Read El enemigo de Dios Online
Authors: Bernard Cornwell
Desde luego, pensé; pero había jurado colocar a Mordred en el trono y en el valle del Lugg habían muerto muchos hombres en defensa de tal juramento. A veces, y que Dios me perdone, deseaba que Mordred muriera y así se resolviera el problema, pero, a pesar de ser tullido y en contra de todos los malos augurios del día de su nacimiento, parecía gozar de una salud de hierro. Miré a Ginebra a los verdes ojos.
—Señora —le dije con precaución—, recuerdo que hace muchos años me hicisteis entrar por esas puertas —señalé un arco pequeño que llevaba fuera del claustro— y me mostrasteis vuestro templo de Isis.
—¿De verdad? —Se defendió como arrepintiéndose de un momento de intimidad. Aquel día lejano intentó ganarme como aliado para la misma causa que en aquel momento la impulsaba a tomarme del brazo y pasear conmigo por el claustro. Quería destruir a Mordred para que Arturo reinara.
—Me mostrasteis el trono de Isis —dije, procurando no revelar que había vuelto a verlo en el palacio del mar— y me dijisteis que Isis era la diosa que determinaba qué hombre había de ocupar el trono de un país. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí, es una de sus atribuciones —replicó sin darle mayor importancia.
—Pues rogad a la diosa, señora —le dije.
—¿Crees que no lo hago, Derfel? —inquirió—. ¿Crees que no he saturado sus oídos con mis plegarias? Quiero que Arturo sea rey, y que le suceda Gwydre, pero no se puede imponer a un hombre en el trono. Antes de que Isis me lo conceda, Arturo debe desearlo.
Me pareció una defensa débil. Si Isis no lograba hacer cambiar a Arturo de parecer, ¿cómo podía esperarse que lo lográramos los mortales? Lo habíamos intentado muchas veces pero Arturo se negaba a discutir el asunto, de la misma forma que Ginebra dio por concluida nuestra discusión tan pronto como comprendió que no me convencería de unirme a su campaña para sustituir a Mordred por Arturo.
Yo quería que Arturo fuera rey, pero sólo en una ocasión a lo largo de tantos años llegué más allá de sus meras evasivas y hablé seriamente con él sobre su derecho al trono; tal conversación no tuvo lugar hasta cinco años después del juramento de la Mesa Redonda, durante el verano anterior al año de la proclamación de Mordred, momento en que las murmuraciones hostiles se habían convertido en un grito ensordecedor. Sólo los cristianos estaban a favor de la aclamación de Mordred, y ni siquiera se mostraban entusiastas, pero se sabía que su madre había sido cristiana y que el niño había recibido el bautismo; tales argumentos bastaron para persuadir a los cristianos de que Mordred tal vez apoyara sus ambiciones. El resto de Dumnonia confiaba en que Arturo los libraría del pequeño, pero éste pasaba sus deseos por alto serenamente.
Aquel verano era, según el cómputo solar que hemos adoptado, el cuatrocientos noventa y cinco después del nacimiento de Cristo, una estación maravillosa inundada de sol. Arturo se hallaba en el cénit de su gloria, Merlín tomaba el sol en nuestro jardín con mis tres hijas menores, que siempre le pedían más cuentos, y Ceinwyn era feliz. Ginebra se deleitaba en su encantador palacio del mar, con sus arcos y galerías y su oscuro templo oculto, Lancelot parecía satisfecho en su reino junto al mar, los sajones se enfrentaban unos con otros y Dumnonia vivía en paz. Recuerdo que, por otra parte, aquel verano fue tremendamente desgraciado.
Pues fue el verano de Tristán e Isolda.
Kernow es el reino salvaje que se agarra a la esquina occidental de Dumnonia como una zarpa. Los romanos llegaron allí pero pocos se asentaron en tan salvaje terreno y, cuando dejaron Britania, el pueblo de Kernow siguió viviendo su vida como si los invasores no hubieran pasado por allí. Labraban pequeños campos, pescaban en aguas procelosas y extraían el precioso estaño de la tierra. Decían que viajar a Kernow era como volver a la Britania de antes de la llegada de los romanos, aunque nunca visité aquellas tierras, ni Arturo tampoco.
