El enemigo de Dios (55 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El enemigo de Dios
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—Vivirá —prometió Lavaine.

—¿Y todos los demás? —preguntó, señalando hacia la fortaleza.

—Los demás también.

—Pues suelta a mi hija —exigió Ceinwyn.

—Venid vos primero —replicó Lavaine—, y traed a Merlín con vos.

Dian le dio una patada con los talones desnudos, pero el druida apretó la espada otra vez y la niña se quedó quieta. La techumbre del almacén cayó levantando chispas de paja que se apagaron en la noche. Algunas brasas, sin embargo, cayeron en el tejado de la fortaleza y parpadearon débilmente. La lluvia protegía la techumbre, de momento, pero yo sabía que no tardaría mucho en arder.

Me tensé, dispuesto a cargar, cuando Merlín apareció por detrás de Ceinwyn. Tenía la barba trenzada de nuevo, llevaba su gran báculo y se mantenía más erguido y más severo de lo que habíamos visto en mucho tiempo. Colocó la mano derecha sobre el hombro de Ceinwyn.

—Suelta a la niña —ordenó.

Lavaine negó con la cabeza.

—Obramos un hechizo con tu barba, viejo, y no tienes poder sobre nosotros. Pero esta noche, tendremos el placer de conversar contigo mientras nuestro rey se complace con la princesa Ceinwyn. Venid aquí —ordenó—, los dos.

Merlín levantó el báculo y señaló a Lavaine.

—En la próxima luna llena —le dijo— morirás a orillas del mar. Tu hermano y tú moriréis y vuestros gritos viajarán en las olas por los siglos de los siglos. Suelta a la niña.

Nimue resolló entre dientes a mi espalda. Había cogido mi lanza y se levantó el parche de la cuenca vacía del ojo.

Lavaine no se inmutó por la profecía de Merlín.

—En la próxima luna llena —dijo— herviremos los despojos de tus barbas en sangre de toro y daremos tu espíritu al gusano de Annwn —replicó—. Venid aquí —remató—, los dos.

—Suelta a mi hija —exigió Ceinwyn.

—Cuando lleguéis a mi lado —respondió Lavaine—, la soltaré.

Hubo una pausa. Ceinwyn y Merlín hablaron en voz baja uno con otro. Morwenna gritó en el interior de la fortaleza y Ceinwyn se giró a decir algo a su hija, luego tomó la mano de Merlín y comenzó a caminar hacia Lavaine.

—Así no, señora —le dijo Lavaine—. Mi señor Lancelot exige que acudáis a él desnuda. Mi señor desea que os llevemos desnuda por el campo, desnuda por el pueblo y desnuda a su lecho. Le ofendisteis, señora, y esta noche os devolverá la ofensa cien veces.

Ceinwyn se detuvo y le clavó la mirada. Lavaine se limitó a presionar la hoja de la espada contra la garganta de Dian; la niña ahogó un grito de dolor y Ceinwyn, instintivamente, tiró del broche que le cerraba el manto y dejó caer la prenda; debajo llevaba un sencillo vestido blanco.

—Quitaos el vestido, señora —le ordenó Lavaine rudamente—, quitáoslo o vuestra hija muere ahora mismo.

En aquel momento me lancé a la carga. Grité el nombre de Bel y me abalancé cegado por la locura. Mis guerreros me siguieron y, de la fortaleza, salieron más y más hombres tan pronto como distinguieron las estrellas blancas de nuestros escudos y las colas de lobo en nuestro yelmos. Nimue cargó también, gritando y aullando, y vi que la hilera enemiga se volvía con el horror pintado en la cara. Corrí directo hacia Lavaine. Al verme, me reconoció y el horror lo petrificó. Se había disfrazado de sacerdote cristiano colgándose un crucifijo al cuello. No estaban los tiempos como para cabalgar por Dumnonia vestido de druida; pero a Lavaine le había llegado su hora y me arrojé sobre él gritando el nombre de mi dios.

