Read El enemigo de Dios Online
Authors: Bernard Cornwell
—No culpo a tu Dios —le dije— ni a ningún otro—. Me volví a observar la conmoción que había levantado Mordred. Arturo pedía orden y silencio a gritos, se habían enviado sirvientes en busca de comida y ropas dignas de un rey y otros hombres trataban de enterarse de las novedades—. ¿Lancelot te ha pedido juramento? —pregunté a Galahad.
—No sabía que estaba en Durnovaria. Me hallaba con el obispo Emrys, el cual me proporcionó un hábito de monje para cubrirme —dijo, dándose un golpecito en la cota de malla—, y marché hacia el norte. El pobre Emrys está deshecho. Cree que sus cristianos se han vuelto locos, y yo también. Supongo que habría podido quedarme a luchar, pero no lo hice. Huí. Me dijeron que Arturo y tú habíais muerto pero no lo creí. Quería buscaros y, buscando, encontré al rey. —También me contó que Mordred había ido a la caza del jabalí al norte de Durnovaria y que, suponía él, Lancelot había enviado hombres para que lo interceptaran en el camino de regreso; pero Mordred se encaprichó con una joven aldeana y, cuando sus compañeros y él terminaron con ella era casi de noche, de modo que se instaló en la casa más grande del pueblo y ordenó que sirvieran comida. Sus asesinos aguardaban en la puerta norte de la ciudad mientras que él organizaba un festín a varias millas de allí y, en algún momento a lo largo de la noche, los hombres de Lancelot debieron de tomar la decisión de empezar a matar, a pesar de que el rey de Dumnonia había logrado zafarse de la emboscada. Hicieron correr el rumor de que había muerto y utilizaron dicho rumor para justificar la usurpación de Lancelot.
Mordred tuvo noticia de los problemas cuando llegaron los primeros fugitivos de Durnovaria. La mayoría de sus compañeros se había escabullido, los aldeanos estaban armándose de valor para matar al rey que había violado a una muchacha y robado gran cantidad de viandas, y Mordred se aterrorizó. Huyó hacia el norte con los pocos amigos que aún permanecían con él, disfrazados todos con ropas de campesinos.
—Querían llegar a Caer Cadarn —dijo Galahad—, donde esperaban hallar lanceros leales, pero me encontraron a mí. Yo me dirigía a tu casa y nos avisaron a tiempo de que habías huido; así pues, lo traje al norte.
—¿Habéis encontrado sajones? —Galahad negó con la cabeza.
—Campan por el valle del Támesis —dijo—, y no pasamos por allí. —Miró a la gente que se aglomeraba alrededor de Mordred—. ¿Qué va a pasar ahora? —preguntó.
Mordred tenía ideas inamovibles. Cubierto con un manto prestado y sentado a la mesa, se hartaba de pan y carne en salazón. Ordenó a Arturo que partiera inmediatamente hacia el sur y, cada vez que Arturo trataba de interrumpirlo, el rey daba un golpe en la mesa y repetía la orden.
—¿Acaso renegáis de vuestro juramento? —le gritó por fin, escupiendo fragmentos mordisqueados de pan y carne.
—Lord Arturo —dijo Cuneglas con acritud— trata de proteger a su esposa y a su hijo.
—¿Por encima de mi reino? —preguntó, mirando al rey de Powys torvamente.
—Si Arturo va a la guerra —trató de explicar Cuneglas a Mordred—, Ginebra y Gwydre morirán.
—¿Y por eso no hacemos nada? —bramó Mordred. Estaba histérico.
—Debemos reflexionar —dijo Arturo con amargura.
—¿Reflexionar? —gritó Mordred, y se puso en pie—. ¿Os limitáis a reflexionar mientras ese miserable usurpa mi reino? ¿Habéis hecho un juramento? —preguntó a Arturo en tono exigente—. ¿De qué os sirven estos hombres si no lucháis? —Señaló con un gesto a los lanceros, agrupados ahora alrededor de la mesa—. ¡Lucharéis por mí, y nada más! ¡Lo exige vuestro juramento! ¡Lucharéis! —Volvió a golpear la mesa—. ¡No reflexionéis! ¡Luchad!
