El enemigo de Dios (14 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El enemigo de Dios
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El rey invitó al banquete a Byrthig, el Edling, para que nos hablara de Lleyn. El príncipe Byrthig era fornido y de baja estatura, con una cicatriz que le atravesaba el rostro desde la sien izquierda hasta la barba, pasando por la nariz. Sólo le quedaban tres dientes y masticaba la carne lenta y trabajosamente. Con las manos, se llevaba la carne a su único diente delantero y la desgarraba hasta deshacerla en jirones, que hacia pasar garganta abajo con grandes tragos de hidromiel. El laborioso proceso le dejó la negra barba impregnada de jugo y restos de carne a medio masticar. Cadwallon, con sus lúgubres maneras, se lo ofreció a Ceinwyn como marido, pero de nuevo no parecieron afectarle las amables palabras con que ella rechazó la oferta.

El príncipe Byrthig nos informó de que Diwrnach vivía en Boduan, una fortaleza situada al oeste de la península de Lleyn. El rey era uno de los lores irlandeses de allende el mar, pero sus tropas no se nutrían de hombres de una sola tribu irlandesa como las de Oengus de Demetia, sino que eran una amalgama de fugitivos de todas las tribus.

—Acoge a todo el que llegue de la otra orilla, y cuanto más asesinos sean, mejor —nos contó Byrthig—. Los irlandeses se libran así de sus proscritos, que en los últimos tiempos son muy numerosos.

—Los cristianos —gruñó Cadwallon a modo de explicación, y escupió.

—¿Lleyn es cristiana? —pregunté sorprendido.

—No —contestó Cadwallon, como reprochándome la ignorancia—. Pero Irlanda adora al dios cristiano, se convierten por manadas, y los que no pueden soportar a ese dios huyen a Lleyn. —Se sacó una astilla de hueso de la boca y la miró sombríamente—. Pronto tendremos que enfrentarnos con ellos —añadió.

—¿Aumentan las tropas de Diwrnach? —preguntó Merlín.

—Pocas son las noticias que nos llegan, pero eso dicen —replicó Cadwallon, y dirigió su mirada al techo, donde una placa de nieve derretida por el calor descendía por la vertiente. Se oyó un crujido y luego el golpe sordo de la masa helada desprendida del techo al topar con el suelo.

—Lo único que desea Diwrnach es que lo dejen en paz —explicó Byrthig con una voz sibilante, producto de sus dientes podridos—. Si no lo molestamos, raramente nos molesta él. Sus hombres cruzan la frontera buscando esclavos, aunque en estos tiempos ya queda poca gente en el norte y no se internan demasiado, pero si sus tropas aumentan hasta agotar las cosechas de Lleyn, buscarán más tierras donde sea.

—Ynys Mon es famosa por la abundancia de sus cosechas —dijo Merlín.

Ynys Mon era la gran isla situada junto a la costa norte de Lleyn.

—Ynys Mon podría alimentar mil bocas —admitió Cadwallon—, pero a condición de que los hombres se tomen la molestia de arar y cosechar, y nadie lo hace. Cualquier britano con dos dedos de frente abandonó Lleyn hace años y los pocos que quedan viven aterrorizados, como viviríais vosotros si Diwrnach os visitara para tomar lo que desea.

—¿Qué es lo que desea? —pregunté.

Cadwallon me miró, hizo una pausa y se encogió de hombros.

—Esclavos —dijo.

—¿Con los que tú le pagas tributo? —preguntó Merlín con voz meliflua.

—Un pequeño tributo a cambio de la paz —respondió Cadwallon haciendo caso omiso del reproche.

—¿Cuántos?

—Cuarenta al año —admitió Cadwallon finalmente—. La mayoría niños huérfanos y en algunos casos prisioneros. De todos modos, prefiere a las niñas —añadió, mirando a Ceinwyn con expresión pensativa—. Le gustan las niñas.

—Como a muchos hombres, señor —respondió ella con sequedad.