Entonces un soldado de la guardia sajona se interpuso y la hoja del hacha brilló a la luz de las llamas al cernirse sobre mi cabeza. La detuve con el escudo y la fuerza del golpe me sacudió el brazo entero, pero lancé una estocada con Hywelbane, retorcí la hoja en el vientre del sajón y volví a sacarla desparramando tripas sajonas. Issa había terminado con otro sajón y Scarach, su feroz esposa irlandesa, había salido de la fortaleza para acuchillar a un sajón herido con una lanza de caza, mientras que Nimue hincaba la pica en las entrañas de un hombre. Detuve otro lanzazo, empujé al soldado al suelo con Hywelbane y busqué a Lavaine desesperadamente con la mirada. Lo vi corriendo con Dian en brazos. Trataba de alcanzar a su hermano detrás de la fortaleza cuando unos cuantos lanceros le cortaron el paso; dio media vuelta y, al verme, huyó hacia la puerta. Se protegía con Dian como si de un escudo se tratara.

—¡Lo quiero vivo! —grité, y me lancé tras él entre el caos de llamas. Otro sajón se precipitó sobre mí gritando el nombre de su dios, pero no llegó a terminar de pronunciarlo porque le rajé la garganta con Hywelbane. Entonces, Issa dio un grito de alarma, oí ruido de cascos y vi que el enemigo que montaba guardia en la parte de atrás de la fortaleza cargaba a caballo al rescate de sus camaradas. Dinas, vestido de igual guisa que su hermano, con la toga negra de los sacerdotes cristianos, iba a la cabeza del pelotón espada en ristre.

—¡Detenedlos! —ordené. Oí gritar a Dinas. El enemigo era presa de pánico. Nos superaban en número, pero la irrupción de lanceros salidos de la negra noche les había hecho trizas el ánimo, y Nimue, con su único ojo, aullando, salvaje y armada de una lanza ensangrentada, debió de parecerles una especie de necrófago nocturno que acudía en busca de sus espíritus. Huyeron despavoridos. Lavaine esperó a que su hermano se acercara al almacén en llamas, pero sin dejar de amenazar a Dian con la espada. Scarach, silbando como Nimue, lo detuvo con una lanza, pero no se atrevió a poner en peligro la vida de mi hija. Otros enemigos trepaban por la empalizada, unos corrían en dirección a la puerta, otros quedaron atrapados en las sombras entre las cabañas y algunos escaparon corriendo junto a los caballos, que galopaban desbocados de terror y pasaron a nuestro lado hacia la oscuridad de la noche.

Dinas dirigió su montura hacia mí. Levanté el escudo, enarbolé a Hywelbane y grité para desafiarlo, pero en el último momento hizo virar a su caballo, que tenía los ojos en blanco, y me amenazó con la espada apuntándome a la cabeza. Sin embargo, se dirigió a su hermano gemelo y, al llegar junto a él, se ladeó en la silla y le tendió un brazo. Scarach se apartó de en medio de un brinco en el momento preciso en que Lavaine saltaba hacia el abrazo salvador de su hermano. Soltó a Dian, que cayó desparramada al suelo mientras yo perseguía al caballo. Lavaine se aferraba con desesperación a su hermano, el cual se agarraba con la misma desesperación al asidero de la silla al tiempo que la montura se alejaba a galope tendido. Les grité que se quedaran a luchar, pero los gemelos continuaron la huida hasta los negros árboles donde los demás enemigos supervivientes se habían refugiado. Maldije sus espíritus y me quedé en la puerta llamándoles gusanos, cobardes, criaturas del mal.

—Derfel —dijo Ceinwyn desde atrás—. Derfel.

Dejé de maldecir y me volví a ella.

—Estoy vivo —dije—, vivo.

—¡Ay, Derfel! —gimió, y entonces vi que sostenía a Dian y que su vestido blanco se había teñido de rojo.

Corrí junto a ella. Dian reposaba en los brazos de su madre, dejé caer la espada, me arranqué el yelmo de la cabeza
y caí
de rodillas a su lado.

—Dian —musité—, mi niña querida.