Yo ya no podía soportarlo más. Tal vez el espíritu de mi hija asesinada me poseyera en aquel momento, pues sin pensarlo apenas, me adelanté y me quité el cinturón de la espada. Saqué a Hywelbane, la arrojé al suelo y doblé el cinturón de cuero por la mitad. Mordred me miraba e inició una débil protesta cuando me acerqué a él, pero nadie se aprestó a detenerme.
Llegué al lado del rey, hice una pausa y luego le azoté duramente en la cara con el cinturón doblado.
—Eso —le dije— no es la devolución de los golpes que me disteis a mí, sino por mi hija, y esto —y le golpeé mucho más fume— es porque habéis faltado al juramento de defender vuestro reino.
Los lanceros me respaldaron con grandes voces. A Mordred le temblaba el labio inferior como cuando, de niño, soportaba las azotainas.
Tenía las mejillas enrojecidas de los golpes y un hilo de sangre le salía de un corte diminuto bajo el ojo. Se llevó un dedo a la sangre y me escupió un bocado de carne y pan medio masticados en la cara.
—Moriréis por esto —me prometió, y, henchido de rabia, trató de abofetearme—. ¿Cómo podía defender el reino? —gritó—. ¡Estabais ausente! ¡Arturo estaba ausente! —Por segunda vez trató de darme un bofetón, pero detuve el golpe con el brazo y levanté el cinturón dispuesto a sacudirle otro cintarazo.
Arturo, horrorizado por mi conducta, me bajó el brazo y me apartó a la fuerza. Mordred siguió blandiendo los puños contra mí, pero entonces, una vara negra le cayó en el brazo y se volvió furioso para abalanzarse sobre el nuevo agresor.
Pero era Merlín quien miraba desde lo alto al furibundo rey.
—Pégame, Mordred —lo amenazó el druida en voz baja— y te convierto en un sapo y te entrego a las serpientes de Annwn.
Quedóse Mordred con la mirada clavada en el druida pero no dijo nada. Trató de apartar el báculo pero Merlín lo sujetaba con firmeza y, con él, fue haciendo recular al monarca hasta su asiento.
—Dime, Mordred —prosiguió el druida, obligándolo a sentarse—, ¿por qué enviaste a Arturo y a Derfel tan lejos?
Mordred sacudió la cabeza testarudamente. Le intimidaba el nuevo Merlín, erguido en toda su estatura. Sólo había visto al druida como un anciano frágil que tomaba el sol en el jardín de Lindinis, y al verlo tan fortalecido y con la barba trenzada se asustó.
Merlín levantó el báculo y lo dejó caer sobre la mesa con gran estrépito.
—¿Por qué? —preguntó en tono tranquilo, una vez apagado el eco del bastonazo.
—Para que arrestaran a Ligessac —musitó Mordred.
—¡Necio redomado! —exclamó Merlín—. Un niño habría bastado para arrestar a Ligessac. ¿Por qué mandaste a Arturo y a Derfel?
Mordred repitió el gesto negativo de la cabeza y Merlín suspiró.
—Hace mucho tiempo, joven Mordred, que no recurro a la gran magia y, desgraciadamente, he perdido práctica, pero creo que con la ayuda de Nimue podría convertir tu orina en ese pus blanco que escuece como la picadura de la avispa cada vez que orinas. Podría confundir el poco cerebro que tienes y podría reducir tus atributos masculinos —la vara tembló de pronto en la ingle de Mordred— al tamaño de una judía seca. Puedo hacerlo, y lo haré a menos que confieses la verdad. —Sonrió, y su sonrisa auguraba peores venganzas aún que la vara—. Dime, hijito, ¿por qué enviaste a Arturo y a Derfel al campamento de Cadoc?
A Mordred le temblaba el labio inferior.
—Porque así me lo dijo Sansum.