—Pero no tanto como a Diwrnach —le advirtió—. Sus hechiceros le han dicho que el hombre que se protege tras un escudo cubierto con la piel curtida de una niña virgen es invencible en la batalla. No digo que no lo haya probado yo también.

—Así pues, ¿le enviáis niñas? —preguntó Ceinwyn en tono acusador.

—¿Conocéis alguna otra clase de virgen? —replicó Cadwallon.

—Creemos que es un elegido de los dioses —dijo Byrthig, como si eso explicara el gusto de Diwrnach por las esclavas vírgenes—, pues parece loco y tiene un ojo rojo. —Hizo una pausa para rasgar un trozo de cordero con el diente—. Forra los escudos de piel —continuó cuando hubo reducido la carne a delgadas fibras— y luego los pinta con sangre; por eso sus hombres se llaman a sí mismos los Escudos Sangrientos.

—Cadwallon hizo la señal contra el mal—. Y dicen que se come la carne de las niñas —prosiguió Byrthig—, pero no lo sabemos. ¿Quién sabe lo que hacen los locos?

—Los locos están cerca de los dioses —gruñó Cadwallon, que vivía absolutamente aterrorizado por el rey vecino, lo que, por otra parte, no era de extrañar.

—Algunos locos están cerca de los dioses —dijo Merlín—, pero no todos.

—Diwrnach sí —le advirtió Cadwallon—. Hace cuanto quiere, a quien quiere y como quiere, y aun así los dioses lo protegen.

Hice la señal contra el mal y de pronto deseé estar de vuelta en la lejana Dumnonia, con sus tribunales, sus palacios y sus largas calzadas romanas.

—Con doscientas lanzas —dijo Merlín—, podrías barrer a Diwrnach de Lleyn. Podrías expulsarlo al mar.

—Lo intentamos en una ocasión —dijo Cadwallon—; cincuenta de mis hombres murieron de gripe en una semana y otros cincuenta temblaban sentados sobre sus propios excrementos, mientras los guerreros de Diwrnach cabalgaban en círculo a nuestro alrededor aullando y enarbolando sus largas lanzas en la noche. Cuando llegamos a Boduan, nos encontramos frente a un gran muro del que pendían seres moribundos que gritaban y se retorcían colgados de ganchos. Ninguno de mis hombres tuvo el coraje de escalar aquel muro de los horrores y no se lo reprocho. Pero ¿qué más da? Si hubiéramos entrado, habría huido a Ynys Mon y habríamos necesitado semanas para encontrar barcos con los que perseguirle por mar. No tengo tiempo, ni lanceros ni oro suficiente para expulsar a Diwrnach al mar, así que es mejor entregarle niñas. Es más barato.

Ordenó a gritos que un esclavo le llevara más hidromiel y miró a Ceinwyn con amargura.

—Dásela —dijo a Merlín— y quizá te entregue la olla.

—No le daré nada a cambio de la olla —replicó Merlín en tono airado—. Además, ni siquiera sabe que existe.

—Ahora sí —intervino Byrthig—. Toda Britania sabe por qué os dirigís hacia el norte. ¿Creéis que sus hechiceros no desean encontrarla?

—Déjame a tus lanceros, lord rey, y recuperaremos Lleyn y la olla —dijo Merlín sonriendo.

Cadwallon resopló al oír la propuesta.

—Merlín, Diwrnach enseña a un hombre a ser buen vecino. Te permito pasar por mis tierras, pues temo que de otro modo me maldecirías, pero no te llevarás ni un solo hombre de Gwynedd, y cuando vuestros huesos queden enterrado: bajo las arenas de Lleyn, diré a Diwrnach que pasasteis sin mi consentimiento.

—¿Le dirás también por dónde entramos? —preguntó Merlín, pues se abrían ante nosotros dos rutas, la que solía utilizarse en invierno, una vía que bordeaba la costa, y el Sendero Tenebroso, que la mayoría consideraba intransitable en invierno. Merlín esperaba burlar a Diwrnach optando por el Sendero Tenebroso y abandonar Ynys Mon sin que advirtiera siquiera que habíamos estado allí.

