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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (10 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Ignoro si el gesto de triunfo de Ginebra y la acusada expresión de satisfacción de su rostro fueron los responsables de mi decisión. O quizá, la aversión que sentía por Lancelot, o el amor a Ceinwyn, o acaso Merlín tenía razón y los dioses se complacen en el caos. Lo cierto es que en un súbito arranque de cólera tomé el hueso con ambas manos. No pensé en las consecuencias de la magia de Merlín, en su odio hacia los cristianos ni en el riesgo de perder todos la vida en la búsqueda de la olla mágica allende las fronteras del reino de Diwrnach. Tampoco me detuve a considerar los cuidadosos planes de Arturo, pues en mi mente no cabía más que la imagen de Ceinwyn caminando hacia los brazos de un hombre al que yo odiaba. Al igual que cuantos me rodeaban, estaba en pie, mirando a Ceinwyn entre cabezas de guerreros. Ya había llegado al gran pilar central de roble, acosada por el estrépito bestial de vítores y silbidos. Yo era el único que permanecía en silencio. Sin dejar de mirarla, coloqué los pulgares en el centro del hueso y sujeté los extremos entre los puños. «Merlín —pensé—, viejo tunante, ha llegado la hora de que demuestres tus poderes. »

Quebré el hueso y el chasquido no se oyó entre el tumulto.

Guardé las dos mitades en la bolsa y juro que el corazón se me detuvo cuando volví a mirar a la princesa de Powys, que había surgido de la noche con flores en el pelo y que en aquel momento, inexplicablemente, se detenía junto a la gran columna ornada de acebo.

Desde el mismo momento en que entró, Ceinwyn no había apartado la mirada de Lancelot. Todavía le miraba y la sonrisa no se había borrado de su rostro, pero el hecho de que se detuviera tan súbitamente sumió el recinto en el silencio poco a poco. La niña que la precedía frunció el ceño y miró a su alrededor sin saber qué hacer, pero Ceinwyn no se movió.

Arturo debió de pensar que la habían traicionado los nervios, porque, sin dejar de sonreír, le daba ánimos haciendo gestos con la cabeza. Tembló el cabestro en las manos de Ceinwyn, y la arpista, tras arrancar una nota falsa a su instrumento, levantó los dedos de las cuerdas. La melodía moría en el silencio cuando, de entre la multitud apiñada tras la columna, vi surgir una figura envuelta en un manto negro.

Era Nimue, con su ojo de oro donde se reflejaban las llamas que iluminaban aquella sala dominada por el desconcierto.

Ceinwyn apartó la mirada de Lancelot y la fijó en Nimue; luego, muy despacio, levantó el brazo envuelto en lino blanco. Nimue le tomó la mano y la miró a los ojos con expresión interrogante. Ceinwyn quedó inmóvil por un instante y luego hizo un leve gesto de asentimiento. El salón se llenó de voces apremiantes súbitamente cuando Ceinwyn dio la espalda al estrado y se mezcló con la multitud tras Nimue.

Cesaron los apresurados comentarios poco a poco pues nadie sabía qué opinar ante comportamiento tan extraño. Lancelot, de pie en el estrado, no podía sino observar a distancia. Arturo se quedó boquiabierto y Cuneglas empezó a incorporarse observando con aire incrédulo cómo su hermana se deslizaba entre la multitud, que se apartaba presurosa ante el rostro desfigurado de Nimue, fiero y despectivo. Ginebra parecía dispuesta a matar.

La mirada de Nimue se cruzó con la mía y sonrió. Mi corazón brincaba como un animal salvaje en una trampa, pero entonces Ceinwyn me sonrió y ya no pensé más en Nimue, sólo en Ceinwyn, mi dulce Ceinwyn, que cruzaba, con el cabestro de buey en las manos, aquella aglomeración de hombres hasta el lugar en que me encontraba. Los guerreros se hicieron a un lado pero yo me quedé petrificado, incapaz de moverme o hablar viendo que Ceinwyn se me acercaba con lágrimas en los ojos y, sin mediar palabra, me ofrecía el cabestro. Un murmullo de asombro nos envolvió, mas no hice caso de las voces y, arrodillándome, tomé el cabestro y luego sus manos entre las mías, me las acerqué a la cara, que estaba bañada en lágrimas, como la suya.

