Read El enemigo de Dios Online
Authors: Bernard Cornwell
—Ya conoces ese terreno —intervino Ginebra—. Es el que se extiende al norte de las propiedades de Gyllad.
—Lo conozco —dije. Eran unas fértiles tierras de labor junto al río y un rico altiplano para las ovejas—, pero dudo que sepa criar a un chiquillo. —Los cuernos sonaban con fuerza frente a nosotros y los perros de los monteros ladraban. Lejos, a nuestra derecha, se oyeron vítores, señal de que alguien había cobrado una presa, pero nuestra parte del bosque seguía vacía. Un arroyo discurría por nuestra izquierda; por la derecha, el terreno se elevaba abruptamente. Las retorcidas raíces de los árboles y las piedras del camino estaban cubiertas de una gruesa capa de musgo.
—No tienes que educar a Mordred personalmente —dijo Arturo quitando importancia a mis temores—, pero deseo que se críe en tu casa, con tus siervos, a tu manera, según tu moral y tu juicio.
—Y con tu esposa —añadió Ginebra.
Oí el chasquido de una rama y levanté la mirada. Lancelot y su primo Bors estaban allí, en pie frente a Ceinwyn. Lancelot llevaba una lanza con el asta pintada de blanco, botas altas de cuero y un manto de piel finamente curtida.
—Lo de la esposa —dije girándome hacia Arturo— es nuevo para mí.
—Pienso nombrarte paladín de Dumnonia, Derfel —respondió dándome una palmada en el hombro, olvidada la caza del jabalí.
—No merezco tal honor, señor —dije con cautela—, y, por otra parte, vos sois el paladín de Mordred.
—El príncipe Arturo —dijo Ginebra, a la que le gustaba llamarlo así aunque hubiera nacido bastardo— encabeza el consejo. No puede ser también el paladín, a menos que se espere de él que haga todo el trabajo de Dumnonia.
—Estáis en lo cierto, señora —respondí. No me sentía reacio a aceptar tal honor, pues era elevado, pero todo tiene un precio; en la guerra, debería enfrentarme con cualquier paladín que requiriese combate singular, pero en la paz significaba disfrutar de riquezas y de una posición superior a la que tenía en aquellos momentos. Me habían distinguido ya con el título de lord, con hombres que respaldaban mi rango y con el derecho a pintar mi enseña en sus escudos, pero compartía tales privilegios con otros cuarenta comandantes dumnonios. Ser paladín del rey me convertiría en el principal guerrero de Dumnonia, pero no se me había ocurrido que nadie fuera a ostentar tal título mientras viviera Arturo. Ni tampoco, por cierto, mientras viviera Sagramor.
—Sagramor —dije en tono cauteloso— es mejor guerrero que yo, lord príncipe.
En presencia de Ginebra, debía acordarme de llamarle príncipe alguna que otra vez, aunque el tratamiento no fuera de su agrado.
—Nombraré a Sagramor señor de Las Piedras —respondió ventilando mis objeciones—, es lo único que desea.
El señorío de las Piedras comportaba que Sagramor fuera el encargado de guardar la frontera con los sajones y no me cabía duda de que al negro Sagramor de ojos oscuros le satisfaría un destino tan beligerante.
—Tú, Derfel, serás el paladín —dijo dándome golpecitos con el dedo en el pecho.
—¿Y quién será la esposa del paladín? —pregunté en tono desabrido.
—Mi hermana Gwenhwyvach —respondió Ginebra mirándome fijamente.
—Me hacéis demasiado honor, señora —dije afablemente, agradeciendo que Merlín me hubiera puesto sobre aviso.
—Derfel, ¿te habías imaginado alguna vez que te casarías con una princesa? —preguntó Ginebra sonriendo complacida por mis palabras, que parecían implicar aceptación.
—No, señora —respondí. Gwenhwyvach, al igual que Ginebra, era realmente una princesa, una princesa de Henis Wyren, aunque aquel lugar ya no existiera. Aquel triste reino era entonces Lleyn y lo gobernaba el más terrible invasor irlandés, el rey Diwrnach.