Vi en sus ojos el último suspiro de su espíritu. Y ella me vio —me vio realmente—, y también a su madre, antes de morir. Nos miró un instante y después su joven espíritu salió volando como un ser alado en la oscuridad, silencioso como una llama que apaga un soplo de aire. Lavaine le había cortado la garganta al saltar hacia su hermano, y en ese momento, su pequeño corazón dejó de luchar. Pero antes llegó a verme, sé que me vio. Me vio y después murió, y la abracé, a ella y a su madre, y lloré como un niño.

Lloré por mi amadísima pequeña Dian.

Tomamos cuatro prisioneros que no estaban heridos. Uno era de la guardia sajona y los tres restantes, lanceros belgas. Merlín los interrogó y, cuando terminó con ellos, los descuarticé a los cuatro. Los reduje a picadillo. Los maté en un arrebato de ira, llorando al mismo tiempo, ciego a todo excepto al peso de Hywelbane y a la vana satisfacción que me proporcionaba el acero penetrando en sus carnes. Uno a uno, ante mis hombres, ante Ceiwnyn, ante Morwenna y Seren, hice una carnicería con los cuatro, y cuando terminé, Hywelbane estaba empapada, roja desde la punta hasta la empuñadura, y yo seguí vapuleando los cuerpos sin vida. Tenía los brazos bañados en sangre, mi rabia llenaba el mundo entero y aún así, mi pequeña Dian no volvería a la vida.

Necesitaba matar a más hombres, pero ya habían cortado la garganta a todos los enemigos heridos y así, como no podía seguir vengándome y cubierto de sangre como estaba, me acerqué a mis aterrorizadas hijas y las abracé. Mi llanto era incontenible, como el de ellas. Las estreché entre mis brazos como si mi vida dependiera de ellas y luego las llevé junto a Ceinwyn, que todavía acunaba el cuerpecillo de Dian. Suavemente, le abrí los brazos, se los coloqué sobre sus hijas vivas y me llevé a Dian hacia el almacén en llamas. Merlín me acompañó. Tocó a Dian en la frente con la vara y me hizo un gesto de asentimiento. Quería decir que era el momento de dejar que el espíritu de Dian cruzara el puente de espadas, pero antes la besé. Deposité luego su cuerpo en el suelo y, con el puñal, le corté un mechón de pelo dorado y me lo guardé en la bolsa, hecho lo cual, la levanté de nuevo, la besé por última vez y arrojé el cadáver a las llamas. El pelo y el vestidillo blanco prendieron con una llama brillante.

—¡Alimentad la hoguera! —ordenó Merlín a mis hombres!— ¡Alimentadla!

Destruyeron una cabaña y convirtieron el fuego en un horno, que reduciría a Dian a nada. Su espíritu ya había partido al otro mundo en busca de su cuerpo de sombra y la pira crepitaba en la oscuridad; me arrodillé frente a las llamas con el espíritu vacío y estragado. Merlín me hizo levantar.

—Debemos irnos, Derfel.

—Lo sé.

Me abrazó y me estrechó entre sus largos y fuertes brazos como un padre.

—Si hubiera podido salvarla... —musitó.

—Lo intentasteis —dije, y maldije la hora en que se me ocurrió retrasarme en Ynys Wydryn.

—Vamos —dijo Merlín—, al alba debemos estar muy lejos de aquí.

Nos llevamos lo poco que cada cual pudo cargar. Dejé la armadura sucia de sangre que tenía puesta y tomé la cota de malla nueva, la que tenía eslabones de oro. Seren metió tres gatitos en una bolsa de piel, Morwenna se hizo cargo de una rueca y un hatillo de ropa y Ceinwyn empaquetó algunos víveres. En total éramos ochenta; lanceros, familias, servidores y esclavos. Todos arrojaron alguna prenda a la pira, un trozo de pan en la mayoría de los casos, aunque Gwlyddyn, el criado de Merlín, arrojó la embarcación de Dian a las llamas para que mi niña siguiera remando en los lagos y arroyos del otro mundo.

Ceinwyn, que caminaba junto a Merlín y Malaine, el druida de su hermano, preguntó qué les sucedía a los niños en el otro mundo.