La ira estalló en el salón, las protestas y el desconcierto se generalizaron, pero Issa me cubrió levantando el escudo. Nadie podía entrar armado en el salón del rey, pero Issa sostenía el escudo con el emblema de la estrella de cinco puntas dispuesto a derribar al primero que se atreviera a interrumpir aquel inaudito momento. Nimue, por su parte, susurraba maldiciones contra cualquiera que osara oponerse a la elección de la princesa.

Ceinwyn se postró de hinojos y acercó el rostro al mío.

—Jurasteis protegerme, señor —me susurró.

—Así fue, señora.

—Os dispenso de vuestro juramento si tal es vuestro deseo.

—Nunca —prometí.

—Jamás me casaré con hombre alguno, Derfel —me advirtió retirándose ligeramente, pero sin dejar de mirarme a los ojos—. Os lo ofrezco todo, excepto el matrimonio.

—Es todo cuanto deseo en la vida, señora —respondí con un nudo en la garganta y los ojos anegados en lágrimas de felicidad; a continuación sonreí y le devolví el cabestro—. Vuestro es.

El gesto la hizo sonreír, dejó caer la correa en la paja y me besó suavemente en la mejilla.

—Creo que esta fiesta —me susurró al oído con picardía— será más divertida sin nosotros. —Entonces nos incorporamos y, tomándonos de la mano, sordos a las preguntas, a las protestas e incluso a algunos vivas de los presentes, salimos a la noche clara. Atrás quedaban la confusión y la ira y, frente a nosotros, una multitud atónita, por entre la cual cruzamos caminando uno al lado del otro—. La casa al pie de Dolforwyn nos espera —dijo Ceinwyn.

—¿La casa rodeada de manzanos? —pregunté, recordando lo que me había contado de sus sueños de niña.

—Sí —respondió.

La multitud se apiñaba a la entrada del salón y nosotros alcanzamos las puertas de Caer Sws, iluminadas por antorchas. Issa nos siguió tras recuperar nuestras espadas y lanzas, y Nimue caminaba al otro lado de Ceinwyn. Tres sirvientes de Ceinwyn corrían para unirse a nosotros, al igual que una veintena de mis hombres.

—¿Estáis segura? —pregunté a Ceinwyn, como si hubiera medio de retroceder unos minutos en el tiempo para que pudiera ofrecer el cabestro a Lancelot.

—Nunca he estado tan segura de nada —dijo tranquilamente, y añadió con voz burlona—: ¿Acaso dudasteis de mí en algún momento, Derfel?

—Dudé de mí mismo —contesté, y ella me apretó la mano.

—No soy mujer de nadie, sino mía tan sólo —dijo. Luego, rió de puro gozo, me soltó la mano y echó a correr. De su pelo caían violetas mientras ella corría por la hierba embriagada de alegría. Corrí tras ella y entonces, desde las puertas del salón, se oyó la voz de Arturo que nos llamaba.

Pero seguimos corriendo... hacia el caos.

3

Al día siguiente, con una navaja de buen filo, limé los extremos astillados de los dos fragmentos del hueso y luego, con todo esmero, vacié dos surcos largos y estrechos en la madera de la empuñadura de Hywelbane. Issa se acercó a Caer Sws y llevó un poco de cola, que calentamos al fuego y, tras comprobar que los surcos se correspondían exactamente con los huesos, los impregnamos de cola e incrustamos los huesos en la empuñadura. Por último, limpiamos la cola sobrante y atamos todo con tendones para que los fragmentos quedaran firmemente encastados en la madera.

—Parece marfil —comentó Issa, admirado, una vez concluido el trabajo.

