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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (4 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Ninguno, señora —dije al tiempo que tocaba la empuñadura de mi espada. ¿Quería advertirme de algo? Nunca habíamos hablado de amor, pero ella debía de haber percibido mi anhelo.

—Tampoco yo consigo comprenderlo —confesó—. Acudí a Iorweth para que interpretara la profecía, pero me respondió que dejara de preocuparme. Dijo que la sacerdotisa se expresaba con enigmas porque era incapaz de hablar con sentido común. Creo entender que no debo casarme, pero no lo sé. Sólo sé una cosa, lord Derfel, que no me casaré a la ligera.

—Sabéis dos cosas, señora —respondí—. Sabéis que mantendré mi juramento.

—También eso lo sé —dijo sonriéndome—. Me alegro de que estéis aquí, lord Derfel. —Dicho lo cual, salió corriendo y se encaramó al carro de bueyes dejándome desconcertado por el enigma; y no podía encontrar una respuesta que devolviera la paz a mi alma.

Arturo llegó a Caer Sws tres días más tarde. Se presentó con veinte caballeros y un centenar de lanceros. Bardos y arpistas completaban la comitiva. Trajo consigo a Merlín y a Nimue y una porción de oro del botín recogido entre los muertos del valle del Lugg; también lo acompañaban Ginebra y Lancelot.

Torcí el gesto al ver a Ginebra. Habíamos salido victoriosos y habíamos conseguido la paz, pero aun así me pareció cruel que Arturo trajera a la mujer por la que había despreciado a Ceinwyn. Al parecer, Ginebra insistió en acompañar a su marido y entró en Caer Sws en un carro de bueyes forrado de pieles y engalanado con colgaduras de lino de colores y ramas verdes en señal de paz. La reina Elaine, la madre de Lancelot, viajaba en el carro junto a Ginebra, pero el blanco de las miradas era Ginebra, y no la reina. Se puso en pie cuando el carro empezó a atravesar lentamente las puertas de Caer Sws y así permaneció mientras los bueyes la conducían hasta la puerta del gran salón de Cuneglas. Llegó como conquistadora adonde en otro tiempo vivió como exiliada indeseable. Llevaba un vestido de lino dorado, joyas de oro en el cuello y las muñecas, y sus rizos pelirrojos estaban recogidos en un aro también de oro. Estaba encinta pero su estado no se traslucía bajo el hermoso lino dorado. Parecía una diosa.

Y si Ginebra parecía una diosa, Lancelot entró en Caer Sws a lomos de su caballo como un dios. Mucha gente lo confundió con Arturo al ver el magnífico porte con que cabalgaba en un blanco corcel con gualdrapas de lino claro tachonadas de pequeñas estrellas doradas. Portaba su blanca cota esmaltada, la vaina de su espada era asimismo blanca, y de sus hombros colgaba un largo manto blanco forrado de rojo. Su hermoso rostro de tez oscura quedaba enmarcado por los bordes dorados del casco, que en aquella ocasión había adornado con dos alas de cisne extendidas, en lugar de las alas de águila pescadora con que se tocaba en Ynys Trebes. Los presentes quedaron boquiabiertos al verlo y oí los susurros que recorrían la multitud llevando la noticia de que, a pesar de todo, aquel personaje no era Arturo, sino el rey Lancelot, el trágico héroe del reino perdido de Benoic, el hombre con el que se casaría la princesa Ceinwyn. Arturo, con su jubón de piel y su manto blanco, parecía cohibido en Caer Sws y pasó prácticamente desapercibido.

Por la noche se celebró un banquete. Dudo que Cuneglas se sintiera halagado por la presencia de Ginebra, pero era paciente y sensato y no se consideraba ofendido como su padre ante cualquier desaire imaginado y trató a Ginebra como a una reina. Le escanció el vino, le sirvió la comida e inclinó la cabeza para hablar con ella. Arturo, sentado al otro lado de Ginebra, estaba radiante de gozo. Siempre se mostraba alegre en compañía de Ginebra y aquella noche debía de sentir un profundo bienestar viendo el ceremonioso trato que se le dispensaba en el mismo lugar en que la había visto por primera vez, de pie en las últimas filas, con los más humildes.

