Read El enemigo de Dios Online
Authors: Bernard Cornwell
—Culhwch nos apoyará —dije.
—¿A luchar por la tierra de Mordred? Lo dudo.
—A luchar por vos, señor —repliqué—, pues si Mordred ha muerto, vos sois el rey.
—¿Rey de qué? —dijo con una amarga sonrisa—. ¿De Glevum?. —Se rió—. Cuento contigo, con Sagramor, con lo que Cuneglas tenga a bien enviarnos, pero Lancelot cuenta con Dumnonia y con Cerdic. —Siguió caminando en silencio un momento y de pronto esbozó una sonrisa malévola—. Contamos con otro aliado al que no puedo llamar amigo. Aelle ha aprovechado la ausencia de Cerdic para volver a tomar Londres. Tal vez Cerdic y él se maten uno a otro.
—Aelle —dije— morirá a manos de su hijo, no a manos de Cerdic.
—¿Qué hijo? —preguntó mirándome intrigado.
—Se trata de una maldición —dije—, y yo soy el hijo de Aelle.
Se detuvo y me miró fijamente como si estuviera tomándole el pelo.
—¿Tú? —preguntó.
—Yo, señor.
—¿De verdad?
—Por mi honor, señor, soy el hijo de vuestro enemigo.
Me miró un rato más y súbitamente rompió a reír con unas carcajadas sinceras y extravagantes que terminaron en lágrimas, lágrimas que tuvo que secarse al tiempo que sacudía la cabeza con expresión risueña.
—¡Querido Derfel! ¡Si Uther y Aelle lo supieran!
Uther y Aelle, enemigos irreconciliables, y sus hijos convertidos en amigos. El destino es inexorable.
—Es posible que Aelle lo sepa —dije, al acordarme de la suavidad con que me había recriminado el haber dejado a Erce en el olvido.
—Ahora es aliado nuestro —comentó Arturo—, lo queramos o no. A menos que renunciemos a la lucha.
—¿Renunciar? —pregunté escandalizado.
—En algunos momentos —contestó Arturo hablando en un susurro—, sólo deseo estar junto a Ginebra y Gwydre en una casa pequeña y vivir en paz. Siento la tentación de hacer un juramento, Derfel; si los dioses me devuelven a mi familia, los dejaría en paz para siempre. Me iría a una casa como la que tenías en Powys, ¿recuerdas?
—Cwm Isaf —dije, y me pregunté cómo podía Arturo imaginarse que Ginebra viviría feliz en un lugar así.
—Exactamente como Cwm Isaf —dijo deseándolo de verdad—. Un arado, unos campos, un hijo que criar, un rey al que respetar y canciones por la noche al amor de la lumbre. —Se volvió mirando hacia el sur otra vez. Por levante se divisaban grandes montes verdes y escarpados, los hombres de Cerdic no se hallaban lejos de aquellas cimas—. Estoy harto de todo —dijo. Pareció que fuera a llorar—. Piensa en cuanto hemos construido, Derfel, caminos, tribunales, puentes..., y en las numerosas disputas que hemos arreglado, en la prosperidad que hemos hecho posible, y todo ha quedado reducido a nada por causa de la religión. ¡La religión! —Escupió por encima de la muralla—. ¿Crees que vale la pena luchar por Dumnonia, siquiera?
—Vale la pena luchar por el espíritu de Dian —repliqué—, y mientras Dinas y Lavaine sigan con vida yo no estaré en paz. Y ruego, señor, porque no hayáis de vengaros de muertes semejantes, pero aún así, tenéis que luchar. Si Mordred está muerto, sois rey, y si vive, todavía nos debemos a un juramento.
—Un juramento —repitió con resentimiento, y, estoy seguro de que pensaba en las palabras que habíamos pronunciado junto al mar donde había de morir Isolda—. Un juramento —repitió.
Pero, en aquel instante, tan sólo contábamos con juramentos, pues ellos guiaban nuestros pasos en tiempos de caos, y el caos se extendía imparable por Dumnonia. Habían desatado el poder de la olla y el horror amenazaba con devorarnos a todos.