—Ya lo sabe —dijo Cadwallon sonriendo por primera y última vez aquella noche, y miró a Ceinwyn, la figura más radiante en aquella estancia negra de humo—. Y sin duda espera con ansiedad vuestra llegada.

¿Sabía Diwrnach realmente que proyectábamos tomar el Sendero Tenebroso, o sólo era la opinión de Cadwallon? Fuera como fuese, escupí para protegernos del mal. Se acercaba el solsticio de invierno, la noche más larga del año, cuando la vida decae, reina la desolación y los demonios se apoderan del aire; y nosotros nos encontraríamos en el Sendero Tenebroso.

Cadwallon nos tomaba por insensatos, Diwrnach nos esperaba y nosotros nos arrebujamos en las pieles para dormir.

El día siguiente amaneció con un sol espléndido que reverberaba en las montañas circundantes arrancándoles destellos como lenguas de luz cegadora. El cielo estaba despejado y un fuerte viento levantaba la nieve y la arremolinaba en cúmulos de partículas relucientes que pululaban en ráfagas a ras de suelo. Cargamos las jacas, aceptamos los pellejos de oveja que Cadwallon nos regaló a regañadientes y emprendimos la marcha hacia el Sendero Tenebroso, que empezaba justo al norte de Caer Gei. Tratábase de un camino sin asentamientos, sin caseríos, sin un alma que nos ofreciera refugio; nada sino un sendero accidentado que se internaba en la escarpada barrera montañosa que protegía las tierras de Cadwallon de los Escudos Sangrientos de Diwrnach. Dos postes marcaban el comienzo del camino, coronados por calaveras humanas envueltas en harapos cuyos largos carámbanos chocaban por efecto del viento. Las calaveras, talismanes destinados a impedir que el mal atravesara las montañas, estaban orientadas hacia las tierras septentrionales del país de Diwrnach. Merlín tocó un amuleto de hierro que llevaba al cuello cuando pasamos entre ellas y recordé su terrible promesa de empezar a morir en el momento en que pisáramos el Sendero Tenebroso. Cuando nuestras botas hollaron la inmaculada capa de nieve crujiente que cubría el camino, supe que la promesa de muerte había empezado a cumplirse. Subimos montañas todo el día, resbalando en la nieve y arrastrándonos envueltos en la nube de nuestro propio aliento helado, pero no percibí en él señales de agonía. Aquella noche dormimos en una choza de pastor abandonada, en la que afortunadamente todavía encontramos los troncos viejos y la paja podrida del antiguo techo, con los que hicimos un fuego que iluminó débilmente la nevada oscuridad.

A la mañana siguiente, no habíamos recorrido aún un cuarto de milla cuando sonó un cuerno a nuestra espalda, por el cielo. Nos detuvimos y, al mirar atrás protegiéndonos los ojos con la mano en la frente, vimos una línea negra de hombres encaramados en la cresta por donde nos habíamos deslizado la noche anterior. Eran quince, todos armados con escudos, lanzas y espadas, y viendo que habían logrado llamarnos la atención, se precipitaron entre carreras y resbalones por la traicionera pendiente levantando grandes nubes de nieve que el viento barría hacia el oeste.

Sin mediar orden alguna, mis hombres se dispusieron en línea, desataron los escudos y apuntaron las lanzas formando una barrera de escudos en el sendero. Issa, que había heredado el cargo de Cavan, dio la orden de firmes, pero tan pronto como la hubo dado, reconocí la extraña enseña pintada en uno de los escudos que se aproximaban. Era una cruz y yo sólo conocía a un hombre que llevara el símbolo cristiano, Galahad.

—¡Amigos! —grité en dirección a Issa y salí a la carrera. En seguida los distinguí claramente, pertenecían todos al destacamento que había quedado en Siluria obligado a servir a Lancelot como guardia palaciega. La enseña que ostentaban en el escudo todavía era el oso de Arturo, pero los guiaba la cruz de Galahad, que avanzaba hacia mí gesticulando y gritando, aunque, como yo hacía lo propio, no nos entendimos ni palabra hasta que nos encontramos y nos abrazamos.