—Podéis prometeros cuando regresemos a Dumnonia —añadió Ginebra al tiempo que tiraba de las correas para dominar a los excitados perdigueros—. Gwenhwyvach acepta el acuerdo.
—Existe un obstáculo, señor —dije a Arturo.
Ginebra tensó de nuevo las correas sin motivo, peta no le gustaba que se le llevara la contraria y descargó la irritación con los perros en vez de hacerlo conmigo. Yo no le desagradaba en aquel tiempo, pero tampoco me apreciaba especialmente. Conocía mi aversión hacia Lancelot y tal cosa sin duda la predisponía en mi contra, pero no debía de dar mucha importancia a mi oposición ya que me despreciaba como a cualquiera de los leales comandantes de su esposo; yo era un hombre alto, rubio y lerdo, sin los encantos cortesanos que ella tenía en tan alta estima.
—¿Un obstáculo? —me preguntó Ginebra alarmada.
—Lord príncipe, he jurado servir a una dama —dije, firme en mi voluntad de dirigirme a Arturo y no a su esposa, al tiempo que pensaba en el hueso que guardaba en la bolsa—. No tengo derecho alguno sobre ella ni puedo esperar nada de su parte, pero si me reclama, me debo a ella.
—¿Quién es ella? —inquirió Ginebra al punto.
—Mis labios están sellados, señora.
—¿Quién es ella? —insistió.
—No tiene por qué decirlo. —Arturo me defendió sonriendo—. ¿Hasta cuándo podrá esa dama reclamar vuestra lealtad?
—No por mucho tiempo, señor —respondí, pues Ceinwyn, una vez prometida a Lancelot, dejaría mi juramento sin vigencia—. Sólo unos días más.
—Bien —dijo enérgicamente y sonrió a Ginebra invitándola a compartir su alegría, pero ella siguió ceñuda. Detestaba a Gwenhwyvach por aburrida y falta de donosura, y tenía un ardiente deseo de casarla para que saliera de su vida—. Si todo va bien, os casaréis en Glevum a la vez que Lancelot y Ceinwyn.
—¿Pedís esos días para maquinar razones que os impidan casaros con mi hermana? —preguntó Ginebra con saña.
—Señora —respondí con sinceridad—, sería un honor casarme con Gwenhwyvach. —Creo que era verdad, pues Gwenhwyvach sin duda sería una buena esposa, aunque la cuestión de si yo sería un buen marido era harina de otro costal, pues la única razón por la que me casaría con ella sería el alto rango y las grandes riquezas que aportaría como dote, aunque tales solían ser las razones del matrimonio en la mayoría de los casos. Si no podía tener a Ceinwyn, ¿qué importaba con quién me casara? Merlín siempre nos prevenía de confundir el amor con el matrimonio, y a pesar de que ese consejo era cínico, encerraba gran parte de verdad. No se esperaba de mí que amara a Gwenhwyvach, sino sólo que me casara con ella, y su dote y alto rango eran el pago por la larga y cruenta batalla del valle del Lugg. Aun cuando tal compensación estuviera empañada por el desdén de Ginebra, no dejaba de ser un premio suntuoso—. Me casaré con vuestra hermana de buen grado siempre y cuando la depositaría de mi juramento no me reclame —prometí a Ginebra.
—Ojalá no lo haga —dijo Arturo con una sonrisa y giró en redondo al escuchar un grito colina arriba.
Bors estaba agazapado con la lanza en ristre. Lancelot, a su lado, miraba hacia la parte baja de la ladera en que estábamos, quizá temiendo que el animal escapara por el hueco que quedaba entre nosotros. Arturo empujó suavemente a Ginebra y me hizo un gesto para que subiera con ellos a tapar el hueco.
—¡Son dos! —nos gritó Lancelot.
—Uno debe de ser hembra —dijo Arturo, y dio unos cuantos saltos arroyo arriba antes de iniciar el ascenso—. ¿Dónde están?