El rey Mark ocupaba el trono de Kernow desde que yo tenía conciencia. Casi nunca nos importunaba, aunque de vez en cuando —generalmente cuando Dumnonia tenía algún conflicto con algún enemigo más poderoso del este— consideraba que algunas de nuestras tierras más occidentales le pertenecían; entonces se producía una breve refriega fronteriza y las naves bélicas de Kernow invadían y saqueaban nuestras costas. Siempre vencíamos, cómo no. Dumnonia era grande y Kernow pequeña y, concluido el conflicto, Mark enviaba emisarios para decir que todo había sido un malentendido. Durante una breve temporada, al principio de la era de Arturo, cuando Cadwy de Isca se rebeló contra el resto de Dumnonia, Mark llegó a apoderarse de una gran porción de tierra dumnonia adyacente a su frontera, pero Culhwch terminó con la rebelión y cuando Arturo envió la cabeza de Cadwy como presente para Mark, los lanceros de Kernow se retiraron silenciosamente a sus antiguas fortalezas.
No menudeaban tales escaramuzas, pues el rey Mark solventaba sus campañas más notables en el lecho. Era famoso por el número de esposas que había tenido pero, mientras que otros como él poseían varias al mismo tiempo, Mark las desposaba de una en una. Ellas morían con una regularidad apabullante, casi siempre, al parecer, al cabo de cuatro años justos de la celebración del matrimonio, efectuada por sus druidas; Mark siempre encontraba la forma de explicar tales muertes (unas fiebres, un accidente o un parto difícil), pero casi todos sospechábamos que era el aburrimiento del rey lo que alimentaba el fuego de las piras donde se incineraban los cuerpos de las reinas en Caer Dore, la fortaleza real. La séptima esposa que murió fue Ialle, sobrina de Arturo, y Mark envió un mensajero con un triste comunicado sobre setas venenosas y el apetito voraz de Ialle. Envió además una muía de carga con lingotes de estaño y unos raros huesos de ballena para evitar la posible ira de Arturo.
La muerte de las esposas, sin embargo, no parecía evitar que otras princesas osaran cruzar el mar para compartir el lecho con Mark. Tal vez fuera preferible ser reina en Kernow, aunque por breve tiempo, que aguardar en las estancias de las mujeres a que se presentara un pretendiente que tal vez no llegara nunca; además, las justificaciones de las muertes siempre eran plausibles. Se trataba de simples accidentes.
Tras la muerte de Ialle, no se produjo otro matrimonio hasta mucho después. Mark envejecía y se dio por supuesto que el rey había dejado de jugar al matrimonio, pero aquel delicioso verano del año anterior al ascenso de Mordred al trono, el viejo rey Mark tomó una nueva esposa. Tratábase de la hija de nuestro antiguo aliado Oengus Mac Airem, el rey irlandés de Demetia que nos sirvió la victoria en bandeja en el valle del Lugg, victoria por la cual Arturo le perdonó los millares de delitos que aún cometía en tierras de Cuneglas. Los temidos Escudos Negros de Oengus hacían incursiones continuamente en Powys y en lo que había sido Siluria y, a lo largo de aquellos años, Cuneglas se vio obligado a mantener costosas bandas de guerreros en la frontera occidental. Oengus siempre negaba toda responsabilidad en tales correrías aduciendo que sus jefes eran ingobernables y prometiendo segar algunas cabezas, pero ninguna cabeza rodó y, en tiempos de cosecha, los hambrientos Escudos Negros volvían a Powys. Arturo enviaba a algunos de nuestros lanceros jóvenes para que adquirieran experiencia en la batalla en esas guerras estivales, de tal forma entrenábamos a nuestros soldados bisoños y manteníamos en forma a los más veteranos. Cuneglas quería terminar con Demetia de una vez por todas, pero Arturo tenía a Oengus en cierta estima y lo justificaba con el argumento de que sus ataques valían la pena por la experiencia que proporcionaban a nuestros lanceros, y así sobrevivían los Escudos Negros.