—Lord príncipe —le saludé, y volví a abrazarlo. De entre todos los amigos que he tenido en este mundo, él siempre fue el mejor.

Era rubio, de rostro ancho y fuerte, al contrario que el de su medio hermano Lancelot, alargado y sutil. Como Arturo, inspiraba confianza a primera vista. Si todos los cristianos hubieran sido como Galahad, creo que habría adoptado la cruz ya en aquellos primeros tiempos.

—De modo que hemos dormido medio helados en la cresta —dijo señalando hacia atrás— ¿mientras vosotros descansabais aquí?

—Secos y calientes —respondí, señalando los restos todavía humeantes de la hoguera.

Cuando los recién llegados hubieron saludado a sus antiguos compañeros, los abracé uno a uno al tiempo que se los presentaba a Ceinwyn. Se arrodillaron ante ella y le juraron fidelidad. Ya sabían que Ceinwyn había abandonado la ceremonia de compromiso para estar junto a mí, y la amaron desde el primer momento. En seguida desnudaron las espadas y se las presentaron para que las tocara.

—¿Qué ha sido de los demás? —pregunté a Galahad.

—Se pusieron al servicio de Arturo —respondió con una mueca—. Desgraciadamente, todos los cristianos se quedaron, menos yo.

—¿Creéis que una olla pagana lo merece? —pregunté señalando el camino helado.

—Diwrnach nos espera al final del camino, amigo mío —contestó Galahad—, y ha llegado a mis oídos que su perversidad es mayor que la de cualquier ser surgido de los abismos del maligno. El deber del cristiano es luchar contra el mal, y aquí me tenéis. —Saludó a Merlín y a Nimue y, luego, puesto que era príncipe e igualaba en rango a Ceinwyn, la abrazó—. Sois una mujer afortunada —le oí susurrarle al oído.

—Y más ahora, porque estáis aquí, señor —replicó ella sonriendo tras besarle en la mejilla.

—Naturalmente —dijo Galahad riendo, y retrocediendo un poco, paseó la mirada entre ella y yo—. Toda Britania habla de vosotros.

—Porque en Britania sobran las lenguas ociosas —dijo Merlín en un sorprendente estallido de mal humor— y tenemos un largo viaje por delante cuando acabéis de cotillear. —Estaba agarrotado e irascible, pero lo atribuí a la edad y al frío e intenté olvidar su voto de muerte.

La marcha entre las montañas duró dos días más. El Sendero Tenebroso, aunque no era largo, discurría entre escarpados cerros y profundos valles donde el más ligero ruido resonaba entre las paredes de hielo aumentando la sensación de oquedad y frío. La segunda noche nos refugiamos en un poblado abandonado, un puñado de chozas circulares construidas en piedra, agrupadas al abrigo de un muro de la altura de un hombre, donde apostamos tres centinelas que se encargarían de vigilar las refulgentes lomas iluminadas por la luna. Puesto que no disponíamos de combustible para encender hogueras, nos sentamos muy juntos y pasamos el tiempo cantando canciones y contando relatos, procurando no acordarnos de los Escudos Sangrientos. Aquella noche, Galahad nos dio noticias de Siluria. Su hermano se negó a instalarse en Nidum, la antigua capital de Gundleus, pues distaba mucho de Dumnonia y no ofrecía mayor acomodo que una escuálida edificación romana en ruinas, de modo que trasladó el gobierno a Isca, la enorme fortaleza romana situada junto al Usk, en la misma frontera siluria y a un tiro de piedra de Gwent. Era el lugar más cercano a Dumnonia donde podía establecerse sin salir de Siluria.

—Le agradan los suelos de mosaico y las paredes de mármol —dijo Galahad—, y en Isca habrá encontrado suficientes para satisfacer sus gustos. Allí ha reunido a cuantos druidas viven en Siluria.

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