—¡El señor de los ratones! —exclamó Merlín como sorprendido por la respuesta. Volvió a sonreír, o al menos enseñó los dientes—. Aún tengo otra pregunta, Mordred —prosiguió—, y si no respondes la verdad, tus tripas descargarán sapos y lodo, tu estómago será un nido de gusanos y la garganta se te llenará de bilis. No dejaré que pares quieto, y toda tu vida, tu vida entera, la pasarás bailando sin cesar, cagando sapos, comido por los gusanos y escupiendo bilis. Te haré —hizo una pausa y bajó la voz— más horrendo de lo que te hizo tu madre. De modo que dime qué te prometió el señor de los ratones que sucedería si enviabas a Arturo y a Derfel fuera del reino.
Mordred miraba a Merlín con cara de pánico.
Merlín aguardó. Al no recibir respuesta, levantó el báculo hacia el alto techo del salón.
—En el nombre de Bel —entonó con voz sonora— y Callyc, señor de ios sapos, y en el nombre de Sucellos y Horfael, amo de los gusanos, y en el nombre de...
—¡Que los matarían! —gritó Mordred desesperado.
El báculo descendió poco a poco hasta apuntar a la cara de Mordred.
—¿Qué fue lo que te prometió, hijito? —preguntó Merlín.
Mordred se retorcía en el asiento pero no había forma de deshacerse de la vara. Tragó saliva, miró a diestra y siniestra pero no halló respaldo en toda la sala.
—Que los matarían —admitió—, los cristianos.
—¿Y por qué querías que los mataran? —inquirió Merlín.
Mordred vaciló, pero Merlín levantó el báculo hacia el techo otra vez y el muchacho confesó atropelladamente.
—¡Porque no puedo ser rey mientras él viva!
—¿Creías que la muerte de Arturo te permitiría actuar a tu libre albedrío?
—¡Sí!
—¿Y creíste que Sansum era amigo tuyo?
—Sí.
—¿Y no se te pasó por la cabeza ni una vez que Sansum deseara tu muerte? —Merlín sacudió la cabeza—. ¡Qué mocoso tan tonto eres! ¿No sabes que los cristianos jamás hacen nada al derecho? Hasta el primero que hubo acabó crucificado. No es propio de dioses eficientes, no, no. Gracias, Mordred, por esta charla. —Sonrió, se encogió de hombros y se alejó—. Sólo quería ayudar un poco —comentó al pasar junto a Arturo.
Habríase dicho que Mordred comenzaba a experimentar la epilepsia con que Merlín lo había amenazado. Se agarró a los brazos del asiento temblando y se le llenaron los ojos de lágrimas por la humillación que acababa de recibir. Intentó recuperar el orgullo señalándome y pidiéndole a Arturo que me arrestara.
—¡No seáis necio! —le reconvino Arturo, furioso—. ¿Creéis que recuperaréis el trono sin los hombres de Derfel? —Mordred no dijo nada y tan petulante silencio aguijoneó a Arturo con el mismo furor con que me había aguijoneado a mí antes, cuando golpeé a mi rey—. ¡Podemos, sin vos! —le gritó—. ¡Y hagamos lo que hagamos, vos permaneceréis aquí, bajo vigilancia! —Mordred abrió la boca y una lágrima rodó por su mejilla y diluyó el diminuto rastro de sangre—. No como prisionero, lord rey —añadió Arturo inquieto—, sino para proteger vuestra vida de los cientos de hombres que desearían arrebatárosla.
—Así pues, ¿qué pensáis hacer? —preguntó Mordred, absolutamente patético, ya.
—Tal como os he dicho —repuso Arturo sarcásticamente— reflexionaré sobre el asunto—. Y no añadió más.
Al menos, el plan de Lancelot quedó claramente al descubierto. Sansum había planeado la muerte de Arturo, y Lancelot había enviado hombres para que mataran a Mordred, y luego continuó con su ejército creyendo que todos los obstáculos para llegar al trono de Dumnonia habían sido eliminados y que los cristianos, inducidos al desorden por los misioneros de Sansum, matarían a cuanto enemigo quedara, mientras Cerdic mantenía a raya a los hombres de Sagramor.