—Allí —respondió Lancelot irritado, al tiempo que señalaba con el asta blanca de su lanza hacia un zarzal, pero yo todavía no conseguía ver nada entre la maleza.
Arturo y yo trepamos unos cuantos metros más y por fin avistamos al jabalí entre el follaje. Era una bestia grande y vieja, de colmillos amarillentos, ojos pequeños y, bajo el oscuro pellejo lleno de cicatrices, grandes músculos que le permitían moverse a la velocidad del rayo y clavar con mortal pericia sus colmillos afilados como espadas. Todos habíamos visto morir a algún hombre por heridas de colmillo y nada hacía más peligroso a un jabalí que ir acompañado de una hembra. Todos los cazadores rezaban para que el jabalí arremetiera en campo abierto para aprovechar así el peso y la velocidad de la propia bestia para hundirle la lanza en el cuerpo. Tal enfrentamiento requería habilidad y temple, pero no tanto como cuando era el hombre el que arremetía contra el animal.
—¿Quién lo vio primero? —preguntó Arturo.
—Mi señor rey —respondió Bors señalando a Lancelot.
—Consideradlo un presente, señor —replicó Lancelot.
Ceinwyn estaba en pie junto a él, con los ojos muy abiertos y mordiéndose el labio inferior. Había cogido la lanza sobrante que llevaba Bors, pero no porque pensara utilizarla, sino para librarle del peso, y la sostenía nerviosamente.
—¡Echadle los perros! —gritó Ginebra uniéndose al grupo. Tenía los ojos brillantes y el rostro encendido. Creo que se aburría en los grandes palacios de Dumnonia y la caza le proporcionaba las emociones que ansiaba.
—Perderás los dos perros —le advirtió Arturo—. Esta vieja bestia sabe pelear.
Avanzó con cautela buscando la mejor manera de provocar al animal, y de pronto dio un paso hacia delante y asestó un fuerte lanzazo entre los arbustos como abriendo camino al jabalí para que saliera de su refugio. El animal gruñó pero no hizo movimiento alguno, ni siquiera cuando el filo de la lanza brilló a unos dedos del hocico. La hembra permanecía detrás del macho, observándonos.
—No es la primera vez que se defiende así —comentó Arturo alegremente.
—Dejadme cobrarlo a mí, señor —dije, temiendo por él súbitamente.
—¿Piensas que he perdido facultades? —preguntó Arturo con una sonrisa—. Golpeó de nuevo los arbustos sin conseguir aplastarlos ni hacer salir al animal—. Que los dioses te bendigan —dijo Arturo a la bestia, tras lo cual lanzó un grito de guerra y saltó a la maraña de espinos. Saltó a un lado del paso que había abierto a golpes y, al tiempo que caía cargó con la lanza dirigiendo la brillante hoja hacia el flanco izquierdo del animal, justo detrás de la paletilla.
El jabalí movió la cabeza muy levemente, lo suficiente como para desviar la hoja con el colmillo y que ésta le abriera una herida sangrante pero superficial en el lomo; y entonces embistió. Un buen jabalí es capaz de pasar en un instante de la inmovilidad total al torbellino de una embestida, con la cabeza baja y los colmillos dispuestos para ensartar lo que encuentren. La bestia embistió habiendo dejado atrás la punta de la lanza de Arturo, mientras éste se encontraba aún atrapado entre las zarzas.
Grité para distraer al jabalí y le hundí la lanza en el vientre. Arturo había perdido la suya y yacía de espaldas bajo el peso del jabalí. Los perros aullaban y Ginebra nos gritaba que le ayudáramos. Mi lanza se había hundido profundamente en el vientre del animal y, al hacer palanca para apartar a la bestia de encima de mi señor, la sangre me llegó a las manos. La fiera pesaba más que dos sacos llenos de grano y sus músculos, fuertes como cables de acero, me doblaban la lanza. La apreté con rabia y tiré hacia arriba, pero entonces embistió la hembra y me hizo perder pie. Al caer, arrastré conmigo el asta de la lanza y el jabalí cayó de nuevo sobre el vientre de Arturo.