Aquel verano, Dumnonia era como un gigantesco tablero de juego, y Lancelot había echado su suerte acertadamente apoderándose de la mitad del tablero desde la primera tirada. Entregó el valle del Támesis a los sajones y se quedó para sí el resto del país, con el apoyo de los cristianos que luchaban por él ciegamente so pretexto de que lucía en su escudo el símbolo místico del pez. A juicio mío, Lancelot no era mejor cristiano que Mordred, pero los misioneros de Sansum habían propagado su insidioso mensaje y, para los pobres y engañados cristianos dumnonios, Lancelot era el heraldo de Cristo.
Lancelot, no obstante, no había ganado todas las tiradas. La artimaña para matar a Arturo no dio resultado y, mientras Arturo siguiera vivo, Lancelot estaba en peligro; al día siguiente de mi llegada a Glevum, trató de limpiar el tablero y adueñarse de él por completo.
Envió a un jinete con el escudo invertido y una rama de muérdago en la punta de la lanza, con un mensaje que conminaba a Arturo a presentarse en Dun Ceinach, una antigua fortaleza de tierra que se levantaba a pocas millas al sur de las murallas de Glevum. El mensaje ordenaba a Arturo que se presentara en la antigua plaza fuerte aquel mismo día, garantizándole inmunidad y licencia para hacerse acompañar de cuantos lanceros deseara. El tono imperioso de la misiva casi invitaba al rechazo, pero concluía con la promesa de hacerle llegar nuevas de Ginebra, y Lancelot debía de saber que tal promesa haría salir a Arturo de Glevum.
Partió una hora más tarde, bajo un sol ardiente, en compañía de veinte hombres armados de la cabeza a los pies, entre los cuales me contaba. Unas grandes nubes blancas surcaban el cielo por encima de las escarpadas montañas que se elevaban al este del amplio valle del Severn. Podíamos haber seguido los senderos que se internaban en las montañas, pero dichos caminos abundaban en rincones propicios para emboscadas, de modo que tomamos la vía del sur que cruzaba el valle, una calzada romana que discurría entre campos de centeno y cebada salpicados de llamativas amapolas. Al cabo de una hora nos desviamos hacia levante, continuamos a medio galope junto a unos matorrales blancos cuajados de flores de espino y atravesamos después una pradera de heno prácticamente madura para la hoz; así llegamos a la empinada ladera cubierta de hierba en cuya cima se hallaba la antigua fortaleza. Las ovejas se apartaban a nuestro paso, pero al borde del sendero se abría un precipicio cortado en vertical y preferí desmontar y llevar al caballo por las riendas. Entre la hierba florecían orquídeas rosadas y marrones.
Hicimos un alto a unos cien pasos de la cima y subí solo a comprobar que no hubiera embocadas aguardándonos tras los largos y herbosos muros de la fortaleza. Alcancé la cúspide sudando y jadeando y no vi enemigos agazapados al otro lado. Al contrario, el antiguo alcázar parecía vacío; sólo un par de liebres echaron a correr al verme aparecer súbitamente. El silencio de la cima me aconsejó sigilo; entonces, un jinete solitario se dejó ver entre los árboles bajos de la parte norte de la fortaleza. Arrojó la lanza al suelo con gesto ostentoso, colocó el escudo en posición invertida y se apeó del caballo. Seis hombres salieron tras él de entre los árboles, y también dejaron las lanzas en tierra como para confirmarme que la tregua era de veras.
Hice señas a Arturo para que subiera. Los demás caballos coronaron el muro y, luego, Arturo y yo nos adelantamos. Él llevaba su mejor armadura; no acudía para suplicar sino como guerrero, con yelmo empenachado y cota maclada de plata.
Dos hombres nos salieron al encuentro. Creía que se presentaría el propio Lancelot, pero sólo era su primo y paladín Bors. Era Bors un hombre alto y moreno, de abundante barba y anchos hombros, un guerrero experto que embestía la vida como un toro mientras su amo se deslizaba como una serpiente. No me desagradaba Bors, ni yo a él, pero nuestras respectivas lealtades nos enemistaban forzosamente.