Pero Arturo estaba vivo, y también Mordred, y mientras Mordred viviera, Arturo debía mantener su juramento, lo cual significaba que tendríamos que ir a la guerra. No importaba si la guerra abría el valle del Severn a los sajones, teníamos que luchar contra Lancelot. Estábamos obligados por juramento.
Meurig no prestaría ningún lancero para luchar contra Lancelot. Arguyó que precisaba de todos sus hombres para defender sus fronteras contra un posible ataque de Cerdic o de Aelle, y nada que nadie dijera lo disuadiría. Se avino a dejar su guarnición en Glevum, con lo que la de Dumnonia quedaba libre para sumarse a las tropas de Arturo, pero no pondría nada más de su parte.
—Es un cobarde y un canalla —gruñó Culhwch.
—Es un joven sensato —replicó Arturo—. Su fin principal es mantener su reino a salvo. —Nos hablaba a nosotros, sus comandantes de guerra, en un salón de las termas romanas de Glevum. La estancia tenia azulejos en el suelo y el techo arqueado; todavía se distinguían en lo alto restos de una escena de ninfas desnudas perseguidas por un fauno entre guirnaldas de hojas y flores.
Cuneglas se mostró generoso. Los lanceros que había llevado de Caer Sws quedarían a las órdenes de Culhwch para acudir en socorro de Sagramor. Culhwch juró no hacer nada que ayudara a la restauración de Mordred en el trono, pero no puso reparos en luchar contra los guerreros de Cerdic, tarea que Sagramor todavía tenía entre manos. Tan pronto como el númida recibiera el refuerzo de los hombres de Powys, se dirigiría hacia el sur, aislaría a los sajones que sitiaban Corinium y empujaría al ejército de Cerdic a una campaña que les impediría ayudar a Lancelot en el corazón de Dumnonia. Cuneglas nos prometió toda la ayuda que pudiera reunir, aunque tardaría al menos dos semanas en congregar al grueso de sus fuerzas y llevarlo al sur, a Glevum.
Arturo contaba con pocos e insustituibles hombres en Glevum. Tenía a los treinta que habían ido al norte a arrestar a Ligessac, el cual permanecía encadenado en las mazmorras de Glevum, y a mis hombres, a los cuales podía añadir los setenta lanceros de la pequeña guarnición de Glevum. No obstante, las cifras engrosaban con los fugitivos que, a diario, acudían a refugiarse de las agresivas bandas cristianas que aún perseguían a los paganos en Dumnonia. Supimos que eran muchos los fugitivos que andaban por Dumnonia, algunos resistiendo en antiguas fortalezas de tierra o escondidos en los más profundos bosques, pero otros llegaron a Glevum y, entre ellos, Morfans el feo, que se había librado de la matanza de las tabernas de Durnovaria. Arturo le confió el mando de las fuerzas de Glevum y le ordenó marchar hacia el sur, hacia Aquae Sulis. Galahad iría con él.
—No presentéis batalla —les advirtió Arturo—, simplemente, hostigad al enemigo, aguijoneadlo, molestadlo. Permaneced en las montañas, manteneos ágiles y procurad que no dejen de mirar hacia aquí. Cuando llegue mi señor el rey —se refería a Cuneglas—, podéis uniros a su ejército y marchar hacia el sur hasta Caer Cadarn.
Arturo declaró que no lucharía con Sagramor ni con Morfans, sino que iría a solicitar ayuda a Aelle; sabía mejor que nadie que las noticias sobre sus planes se extenderían hacia el sur. Había suficientes cristianos en Glevum que lo tenían por enemigo de Dios y que veían en Lancelot al precursor celestial del segundo advenimiento de Cristo a la tierra; Arturo pretendía que esos cristianos esparcieran su mensaje por todo el sur de Dumnonia con la intención de que Lancelot se enterase de que no se atrevía a arriesgar la vida de Ginebra emprendiendo una campaña contra él, sino que iba a rogar a Aelle que llevara sus hachas y sus lanzas contra los hombres de Cerdic.