—Huesos de cerdo —dije con desprecio, aunque en verdad, las dos incrustaciones parecían de marfil y daban suntuosidad a Hywelbane. El nombre de la espada era en honor de su primer propietario, Hywel, el administrador de Merlín, que me había iniciado en el manejo de las armas.

—Pero ¿son huesos mágicos? —preguntó Issa con ansiedad.

—Cosas de la magia de Merlín —respondí sin dar más explicaciones.

Cavan se presentó a mediodía. Se postró de hinojos en la hierba e inclinó la cabeza sin pronunciar palabra, y en verdad no hacían falta pues yo ya sabía el porqué de su visita.

—Eres libre de marcharte, Cavan —le dije—. Te eximo del juramento. —Levantó la mirada, pero el oprobio de ser liberado de sus votos le impedía hablar—. Ya no eres ningún mozo, Cavan —le animé sonriendo—, y mereces un señor que te compense con oro y una vida regalada en lugar de la incertidumbre del Sendero Tenebroso.

—Deseo morir en Irlanda, señor —dijo recuperando al fin la voz.

—¿Para estar con tu pueblo?

—Así es, señor, pero no quiero regresar pobremente. Necesito oro.

—En tal caso, quema el tablero de dados —le aconsejé en tono burlón, y le arranqué una sonrisa.

—¿No me guardaréis rencor, señor? —pregunto angustiado tras besar la empuñadura de Hywelbane.

—No, y si alguna vez necesitas ayuda, házmelo saber.

Se puso en pie y me abrazó. Volvía al servicio de Arturo llevándose consigo a la mitad de mis hombres. Sólo veinte quedaban conmigo. Los demás temían a Diwrnach o estaban ansiosos por acumular riquezas, y yo no podía reprochárselo. A mi servicio, habían conseguido honor, anillos de guerrero y colas de lobo pero muy poco oro. Les permití conservar la cola de lobo en el casco, pues las habían ganado en los terribles combates de Benoic, pero los obligué a borrar la nueva estrella del escudo.

La estrella era para los veinte hombres que permanecían conmigo, los más jóvenes, aguerridos y osados de mis lanceros. Bien saben los dioses que iban a precisar de tan excelentes cualidades, pues al quebrar el hueso los había entregado a los horrores del Sendero Tenebroso.

Ignoraba cuándo nos llamaría Merlín, de modo que esperé en la pequeña casa a la que Ceinwyn nos había conducido a la luz de la luna. Estaba al noreste de Dolforwyn, en un valle tan angosto que las sombras no se desvanecían del río hasta que el sol había recorrido la mitad de su trayectoria hacia el cénit. Abundantes robles cubrían los escarpados flancos del valle, pero alrededor de la casa se extendía un conjunto de campos diminutos donde medraba una veintena de manzanos. La casa carecía de nombre, igual que el valle, al que se conocía simplemente como Cwm Isaf, el valle de abajo, pero se convirtió en nuestro hogar.

Mis lanceros levantaron cabañas entre los árboles de la ladera sur del valle. No sabía cómo podría mantener a veinte hombres y sus familias, pues el producto de los diminutos campos de Cwm Isaf apenas habría bastado para sustentar a un ratón de campo, pero nunca a una banda de guerreros. Afortunadamente, Ceinwyn tenía oro y me aseguró que su hermano no nos dejaría morir de hambre. Los campos, según me dijo, eran una de las miles de propiedades dispersas que habían constituido el patrimonio de su padre. El último aparcero había sido un primo del chambelán de Caer Sws, muerto antes de la batalla del valle del Lugg, y las tierras aún no habían sido adjudicadas de nuevo. La casa era modesta, un pequeño rectángulo de piedra con una gruesa techumbre de paja y helechos en mal estado. De las tres estancias, en que se dividía, la central había servido de cuadra a las escasas bestias de la granja y hubimos de barrerla a fondo para usarla como sala común. Las otras dos nos sirvieron de alcoba, una para Ceinwyn y otra para mí.