Arturo dedicaba sus atenciones a Ceinwyn. Todos los presentes sabían que había roto su compromiso con ella, despreciándola para casarse con la desposeída Ginebra, y muchos hombres de Powys habían jurado no olvidar jamás tal ofensa, pero Ceinwyn lo había perdonado y hacía pública su indulgencia. Le sonreía, puso una mano en su brazo y se inclinó hacia él. Más tarde, cuando el hidromiel hubo disuelto todas las viejas rencillas, el rey Cuneglas tomó la mano de Arturo y la de su hermana y las unió entre las suyas, provocando los vítores de la muchedumbre que presenciaba el gesto de paz. El antiguo insulto había sido enterrado.

Al poco, en otro gesto simbólico, Arturo tomó la mano de Ceinwyn y la condujo hasta el asiento que había quedado libre al lado de Lancelot. Se renovaron los vítores. Observé con expresión glacial a Lancelot mientras se ponía en pie para recibir a Ceinwyn, se sentaba a su lado y le servía una copa de vino. Se quitó una gruesa pulsera de oro de la muñeca y se la ofreció, y aunque Ceinwyn hizo ostentación de rechazar el generoso regalo, finalmente lo deslizó en su brazo y la joya brilló a la luz de las velas de junco. Los guerreros sentados en el suelo pidieron ver la pulsera y Ceinwyn levantó el brazo tímidamente para mostrar la pesada alhaja de oro. Fui el único que no mostró entusiasmo. Me senté entre el estruendo circundante, al tiempo que una violenta lluvia empezaba a golpear la techumbre. Pensé que la había deslumhrado definitivamente. La estrella de Powys había sucumbido ante la elegante belleza morena de Lancelot.

Habría abandonado el salón en aquel mismo momento para quedarme a solas con mi pena en la negra noche de tormenta, pero Merlín estaba al acecho. Al empezar el banquete se había sentado a la mesa, pero luego la había abandonado y se había mezclado con los guerreros, deteniéndose aquí y allá a escuchar una conversación o a susurrar algo al oído de cualquier hombre. Se había peinado las canas hacia atrás, dejando la tonsura despejada, y se las había recogido en una larga trenza atada con una cinta negra, al igual que la barba, trenzada y sujeta de la misma forma. En su rostro alargado y surcado de arrugas, del color oscuro de las castañas romanas tan apreciadas en Dumnonia, se veía lo mucho que se divertía. Ya estaba haciendo de las suyas, pensé, y me encogí en un rincón a fin de que no me hiciera blanco de sus burlas. Amaba a Merlín como a un padre, pero no estaba de humor para acertijos. Sólo quería alejarme de Ceinwyn y Lancelot tanto como los dioses me lo permitieran.

Esperé hasta que me pareció que Merlín estaba en el otro extremo del salón y podía escabullirme sin que me viera, pero en aquel preciso momento me habló al oído.

—¿Te escondías de mí, Derfel? —preguntó y me dedicó un afectado gruñido mientras se acomodaba en el suelo junto a mí. Le gustaba fingir que sus muchos años lo habían debilitado y se dedicó a frotarse las rodillas ostensiblemente, quejándose de dolor en las articulaciones. Me arrebató el cuerno de hidromiel y lo apuró.

—He aquí la casta princesa —dijo señalando con el cuerno vacío hacia Ceinwyn— de camino a su espantoso destino. Veamos. —Se rascó entre las trenzas de la barba pensando en lo que diría a continuación—. ¿Quince días hasta que se prometa? La boda más o menos una semana después, y luego un puñado de meses hasta que el niño acabe con ella. Imposible que un niño salga de esas estrechas caderas sin partirla en dos. —Soltó una carcajada—. Será como si una minina pariera un buey. Horroroso de verdad, Derfel. —Se me quedó mirando, refocilándose con mi desasosiego.