Bors nos saludó con un gesto seco de la cabeza. Llevaba puesta la armadura, pero su compañero iba ataviado con ropas sacerdotales. Era el obispo Sansum, lo cual me sorprendió, pues Sansum solía tomarse la molestia de ocultar de parte de quién estaba; pensé que el señor de los ratones debía de creer firmemente en la victoria, pues hacía gala de su alianza con Lancelot abiertamente. Arturo miró a Sansum con desprecio y luego se dirigió a Bors.
—Tenéis noticias de mi esposa —le dijo someramente.
—Vive —repuso Bors— y está a salvo. También vuestro hijo.
Arturo cerró los ojos. No podía disimular el alivio que sentía y se quedó unos momentos sin palabras.
—¿Dónde están? —preguntó tan pronto como se sobrepuso.
—En su palacio del mar —replicó Bors—, bajo vigilancia.
—¿Hacéis prisioneras a las mujeres? —pregunté burlonamente.
—Están bajo vigilancia, Derfel —replicó Bors en idéntico tono burlón— porque los cristianos dumnonios matan a sus enemigos. Y esos cristianos, lord Arturo, no aman a vuestra esposa. Mi señor el rey Lancelot mantiene a vuestra esposa e hijo bajo su protección.
—En tal caso, vuestro señor el rey Lancelot —replicó Arturo con un sutil tono de sarcasmo— puede hacer que los escolten hasta aquí.
—No —dijo Bors. Llevaba la cabeza descubierta y el fuerte calor del sol le hacía sudar.
—¿No? —preguntó Arturo de forma temeraria.
—Os traigo un mensaje, señor —replicó Bors en tono desafiante— y es el siguiente: mi señor rey os garantiza el derecho a vivir en Dumnonia junto a vuestra esposa. Seréis tratado honorablemente, pero sólo si juráis lealtad a mi rey. —Hizo una pausa y levantó la mirada al cielo. Era un día extraordinario en que la luna y el sol compartían la bóveda celeste, y Bors señaló hacia la luna, que estaba a medio camino entre creciente y llena—. Tenéis tiempo hasta que la luna sea llena para presentaros ante mi señor rey en Caer Cadarn. Podéis acudir con no más de diez hombres, pronunciaréis vuestro juramento y a partir de entonces, podréis vivir en paz en sus dominios.
Escupí para mostrar mi opinión sobre la promesa, pero Arturo levantó una mano para acallarme.
—¿Y si no me presento? —preguntó.
Otro hombre se habría avergonzado al comunicar tal mensaje, pero Bors no tuvo reparos.
—Si no os presentáis —dijo—, mi señor rey dará por supuesto que estáis en guerra con él, en cuyo caso tendrá que reunir cuantas lanzas sea posible. Incluso las que ahora protegen a vuestra esposa e hijo.
—¿Para que sus cristianos —replicó Arturo señalando a Sansum con la barbilla— los maten?
—Siempre podrían bautizarse —dijo Sansum y asió la cruz que colgaba sobre su negra vestidura—. Si se bautizan, garantizo su seguridad.
Arturo lo miró fijamente. Después, con toda su intención, escupió a Sansum en plena cara. El obispo dio un paso atrás. Vi que a Bors le hacía gracia y sospeché que el poco afecto que hubiera podido existir entre el paladín y el capellán del rey se había perdido. Arturo volvió a mirar a Bors.
—Habladme de Mordred.
Habría jurado que a Bors le sorprendió la pregunta.
—Nada hay que decir —repuso tras una pausa—. Está muerto.
—¿Habéis visto su cadáver? —inquirió Arturo.
Bors dudó nuevamente y luego negó con la cabeza.