—Juegan —replicó Merlín con su antigua autoridad—, juegan entre manzanos y te esperan.

—Será feliz —la consoló Malaine. Era un joven alto, delgado y encorvado que llevaba el antiguo báculo de Iorweth. Parecía afectado por los horrores de la noche y no ocultaba la inquietud que le producía Nimue, con su sucio y ensangrentado vestido. El parche del ojo había desaparecido y el horrible pelo le caía lacio e impregnado de barro.

Ceinwyn, aclaradas sus dudas respecto al destino de Dian, se puso a mi lado. Yo seguía mortificándome, culpándome por haberme entretenido a ver la ceremonia de Lancelot, pero Ceinwyn se había tranquilizado un poco.

—Era su destino, Derfel —me dijo—, ahora es feliz. —Me tomó del brazo—. Y tú estás vivo. Nos dijeron que habíais muerto; los dos, Arturo y tú.

—Está vivo —le aseguré. Seguí andando en silencio, siguiendo las túnicas blancas de los dos druidas—. Un día —dije al cabo de un rato— encontraré a Dinas y a Lavaine y su muerte será espantosa.

—Éramos tan felices —dijo Ceinwyn apretándome el brazo. Había empezado a llorar nuevamente y busqué palabras de consuelo, pero en vano, ¿por qué se habían llevado los dioses a Dian? A nuestra espalda, las llamas y el humo de la fortaleza de Ermid subían al cielo relumbrando en la noche. La techumbre de la fortaleza se había incendiado al fin y nuestra antigua vida fue reduciéndose a cenizas.

Seguimos un sendero serpenteante que discurría a la orilla del lago. La luna había salido de detrás de las nubes y proyectaba su luz plateada sobre los juncos y sauces y se reflejaba en la superficie del lago, rizada por el viento. Nos dirigíamos al mar, pero apenas había pensado en lo que haríamos una vez llegados a la playa. Los hombres de Lancelot nos perseguirían, sin duda; teníamos que buscar refugio.

Merlín había interrogado a los prisioneros antes de que yo acabara con ellos y le contó a Ceinwyn cuanto había averiguado. La mayor parte de la información ya la conocíamos. Se decía que Mordred había muerto en una cacería; uno de los prisioneros aseguró que el rey había sido asesinado por el padre de una muchacha a la que había violado. Se rumoreaba que Arturo había muerto y Lancelot se había proclamado rey de Dumnonia. Los cristianos lo habían acogido de buen grado pensando que Lancelot era su nuevo Juan Bautista, el precursor del primer advenimiento de Cristo a la tierra, es decir, Lancelot era considerado el precursor del segundo.

—Arturo no ha muerto —repliqué con amargura—. Querían que muriera, y yo con él, pero fallaron los planes. Y, si yo lo vi hace tan sólo tres días, ¿cómo es posible que Lancelot haya tenido tan pronto noticia de su muerte?

—No ha tenido noticia —respondió Merlín serenamente—. Sólo lo desea.

—Son Samsun y Lancelot —dije, escupiendo al suelo—. Seguramente, Lancelot preparó la muerte de Mordred y Sansum la nuestra. Ahora, Sansum tiene un rey cristiano y Lancelot tiene el trono de Dumnonia.

—Pero tú estás vivo —añadió Ceinwyn en voz baja.

—Y Arturo también —dije— y, si Mordred está muerto, el trono pasa a Arturo.

—Solo si derrota a Lancelot —apostilló Merlín tajantemente.

—¡Pues claro que lo derrotará! —contesté con sarcasmo.

—Arturo se ha debilitado —me recordó Merlín suavemente—. Muchos de sus hombres han muerto. Toda la guardia de Mordred ha muerto, y también los lanceros de Caer Cadarn. Cei y sus hombres han caído en Isca, y si no, han huido. Los cristianos se han levantado, Derfel. Me han contado que pintaron en sus puertas el símbolo del pez, que entraron en las casas que no lo tenían y mataron a todos sus habitantes. —Siguió caminando en silencio, apesadumbrado—. Están limpiando Britania para el advenimiento de su dios.

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