El matrimonio del viejo rey Mark con la niña de Demetia era un pacto entre dos reinos pequeños que a nadie importunaba y, por otra parte, nadie creyó que el rey Mark se casará con la princesa a cambio de beneficios políticos. Lo hizo únicamente porque tenía un apetito insaciable de jóvenes de sangre real. Contaba ya casi sesenta años, su hijo Tristán cerca de cuarenta e Isolda, la nueva reina, sólo contaba quince.
El desastre comenzó cuando Culhwch nos envió un mensaje diciendo que Tristán había llegado a Isca con la jovencísima esposa de su padre. Culhwch había sido nombrado gobernador de la provincia occidental de Dumnonia tras la muerte de Melwas por envenenamiento con ostras, y en su mensaje decía que Tristán e Isolda habían huido del rey Mark. La llegada de los fugitivos parecía complacer a Culhwch, lejos de preocuparle, pues, al igual que yo, había luchado junto a Tristán en el valle del Lugg y en las afueras de Londres, y apreciaba al príncipe.
—Al menos esta esposa sobrevivirá —escribió su amanuense al consejo—, y lo merece. Les he dejado una vieja fortaleza y una guardia de lanceros. —El mensaje continuaba con la descripción de una incursión de piratas irlandeses de la otra orilla del mar y concluía con la petición de rebaja de los tributos, habitual en Culhwch, y la advertencia, también habitual, de que la cosecha prometía ser escasa. En resumen, se trataba de un despacho normal sin nada que pudiera despertar aprensión en el consejo, pues todos sabíamos que la cosecha sería abundante y que Culhwch se disponía a la disputa de siempre sobre los impuestos. En cuanto a Tristán e Isolda, nos tomamos la anécdota como cosa divertida y nadie vio ningún peligro en ella. Los escribanos de Arturo archivaron la carta y el consejo pasó a discutir la petición de Sansum, que consistía en levantar una gran iglesia para celebrar el quinto centenario del nacimiento de Cristo. Yo me opuse a tal requerimiento, el obispo Sansum golpeó la mesa y declaró a grandes voces que el templo era necesario para que el mundo no cayera en poder del diablo, y esa feliz discusión mantuvo al consejo ocupado hasta la comida del mediodía, que fue servida en el patio de palacio.
Dicha sesión fue celebrada en Durnovaria y, como de costumbre, Ginebra había acudido desde su palacio del mar a la ciudad durante el tiempo de las reuniones, y nos acompañó a la hora de la comida. Tomó asiento junto a Arturo y, como siempre, su proximidad le hacía resplandecer de felicidad. ¡Qué orgulloso se sentía de ella! Aunque el matrimonio le hubiera reportado algunos sinsabores, principalmente por el escaso número de hijos, resultaba evidente que seguía muy enamorado de ella. Cada vez que la miraba parecía proclamar su asombro por que una mujer semejante se hubiera casado con él, pero jamás se le ocurrió pensar que el trofeo era él mismo, que él era el buen gobernante y la buena persona. La adoraba y, aquel día, mientras comíamos fruta, pan y queso bajo el cálido sol, era muy fácil de entender. Ginebra podía ser ocurrente e hiriente, graciosa y sabia, y su aspecto físico seguía llamando la atención. Los años no parecían pasar por ella. Tenía la piel blanca como leche sin nata y alrededor de sus ojos no se veían las finas arrugas que habían aparecido en los de Ceinwyn; verdaderamente, habríase dicho que no había envejecido un momento desde aquel lejano día en que Arturo la vio por vez primera al otro extremo del atiborrado salón de Gorfyddyd. Y sin embargo, creo que cada vez que Arturo regresaba a casa tras algún viaje por el reino de Mordred, al verla de nuevo, sentía la misma felicidad desbordante que en la primera ocasión. Ginebra sabía mantenerlo hechizado, pues siempre, misteriosamente, se hallaba un paso por delante de él y lo hundía así en su pasión más y más. Supongo que era una receta amorosa.