—Murió a manos de un hombre a cuya hija había violado. No sé nada más, excepto que mi señor rey acudió a Dumnonia a sofocar la revuelta que siguió a su muerte. —Hizo otra pausa como si esperara una respuesta de Arturo, mas al no obtenerla, volvió a mirar a la luna. —Tenéis hasta que sea llena —le recordó, y dio media vuelta.
—¡Un momento! —dije, e hice volverse a Bors—. ¿Qué hay de mí? —pregunté.
Bors me miró fijamente a los ojos.
—¿De vos? —repitió burlonamente.
—¿Acaso he de jurar lealtad al asesino de mi hija?
—Mi señor rey no se ha pronunciado sobre vos —dijo Bors.
—Decidle que pido de él una cosa. Decidle que quiero el espíritu de Dinas y Lavaine y que lo tendré aunque sea lo último que haga en esta vida.
Bors se encogió de hombros como si la muerte de los druidas le fuera completamente indiferente y miró a Arturo otra vez.
—Estaremos esperando en Caer Cadarn, señor —dijo, y se alejó. Sansum se quedó y nos anunció a gritos que Cristo vendría en toda su gloria y que todos los paganos y pecadores serían barridos de la faz de la tierra antes del dichoso día. Le escupí, me di media vuelta y seguí a Arturo. Sansum nos siguió como un perro, ladrándonos por la espalda; de pronto me llamó por mi nombre, pero hice oídos sordos.
—¡Lord Derfel! —insistió—. ¡Señor de rameras! ¡Amante de rameras! —Sabía que tales insultos me harían volverme furioso y, aunque no deseaba verme furioso, sí quería que le escuchara—. No pretendía ofenderos, señor —dijo apresuradamente, mientras me acercaba a él—. Debo hablar con vos. Rápido. —Miró a su espalda para asegurarse de que Bors no le oía y luego me pidió que me arrepintiera a voz en grito, sólo para que Bors creyera que estaba arengándome—. Creí que Arturo y vos habíais muerto —dijo en voz baja.
—Fuisteis vos quién planeó nuestra muerte —le acusé.
—¡No, Derfel, por mi alma! —dijo, pálido—. ¡No! —Hizo la señal de la cruz—. ¡Si mi lengua miente, que los ángeles me la arranquen y se la den de comer al diablo! Juro por Dios Todopoderoso que no sabía nada. —Pronunciado el juramento en falso, volvió a mirar a su alrededor y añadió en voz baja—: Dinas y Lavaine vigilan a Ginebra en el palacio del mar. No olvidéis que he sido yo quien os lo ha dicho, señor.
—No deseáis que Bors sepa que me habéis desvelado tal cosa ¿verdad? —dije con una sonrisa.
—¡No, señor, os lo ruego!
—Entonces, esto le convencerá de vuestra inocencia —repliqué, y le propiné un sopapo que debió de resonarle en la cabeza como la campana grande de su templo. Cayó al suelo con una voltereta y empezó a lanzarme maldiciones mientras me alejaba. Entonces comprendí la razón de la presencia de Sansum en la elevada fortaleza. El señor de los ratones sabía que la existencia de Arturo amenazaba la permanencia de Lancelot en su nuevo trono y no podía mantener su fe despreocupadamente en un amo cuyo enemigo fuera Arturo. Sansum, igual que su esposa, quería que yo tuviera algo que agradecerle.
—¿Qué ha pasado, Derfel? —me preguntó Arturo cuando le di alcance.
—Me ha dicho que Dinas y Lavaine están el palacio del mar, vigilando a Ginebra.
Arturo lanzó un gruñido y miró la blanquecina luna, que flotaba sobre nuestras cabezas.
—¿Cuántas noches faltan para la luna llena, Derfel?
—¿Cinco? —calculé—. Seis, quizá. Merlín lo sabrá.
—Seis días para tomar una decisión —dijo; se detuvo y me miró—. ¿Se atreverán a matarla?
—No, señor —dije, con la esperanza de no equivocarme—. No se atreverán a declararse enemigos vuestros. Quieren que acudáis a ofrecer vuestro juramento y mataros después. Luego podrán matarla a ella.