situada en los aledaños de Caer Cadarn, donde tenían lugar las ceremonias de proclamación de los monarcas de Dumnonia y a la que Arturo deseaba convertir en nueva capital—. En Durnovaria hay demasiados cristianos —dijo, aunque, como era típico en él, se apresuró a añadir que no tenía nada personal en contra de ellos.
—Es justo, señor —dije en tono seco—, que tengan algo contra vos.
—Es el caso de algunos —admitió.
Antes de la batalla, cuando la causa de Arturo parecía condenada al fracaso, en Dumnonia se había formado una fuerte facción en su contra, encabezada por los cristianos protectores de Mordred. La causa inmediata de su hostilidad fue el préstamo que Arturo obligó a pagar a la Iglesia para sufragar la campaña que concluyó en el valle del Lugg, préstamo que desencadenó una amarga enemistad. Me pareció curioso que predicaran tanto los méritos de la pobreza y no perdonaran al hombre que había tomado prestado su dinero.
—Quería hablar contigo de Mordred —dijo Arturo, y al fin supe por qué había buscado mi compañía aquella hermosa mañana—. Dentro de diez años alcanzará la edad de ascender al trono. Es poco tiempo, Derfel, poco tiempo, y necesita aprovecharlo para educarse adecuadamente. Se le deben enseñar letras, el manejo de la espada y lo que es la responsabilidad. —Asentí con la cabeza, aunque sin gran entusiasmo. Sin duda, el niño de cinco años que era Mordred aprendería todo lo que Arturo creía imprescindible; yo no entendía qué tenía que ver conmigo, pero Arturo tenía ideas propias—. Es mi deseo que seas su tutor —dijo sorprendiéndome.
—¡Yo! —exclamé.
—Nabur está más preocupado por su propia posición que por los avances de Mordred —dijo Arturo. Nabur era el magistrado cristiano que en aquellos momentos tenía la tutoría del rey; el mismo que se había destacado en la intriga para destruir el poder de Arturo, naturalmente, junto con el obispo Sansum—. Y Nabur no es soldado —prosiguió—. Rezo por que Mordred gobierne en paz, Derfel, pero necesita conocer las artes de la guerra, como cualquier rey, y no se me ocurre nadie más apto que tú para enseñárselas.
—Yo no —protesté—. ¡Soy muy joven!
—Los jóvenes deben ser educados por jóvenes —respondió riéndose de mi objeción.
En la lejanía sonó un cuerno anunciando que habían levantado la caza en el otro extremo del valle. Los cazadores nos adentramos en el bosque, entre la maraña de zarzas y troncos caídos recubiertos de musgo. Avanzábamos despacio, atentos al terrible ruido que hacía el jabalí, que se abría paso entre los matorrales.
—Además —continué—, mi lugar está entre vuestros guerreros, no entre amas de cría.
—Seguirás entre mis guerreros. ¿Crees que prescindiría de ti, Derfel? —respondió Arturo con una sonrisa—. No pretendo que lleves a Mordred pegado a las faldas, sino que sea educado en el seno de tu familia, en la familia de un hombre honrado.
Hice caso omiso del cumplido, pero pensé con remordimientos en el hueso limpio y todavía entero que guardaba en la bolsa. ¿Era honrado hacer uso de la magia para influir en la mente de Ceinwyn? La miré, y ella se giró y me dedicó una sonrisa tímida.
—No tengo familia —dije a Arturo.
—Pero la tendrás, y pronto —respondió. Entonces levantó la mano y me detuve. Ambos escuchamos los ruidos que se oían justo delante de nosotros. Algo avanzaba pesadamente entre los árboles e instintivamente nos agazapamos, sosteniendo las lanzas a pocas pulgadas del suelo, entonces vimos que era un hermoso ciervo que lucía una vistosa cornamenta y nos relajamos al ver que pasaba de largo.
—Quizá lo atrapemos mañana —dijo Arturo observando su paso, tras lo cual se dirigió a Ginebra dando voces—. ¡Suelta a los perros, que corran un poco por la mañana!
Ella rió y descendió por la ladera hacia nosotros, con los galgos tirando de las correas.
—Me gustaría —dijo con los ojos brillantes y el rostro encendido por el relente—. La caza es mejor aquí que en Dumnonia.
—Pero no así la tierra —me dijo Arturo—. Hay una propiedad al norte de Durnovaria que pertenece a Mordred por derecho y deseo que vos la ocupéis. Os concederé otras tierras de vuestra absoluta propiedad, pero podéis construir una fortaleza en las tierras de Mordred y educarlo allí.