Aquel día, Mordred estaba con nosotros. Arturo había insistido en que el rey comenzara a asistir a las sesiones del consejo antes de la proclamación y la consiguiente asunción de sus plenos poderes, y siempre animaba a Mordred a tomar parte en los debates; pero la única contribución del joven era sentarse y hurgarse las sucias uñas o bostezar a medida que se hablaba de los tediosos temas. Arturo tenía la esperanza de que se hiciera responsable asistiendo a las reuniones, pero yo me temía que el rey estaba aprendiendo sencillamente a evitar los detalles molestos de la tarea de gobernar. Aquel día se sentó, como era de rigor, en el centro de la mesa del comedor y no se molestó en fingir el menor interés por la historia del obispo Emrys sobre un manantial que había aparecido milagrosamente en un monte al bendecirlo un sacerdote.
—Y ese manantial, obispo —intervino Ginebra— ¿por azar se halla en los montes del norte de Dunum?
—¡Efectivamente, señora! —replicó Emrys, feliz de contar con más oyentes, aparte del insensible Mordred—. ¿Habíais tenido noticia del milagro?
—Mucho antes de la llegada de vuestro sacerdote —contestó Ginebra—. Obispo, ese manantial aparece y desaparece con las lluvias. Y si no recordáis mal, las últimas lluvias del invierno pasado fueron más abundantes de lo común. —Sonrió con expresión victoriosa. Seguía oponiéndose a la Iglesia, aunque calladamente.
—Se trata de un manantial nuevo —insistió Emrys—. Los campesinos del lugar aseguran que jamás lo habían visto antes. —Se dirigió a Mordred otra vez—. Deberíais visitarlo, lord rey. Es un verdadero milagro.
Mordred bostezó y se quedó mirando fijamente a las palomas de un tejado lejano. Tenía el manto salpicado de hidromiel y la reciente barba rizada llena de migas de pan.
—¿Hemos terminado la sesión? —preguntó en tono hosco.
—Ni mucho menos, lord rey —contestó Emrys con entusiasmo—. Aún hemos de tomar la decisión sobre la construcción de la iglesia y tenemos tres nombres propuestos para la magistratura. ¿Se hallan presentes los nombrados para ser interrogados? —preguntó a Arturo.
—Así es, obispo —confirmó Arturo.
—¡Todo un día de trabajo para nosotros! —exclamó Emrys, satisfecho.
—Para mí no —replicó Mordred—. Me voy de caza.
—Pero, lord rey... —protestó Emrys con escasa convicción.
—De caza —le interrumpió Mordred. Apartó el asiento de la mesa y se alejó cojeando por el patio.
Se hizo silencio entre los comensales. Todos sabíamos lo que pensaba cada cual pero nadie habló en voz alta, hasta que me decidí a decir algo favorable.
—Se cuida de sus armas —dije.
—Porque le gusta matar —replicó Ginebra fríamente.
—¡Cuánto me placería que al menos dijera algo de vez en cuando! —se lamentó Emrys—. ¡Sólo se sienta ahí, con la cabeza gacha, hurgándose las uñas!
—Al menos no se hurga la nariz —añadió Ginebra ácidamente, y levantó la mirada al entrar en el patio un desconocido; lo acompañaba Hygwydd, el escudero de Arturo, y lo anunció como Cyllan, el paladín de Kernow; ciertamente tenía aspecto de paladín de un rey, pues era un bruto enorme, de negros cabellos y poblada barba, con un hacha azul tatuada en la frente. Se inclinó ante Ginebra y sacó un espadón bárbaro que depositó en el suelo con la hoja apuntada hacia Arturo. Tal gesto significaba tensión entre ambos países.