—Creía —respondí con amargura— que habíais obrado en ella un conjuro de felicidad.

—Cierto —replicó suavemente—, ¿y qué? A las mujeres les gusta tener hijos y si la felicidad de Ceinwyn consiste en desgarrarse y desangrarse por su primogénito, mi conjuro habrá surtido efecto, ¿no es así?

—No ocupará el más alto lugar —dije citando fielmente la profecía que él había pronunciado en aquel mismo lugar hacía un mes escaso— ni sufrirá degradación, pero será feliz.

—Vaya memoria tienes para las naderías. Al cordero no hay quien le hinque el diente, ¿no crees? Poco hecho. ¡Y ni siquiera está caliente! No soporto la comida fría. —Y sin más me robó una porción del plato—. ¿Crees que ser reina de Siluria es ocupar un alto lugar?

—¿Acaso no lo es? —respondí amargamente.

—Oh no, hijo, no. ¡Qué idea tan absurda! Siluria es el lugar más desolado de la tierra, Derfel. No hay más que valles arrasados, playas pedregosas y gente fea. —Se estremeció—. Queman carbón en vez de leña y se quedan más negros que Sagramor. No creo que sepan lo que es lavarse. —Se sacó un trozo de cartílago de entre los dientes y lo arrojó a uno de los podencos que husmeaban entre los invitados—. ¡Lancelot se cansará enseguida de Siluria! No me imagino a nuestro galante Lancelot soportando durante mucho tiempo a esos desagradables holgazanes de rostro tiznado. Así que, si sobrevive al parto, cosa que dudo, la pobrecita Ceinwyn se quedará sola con un montón de carbón y un niño berreón. ¡Así terminará! —añadió con complacencia—. ¿No has observado, Derfel, que un día conoces a una joven en todo el esplendor de su belleza, con un rostro capaz de hacer saltar a las estrellas del firmamento y un año más tarde descubres que apesta a leche y mierda de niño y te preguntas cómo es posible que la encontraras hermosa? Los niños juegan malas pasadas a las mujeres, así que mírala ahora, Derfel; admírala cuanto puedas porque no volverá a ser tan encantadora.

Estaba encantadora en verdad, y lo que era peor, parecía feliz. Vestía de blanco y de su cuello colgaba una estrella de plata engarzada en una cadena del mismo metal. Había recogido su cabellera dorada con una cinta plateada y adornaba sus orejas con lágrimas del plata. Lancelot aquella noche tenía un aspecto tan impresionante como ella. Se decía que era el hombre más guapo de Britania y así debía de ser, si se considera hermoso un rostro delgado y alargado, de tez oscura, semejante al de un reptil. Llevaba un manto negro con rayas blancas, una torques de oro le adornaba la garganta y su larga cabellera negra, bien aceitada y ceñida al cráneo, se recogía en una diadema dorada antes de caerle en cascada por la espalda. También se había aceitado la barba, que llevaba recortada en punta.

—Ella me confesó —empecé, y nada más hacerlo supe que no debería abrir así mi corazón a aquel viejo perverso— que no estaba segura de querer casarse con Lancelot.

—Bien, muy propio de ella, ¿no? —replicó despreocupadamente al tiempo que hacía una señal a un esclavo que llevaba una fuente de cerdo a la mesa principal. Puso un puñado de costillas en el faldón de la sucia túnica blanca, empezó a chupetear una y sólo cuando hubo dejado mondo el hueso siguió hablando—. Ceinwyn es una tonta romántica. No sé por qué, cree que puede casarse cuando y con quien le plazca. ¡Los dioses sabrán qué lleva a las muchachas a soñar tal cosa! Ahora, sin embargo —dijo con la boca llena—, todo cambia. ¡Ha conocido a Lancelot! A estas horas debe de tenerla embobada. Puede que ni siquiera espere a casarse. ¿Quién sabe? Quizás esta misma noche, en la intimidad de su cámara, copule con el bastardo hasta dejarlo seco. Pero no creo que lo haga; es una muchacha muy convencional. —Pronunció las últimas palabras despectivamente—. Coge una costilla —dijo—. ¡Tendrías que haberte casado ya!