Arturo se las arregló para coger a la bestia por los colmillos y, con todas sus fuerzas, trató de apartarse del pecho la cabeza del animal. Mientras, la hembra desaparecía colina abajo hacia el arroyo.
—Mátalo —gritó entre risas. Estaba en peligro de muerte, pero eso no le impedía disfrutar del momento—. ¡Mátalo! —aulló de nuevo, mientras el jabalí coceaba con las patas de atrás, le llenaba la cara de babas y le empapaba la ropa de sangre.
Yo había caído de espaldas y tenía la cara llena de pinchos. Me puse en pie tambaleando y fui a por la lanza, que seguía clavada en el vientre del animal agitándose con sus convulsiones. Entonces Bors le hundió un cuchillo en el pescuezo, la fuerza inmensa de la fiera empezó a disminuir y Arturo consiguió apartarse de las costillas la maloliente y sangrienta cabezota. Agarré la lanza y retorcí la punta buscándole las tripas para que se desangrara del todo, al tiempo que Bors le asestaba una segunda cuchillada. El jabalí de pronto orinó encima de Arturo, embistió a la desesperada con su enorme y potente cuello y se derrumbó. Arturo quedó empapado de sangre y orina, y medio enterrado bajo el enorme cuerpo del animal.
Soltó los colmillos con cautela y estalló en una risa incontenible. Bors y yo cogimos un colmillo cada uno y tiramos al unísono para librar a Arturo del cadáver. En el jubón tenía enganchado un colmillo que le desgarró la tela al tirar nosotros hacia arriba. Dejamos caer al animal entre las zarzas y ayudamos a Arturo a ponerse en pie. Los tres sonreíamos, con las ropas desgarradas y manchadas de barro, hojas, palos y sangre del jabalí.
—Me saldrá un buen moratón —dijo Arturo dándose golpecitos en el pecho. Se giró hacia Lancelot, que ni siquiera se había movido para participar en la escaramuza. Hubo un brevísimo silencio, tras el cual Arturo inclinó la cabeza—. Un noble presente, lord rey, que yo he tomado del modo más innoble —dijo frotándose los ojos—. Pero he disfrutado lo mismo y espero que todos lo saboreemos en el banquete de vuestro compromiso. —Miró a Ginebra, vio que estaba pálida y temblorosa y se acercó a ella inmediatamente—. ¿Te sientes mal?
—No, no —respondió ella echándole los brazos al cuello y recostando la cabeza contra su pecho ensangrentado. Lloraba. Era la primera vez que veía lágrimas en sus ojos.
—No había peligro, amor mío —la consoló dándole palmaditas en la espalda—. Ningún peligro. Lo único que ha ocurrido es que he provocado demasiado revuelo.
—¿Estás herido? —preguntó Ginebra separándose de él y enjugándose las lágrimas.
—Un par de rasguños, nada más. —Tenía el rostro y las manos arañados de los espinos, pero no había sufrido más heridas que el golpe del colmillo en el pecho. Se alejó de ella, recogió la lanza y lanzó un grito—. ¡Hacía doce años que no me tumbaban de espaldas de esa manera!
El rey Cuneglas llegó corriendo, preocupado por sus invitados, y los monteros procedieron a atar y arrastrar la pieza cobrada. Todos debieron de advertir el contraste entre las ropas impolutas de Lancelot y nuestro aspecto, desordenado y sucio, pero nadie lo comentó. Todos nos sentíamos exultantes, dábamos gracias por haber sobrevivido y comentábamos atropelladamente el episodio de Arturo agarrando a la bestia por los colmillos para apartarla. No tardó en correr de boca en boca y las carcajadas de los hombres resonaron entre los árboles. Lancelot era el único que no reía.
—Ahora tenemos que levantar un jabalí para vos, lord rey —le dije. Estábamos a unos pasos del exaltado grupo que se había reunido en torno a los monteros, que destripaban al jabalí y daban los despojos a los galgos de Ginebra.