—Se lo he prometido a Merlín —me dijo Ceinwyn aquella primera noche, a modo de justificación de las dos alcobas.

—¿Qué es lo que le habéis prometido? —pregunté estremecido de arriba abajo.

Debió de ruborizarse, pero hasta aquel lugar en las profundidades de Cwm Isaf no llegaba ni un rayo de luna y no pude verle la cara, sólo noté la presión de su mano en la mía.

—Le he prometido —respondió pausadamente— que permaneceré virgen hasta que encuentre la marmita mágica.

Empecé entonces a calibrar hasta qué punto llegaba la sutileza de Merlín. La sutileza, la inteligencia y la perversidad. Necesitaba a un guerrero que lo protegiera cuando se adentrara en Lleyn y a una persona casta para encontrar la olla, de modo que nos había manipulado a ambos.

—¡No! —me opuse—. ¡Vos no podéis ir a Lleyn!

—Sólo una virgen puede descubrir la olla —susurró Nimue desde las sombras—. ¿Preferís que nos llevemos a una niña, Derfel?

—¡Ceinwyn no puede ir a Lleyn! —insistí.

—Calma. Lo prometí. Hice un juramento.

—¿Tenéis idea de cómo es Lleyn? —le pregunté—. ¿Conocéis las costumbres de Diwrnach?

—Sé que el viaje es el precio que pago por estar aquí con vos. Además, se lo prometí a Merlín —repitió—. Hice un juramento.

Así que aquella noche dormí solo, pero a la mañana siguiente, después de compartir un frugal desayuno con los lanceros y los siervos, y antes de incrustar el hueso en la empuñadura de Hywelbane, Ceinwyn me acompañó a pasear río arriba. Escuchó mis desesperados argumentos en contra de que nos acompañara en el viaje por el Sendero Tenebroso, pero los desechó todos aduciendo que, mientras Merlín estuviera con nosotros, seríamos invencibles.

—Diwrnach puede vencernos —dije lúgubremente.

—Pero, ¿vos acompañaréis a Merlín? —me preguntó.

—Sí.

—Entonces, no intentéis detenerme —insistió—. Estaré con vos y vos conmigo. —Y ya no quiso escuchar más razones. Era una mujer libre y había tomado una decisión.

Entonces, como es natural, hablamos de lo que había ocurrido en los últimos días y las palabras nos salían atropelladamente. Estábamos enamorados, nos habíamos sorbido el seso el uno al otro del mismo modo que a Arturo se lo sorbiera Ginebra, y no nos saciábamos de escuchar los pensamientos y las historias del otro. Le mostré el hueso de cerdo y se rió cuando le conté que había esperado hasta el último momento para romperlo.

—En verdad, no estaba segura de si osaría darle la espalda a Lancelot —admitió Ceinwyn—. Nada sabía del hueso, por descontado. Todavía creo que tomé la decisión al ver a Ginebra.

—¿A Ginebra? —pregunté sorprendido.

—Verla tan satisfecha me resultó imposible de soportar. Qué sentimiento tan despreciable por mi parte, ¿verdad? Pero me sentía como un gatito de su propiedad y no lo podía soportar. —Siguió caminando en silencio un rato. Caían hojas de los árboles, pero aún se conservaban verdes. Aquella misma mañana, al despertarme con la aurora tras mi primera noche en Cwm Isaf, vi a un vencejo echando a volar desde el tejado. Como no volvía, pensé que era el último que vería hasta la próxima primavera. Ceinwyn andaba descalza por la margen del río, de mi mano—. He pensado mucho en la profecía del lecho de calaveras —prosiguió— y creo que significa que no he de casarme. He estado prometida tres veces, Derfel, ¡tres! Y las tres veces perdí al hombre. ¿Qué ha de ser, sino un mensaje de los dioses?

—Se diría que Nimue habla por vuestra boca —dije.

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