—No hay nadie con quien desee casarme —respondí malhumorado. A excepción de Ceinwyn, naturalmente, pero ¿qué esperanzas podía abrigar frente a un oponente como Lancelot?

—El matrimonio nada tiene que ver con el deseo —replicó Merlín con desdén—. Arturo no lo creyó así y ¡ya ves qué ojo tiene para las mujeres! Lo que necesitas, Derfel, es una chica bonita en la cama; sólo los necios creen que la chica y la esposa han de ser la misma criatura. Arturo piensa que deberías casarte con Gwenhwyvach —añadió sin darle importancia.

—¡Gwenhwyvach! —repetí en voz alta. Era la hermana menor de Ginebra. Una muchacha gorda, pálida y sin gracia a la que su hermana no podía soportar. Gwenhwyvach no me desagradaba en particular, pero no podía imaginarme casado con una muchacha tan insulsa, inexpresiva y triste.

—¿Y por qué no, si puede saberse? —preguntó Merlín afectando un tono ofendido—. Haríais una buena pareja, Derfel. ¿Quién eres, a fin de cuentas, sino el hijo de una esclava sajona? Gwenhwyvach es una verdadera princesa, sin dinero, naturalmente, y más fea que la cerda salvaje de Llyffan, pero ¡piensa en lo agradecida que se mostraría! ¡Piensa en sus caderas, Derfel! —añadió en tono malicioso—. No temas que ningún niño se quede ahí atascado. Expelería pequeños monstruos como quien escupe pipas.

Me pregunté si realmente era Arturo quien había propuesto el matrimonio o si era idea de Ginebra. Era más probable que fuera cosa de Ginebra. La vi sentada junto a Cuneglas, toda engalanada de oro, y la expresión de triunfo en su rostro era inconfundible. Estaba extraordinariamente hermosa aquella noche. Siempre fue la mujer más llamativa de Britania, pero aquella noche en Caer Sws parecía resplandecer con luz propia. Quizá se debiera a su estado de buena esperanza, pero lo más fácil es que la deleitara el poderío que había alcanzado sobre los que en otro tiempo la despreciaran por su condición de exiliada sin posibles. En aquellos momentos, merced a la espada de Arturo, los tenía a todos a su disposición de la misma manera que su esposo disponía de sus reinos. Yo sabía que Ginebra era la principal aliada de Lancelot en Dumnonia, que había conseguido de Arturo la promesa del trono de Siluria para Lancelot y que había decidido desposar a éste con Ceinwyn. Además, quería castigarme por mi hostilidad hacia su protegido convirtiendo a su molesta hermana en mi degradada novia.

—No pareces contento, Derfel —comentó Merlín a la ligera.

—¿Y vos señor? —pregunté, cuidándome de no responder a la provocación—. ¿Sois feliz?

—¿Acaso te importa? —preguntó alegremente.

—Señor, os amo como a un padre —dije.

Se echó a reír y se atragantó con una astilla de hueso, pero cuando se recuperó todavía seguía riendo.

—¡Como a un padre! Oh, Derfel, estás hecho una bestia absurdamente emotiva. La única razón que me llevó a criarte fue que pensé que eras un elegido de los dioses, y quizá lo seas. Los dioses a veces escogen a las criaturas más extrañas. Pero dime, dilecto hijastro, ¿llega tu amor filial hasta el punto de hacerme un servicio?

—¿De qué se trata, señor? —pregunté, sabiendo a ciencia cierta que necesitaba lanceros para la búsqueda de la olla.

—Britania —susurró inclinándose hacia mí, aunque dudo que nadie nos oyera en el bullicioso salón lleno de borrachos— adolece de dos males, pero Arturo y Cuneglas sólo ven uno.

—Los sajones.

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